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Explotación, colonialismo y lucha por la democracia en América Latina. Pablo González CasanovaЧитать онлайн книгу.

Explotación, colonialismo y lucha por la democracia en América Latina - Pablo González Casanova


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instituciones de la república mexicana”.[20] Las autoridades constitucionales son representantes de los blancos y mestizos.[21] Las designa el gobernador, de acuerdo con los blancos: cuando hay elecciones de este tipo de autoridades, las planillas son confeccionadas por los delegados del poder estatal.[22] Por supuesto, toda elección carece absolutamente de sentido: el “representante constitucional” ni remotamente representa a la comunidad. Las autoridades constitucionales son el instrumento de los ladinos; los escribanos de la región Chamula representan los intereses del Estado ladino;[23] las autoridades locales, “representadas generalmente por los mestizos, son para los tarahumaras la maquinaria de que se valen los chabochis para legalizar sus abusos y mandarlos presos a Batopilas, Urique, o a cualquier otra de las cabeceras municipales. Hay que obedecerlas porque no queda otro remedio…”.[24] En cuanto al gobierno “municipal”, sería ridículo negar que no está en manos de los chabones, quienes son los presidentes seccionales y los comisarios de policía. He ahí el motivo por el cual los tarahumaras se rehúsan a dar a conocer sus problemas a los chabones.[25] Entre los tzeltales, “algunos municipios libres pueden elegir representantes. También hay representantes en las agencias municipales. Generalmente estos puestos importantes son para los ladinos”.[26] Entre los yaquis, algunas dependencias gubernamentales ponen al frente de las comisarías municipales a nativos de la misma tribu, incondicionales suyos (torocoyoris). El problema es sencillo: todas estas autoridades son de los ladinos y sirven a los ladinos, desconocen y restan autoridad a las propias autoridades indígenas, las humillan de las más distintas formas y sirven a todo tipo de latrocinios, ataques, injusticias, vejaciones, humillaciones, explotaciones, provocaciones militares, ataques y actos de violencia, desde los más arbitrarios hasta los más racionales, desde los que obedecen al capricho hasta los que sancionan el robo de tierras o la eliminación de líderes nativos.

      No hay casi estudio de antropólogo, por descriptivo o tímido que sea, que no registre este género de actos. La vida indígena es eso exactamente: la vida de pueblos colonizados, y es de tal modo una vida típicamente colonial, que hasta los servicios públicos que les prestamos desde el gobierno del centro, y que suelen oscurecer ante nuestra propia conciencia la situación real, son actos semejantes a los que cualquier metrópoli ejerce. Entre las comunidades indígenas hay medidas educacionales, pequeños programas de cambio social y hasta grupos de religiosos —sobre todo extranjeros— que hacen actos de caridad; pero nada de ello es extraño a la vida de las colonias. Que estas instituciones están produciendo efectos indirectos, sentando las bases para una actitud más decidida, y que en torno a sus actividades de servicio social, educación y caridad, surgen efectos indirectos, de aculturación, de liberación, también es un hecho característico del desarrollo colonial. Que los caminos, la apertura de mercados, la expansión de la economía nacional —menor en esas zonas que en las puramente ladinas— están sentando las bases de un cambio, es una historia semejante a la de las antiguas colonias de África y Asia. Y el problema se complica, nuestra enajenación se incrementa porque —como dijimos arriba— tenemos un concepto de nosotros mismos como revolucionarios y anticolonialistas. En México nuestras escuelas y las comunidades indígenas enseñan a conocer a Juárez; nuestros libros de texto enseñan que Juárez era indio, no sabía español, y que fue uno de los más grandes presidentes de México. Esto es bueno: esto distingue al niño indio de México del africano colonial al que se enseñaba el culto a los héroes de los conquistadores, pero esto mismo nos impide identificarnos en la interpretación de nosotros mismos como colonialistas, ignorar el hecho de que —en la realidad— todos nuestros programas de desarrollo en las zonas indígenas se enfrentan a una debilidad política del centro frente a los intereses creados locales, intereses hilvanados con los estatales y que nos inhiben a nosotros mismos, dejando que sólo en acciones esporádicas rompamos la explotación colonial de los pueblos indígenas.

      Dice Plancarte:


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