El odio que das. Angie ThomasЧитать онлайн книгу.
Starr. Hola, tío Maverick.
—Hola, Kenya —contesta papá, aunque no es su tío, sino el padre de su hermano—. ¿Va todo bien?
Ella vuelve con su típica bolsa jumbo de Hot Cheetos y una Sprite.
—Sí. Mamá quiere saber si mi hermano ha pasado la noche con vosotros.
Otra vez se refiere a Seven como mi hermano, como si fuera la única que tuviera derecho a serlo. Me toca las narices.
—Dile a tu madre que la llamará más tarde —responde papá.
—Vale —Kenya paga sus cosas y me mira a los ojos. Ladea un poco la cabeza.
—Voy a barrer los pasillos —le digo a papá.
Kenya me sigue. Cojo la escoba y voy al pasillo de frutas y verduras, al otro lado de la tienda. A esos chicos de ojos rojos se les cayeron unas uvas cuando las probaban, antes de salir. Apenas comienzo a barrer cuando Kenya empieza a hablar.
—Supe lo de Khalil —dice—. Lo siento, Starr. ¿Estás bien?
Me obligo a asentir.
—Yo… es que no lo puedo creer, ¿sabes? Llevaba un tiempo sin verlo, pero…
—Duele —Kenya dice lo que yo no puedo.
—Sí.
Mierda, siento las lágrimas que luchan por salir. No voy a llorar, no voy a llorar, no voy a llorar…
—Es como si esperara que estuviera aquí cuando entré —dice con voz suave—. Como solía estar cuando trabajaba con tu padre. Metiendo la compra en las bolsas, con ese delantal horrendo.
—El verde —mascullo.
—Sí. Hablando de cómo las mujeres adoran a los hombres de uniforme.
Me quedo mirando el suelo. Si lloro ahora, es posible que no me detenga jamás.
Kenya abre la bolsa de Hot Cheetos y me ofrece. Comida para reconfortar.
Meto la mano y cojo un par.
—Gracias.
—No hay de qué.
Masticamos Cheetos. Se supone que Khalil debería estar aquí con nosotras.
—Entonces —digo, y la voz suena áspera—, ¿os peleasteis anoche Denasia y tú?
—Chica —su voz suena como si llevara horas esperando para soltar esta historia—. DeVante se acercó justo antes de que todo enloqueciera. Me pidió mi número de teléfono.
—Pensé que era novio de Denasia.
—DeVante no es del tipo que se deje atar. De todos modos, Denasia se acercó para provocar algo, pero comenzaron los disparos. Acabamos corriendo por la misma calle, y le di un golpe en el trasero. ¡Fue genial! ¡Debiste haberlo visto!
Habría preferido eso en lugar del oficial Ciento Quince. O Khalil mirando el cielo fijamente. O toda esa sangre. Se me vuelve a revolver el estómago.
Kenya agita la mano frente a mí.
—Eh, ¿estás bien?
Parpadeo para alejar la imagen de Khalil y del policía.
—Sí. Estoy bien.
—¿Segura? Estás muy callada.
—Sí.
Lo deja pasar, y permito que me hable sobre la segunda ronda que tiene planeada para Denasia.
Papá me llama al mostrador. Cuando llego, me pasa un billete de veinte.
—Tráeme unas costillas de Reuben’s y una…
—Ensalada de patatas y okra frita —completo yo. Pide lo mismo todos los sábados.
Me besa la mejilla.
—Conoces a tu padre. Cómprate lo que quieras, nena.
Kenya me sigue fuera de la tienda. Esperamos a que un coche pase con la música a todo volumen; el conductor va tan inclinado para atrás que parece como si sólo la punta de su nariz asintiera al ritmo de la canción. Cruzamos la calle hasta Reuben's.
El olor a ahumado nos llega hasta la acera, y una canción blues inunda el ambiente. Adentro, las paredes están forradas de fotos de líderes de los derechos civiles, políticos y celebridades que han comido ahí, como James Brown, o Bill Clinton antes del bypass que le pusieron en el corazón. Hay una foto del doctor King junto a un señor Reuben mucho más joven.
Un muro a prueba de balas separa a los clientes del cajero. Me abanico después de hacer fila durante varios minutos. El ventilador que hay sobre la ventana hace meses que dejó de funcionar, y el horno calienta todo el edificio.
Cuando llegamos al frente de la fila, el señor Reuben nos saluda desde la parte de atrás de la pared divisoria, con una sonrisa que deja ver un hueco entre los dientes.
—Hola, Starr, Kenya. ¿Cómo estáis?
El señor Reuben es una de las pocas personas de por aquí que me llama por mi nombre. De alguna manera recuerda los nombres de todo el mundo.
—Hola, señor Reuben —le digo—. Papá quiere lo de siempre.
Lo anota en una libreta.
—De acuerdo. Ternera, ensalada de patatas, okra. ¿Vosotras queréis alitas con salsa de barbacoa y patatas fritas? ¿Con salsa extra para ti, Starr, cariño?
También recuerda los pedidos típicos de todos nosotros.
—Sí, señor —decimos.
—Bien. No os habéis estado metiendo en problemas, ¿verdad?
—No, señor —miente Kenya con facilidad.
—Entonces, ¿qué tal si la casa os invita a un bizcocho? Como premio por vuestro buen comportamiento.
Asentimos y le damos las gracias. Pero, veréis, el señor Reuben podría saber acerca de la pelea de Kenya y de cualquier manera le ofrecería un bizcocho. Así de amable es. Les da comida gratis a los chicos si le llevan sus notas de la escuela. Si son buenas, las copia y las pone en el “Muro de las Estrellas”. Si son malas, con la condición de que lo acepten y prometan mejorar, les ofrece comida de todos modos.
—Tardará unos quince minutos —dice él.
Eso significa siéntate y espera a que llamen tu número. Encontramos una mesa junto a unos tipos blancos. Casi nunca se ve a gente blanca en Garden Heights, pero cuando es así, suele ser en Reuben's. Los hombres miran las noticias en la tele que hay encajada en un rincón del techo.
Mordisqueo unos de los Hot Cheetos de Kenya. Sabrían mucho mejor con salsa de queso.
—¿Ha salido en las noticias algo sobre Khalil?
Ella está más atenta a su teléfono.
—Sí, claro, como si yo viera las noticias. Pero creo que sí vi algo en Twitter.
Espero. Entre la historia de un feo accidente automovilístico y una bolsa de basura llena de cachorros vivos que encontraron en un parque, hay una nota breve sobre un tiroteo que se está investigando, en el que está involucrado un oficial de policía. Ni siquiera mencionan el nombre de Khalil. Qué basura.
Cogemos la comida y nos dirigimos de nuevo a la tienda. Cuando cruzamos la calle, un bmw gris se detiene junto a nosotras con los bafles retumbando adentro como si al coche le latiera el corazón. La ventanilla del conductor baja, sale humo flotando, y una versión masculina de Kenya, y de ciento cuarenta kilos, nos sonríe.
—¿Qué hay, reinas?
Kenya se asoma por la ventanilla y le besa la mejilla.
—Hola, papá.
—Hola, Starr-Starr —dice—. ¿No vas a saludar a tu tío?
No