En la tormenta. Флинн БерриЧитать онлайн книгу.
—Venden perros adiestrados para defensa.
Recuerdo a Rachel en el césped, dando órdenes mientras Fenno corría a su alrededor. Dijo que tenía que entrenarlo para que no se aburriera.
—Me dijo que lo había adoptado.
—Tal vez tenía miedo —dice Lewis—, por lo que había pasado en Snaith.
Recuerdo que, cuando terminó, Rachel no podía caminar. Tenía todas las uñas rotas por haber luchado contra él.
—¿Crees que fue él? —pregunto.
—No lo sé.
—¿Por qué esperaría quince años?
—Tal vez la estaba buscando.
Capítulo 6
Habíamos ido a una fiesta la noche que la atacaron. Era la primera semana de julio y yo tenía un trabajo en la piscina del pueblo como asistente júnior del socorrista, lo cual significaba que, si tres personas se estaban ahogando en extremos opuestos de la piscina, yo podía rescatar a la más pequeña.
La mañana de la fiesta fue un «día abrasador», según Radio Humberside. «Tengan cuidado ahí fuera», dijo el presentador, cosa que me pareció exagerada. La tostada saltó y la tetera eléctrica silbó. Abrí la puerta corredera con el pie y desayuné con la espalda contra el cristal.
Tenía los pies estirados sobre las piedras del patio y nuestro padre estaba trabajando en una zona de obras en Sunderland. La entrada se libraba de la presencia de su AMC Gremlin, el coche más pequeño y feo del mundo. Rachel decía que éramos «niñas de la llave», aunque técnicamente no lo éramos, ya que la puerta nunca estaba cerrada. Cuando le dije esto, me contestó: «Deja de decir tonterías».
Rachel todavía estaba dormida cuando me marché para ir a la piscina. La persiana de su habitación estaba enganchada en una esquina y la luz brillaba sobre su pálido brazo y su pelo oscuro. Cerré la puerta y bajé haciendo retumbar las escaleras. Mi padre una vez me preguntó si bajaba las escaleras de esta manera a propósito, para hacer el mayor ruido posible. La puerta de malla se cerró de un golpe detrás de mí y me dirigí a la calurosa y vacía calle. Habían embargado la mitad de las casas; caminé sin prisa por el centro de la calle, apartándome el pelo de la cara.
Después de mi turno, en la piscina fui a casa de Alice. Rachel había quedado conmigo en la puerta y observé como se formaba su silueta tras la red metálica.
«¿Qué tal el trabajo, Nora?», me preguntó Alice.
«Sin ahogamientos».
Salimos hacia la fiesta a las nueve. Rachel iba delante y Alice y yo la seguíamos cogidas del brazo. Mi hermana iba con pantalones cortos tejanos y una camisa azul marino holgada. Llevaba sandalias que se ataban al tobillo y tenía una pulsera de tela en la muñeca, y el pelo suelto le caía sobre la espalda. Habíamos echado vodka en una lata de Coca-Cola e íbamos tomando sorbos mientras caminábamos, y todo el alcohol se había quedado flotando en la parte de arriba, así que al llegar a la casa ya estábamos borrachas.
Cuando entramos en la fiesta, todo el mundo empezó a abrazar a los demás, incluidas algunas personas que ya estaban allí juntas cuando llegamos. Rafe me pasó el brazo por encima y me llevó a la cocina. Allí bebí otra Coca-Cola con vodka, y luego otra.
Perdí a Rachel. Jugamos al Yo nunca, pero nadie se acordaba de las reglas, y entonces ella salió de la cocina y se apretujó a mi lado en el sofá. Apoyé la cabeza en su hombro. Olía como si acabara de fumarse un cigarrillo. Le levanté el pelo y me lo llevé a la nariz, para respirar a través de él como si fuera un filtro.
Después de eso, todo se vuelve borroso.
Recuerdo estar vaciando una cubitera en un vaso, luego tirarlo al suelo y estar de rodillas, escarbando bajo la nevera con una mano.
Más gente entraba.
Otro vodka con Coca-Cola.
Rachel estaba en la cocina, con el pelo recogido en un moño alto, bebiendo un vaso de agua y hablando con Rafe. Tenía los pómulos redondos y los labios rosados.
Estaba terriblemente cansada y chocándome con todo. Subí las escaleras, lo cual fue interesante, porque no podía ver por debajo de mis rodillas.
Cerré los ojos. Entonces, alguien se inclinó hacia mí en la primera luz de la mañana, insólita, casi neón. Estaba en una cama individual, durmiendo de lado junto a Alice.
«Nora, me voy caminando a casa. ¿Quieres venir conmigo o quedarte?».
La mano de Rachel estaba sobre mi brazo.
«Me quedo».
Me acurruqué en el hombro de Alice y volví a dormirme.
La cosa fue que, aquella mañana, ni siquiera me volví para mirarla. Lo he imaginado después, una y otra vez. Recostándome sobre mi hombro, girándome para verla. Su rostro se vería pálido bajo la luz azul neón del exterior, con el pelo colgando hacia delante como dos largas cortinas.
«Da igual. Iré contigo».
Capítulo 7
A la mañana siguiente me dirijo al acueducto por la calle Cale. El camino tiene casi veintiún kilómetros y mi plan es caminar lo bastante como para aclarar mis ideas. La noche anterior, en el Emerald Gate, le pregunté a Lewis:
—¿Vais a buscarlo?
—Sí —dijo él.
Tal vez ya esté en Snaith. No me imagino cómo va a ser posible encontrarlo, después de quince años. Ya fue difícil durante las semanas posteriores al ataque.
Me agacho para pasar por un hueco en el seto y salgo al acueducto, por la parte del recorrido a la que la gente trae a sus perros después del trabajo y los fines de semana. El corazón me da un vuelco. Hace tres semanas, Rachel y yo vinimos aquí con Fenno. Le lanzamos una pelota de tenis por turnos. Nos limpiamos las manos en los vaqueros. Cuando un perro de aguas portugués salió de la calle Cale, Rachel se partió de risa con la reacción de Fenno.
Mientras se lanzaba a saludar al otro perro, Rachel se secó las lágrimas de los ojos y su boca tomó la forma de una media luna.
«Está literalmente temblando de felicidad«, dije.
«Lo sé», contestó Rachel, «lo sé».
Rachel escogió al perro por protección. Lo compró hace cinco años, poco después de mudarse aquí. Lewis cree que se sentía insegura viviendo sola en el campo, más expuesta que en Londres. Tal vez pensó que él podría encontrarla.
Me alejo del pueblo caminando junto al acueducto. El combustible que está siempre en mi estómago se enciende y me siento en llamas. No oigo nada, aunque no soy consciente hasta que estoy bastante lejos del pueblo y me doy cuenta de que mis zapatos deben de haber estado haciendo ese ruido sobre el camino desde que empecé a andar.
Acecho entre las granjas, mientras las llamas se extienden por todo mi cuerpo. La rabia no se va. Después de un par de kilómetros, me detengo y lloro con la cara entre las manos. Caigo de rodillas. Incluso con las piernas contra el suelo helado, sigo ardiendo, y el fuego se eriza desde mi columna.
A la vuelta, paso por una avellaneda y una curva, y hay una figura en el camino, delante de mí.
Al acercarme veo que es un hombre con un abrigo largo. Tiene un Staffordshire bull terrier y lo lleva con correa, lo cual es extraño. La mayoría de la gente deja a sus perros correr por el acueducto. Cuando estamos cerca, el perro trota hacia mí para saludarme, tirando del hombre. Este sonríe. Es calvo, con la barbilla prominente y la nariz chata, como un bóxer.
—Esta es Brandy —dice.
Extiendo la mano para que la perra