Lady Felicity y el canalla. Sarah MacLeanЧитать онлайн книгу.
y después lo dejó caer.
Ahora le tocó a él fruncir el ceño.
—¿Ha venido a reunirse con un hombre?
Ella abrió los ojos como platos.
—¿Disculpe?
—Los balcones oscuros son perfectos para los encuentros amorosos.
—No tengo ni idea de qué me habla.
—¿Sobre balcones? ¿O sobre encuentros amorosos? —Tampoco era que a él le importara.
—Sobre ninguna de las dos cosas, con toda sinceridad.
No debería haberse sentido satisfecho con esa respuesta.
—¿Me creería si le dijera que me gustan las galerías? —prosiguió ella.
—No, no lo haría —respondió—. Y además, está prohibido acceder a esta.
La joven inclinó la cabeza a un lado.
—¿De verdad?
—La mayoría de la gente entiende que no se puede acceder a las salas oscuras.
Ella agitó la mano.
—No soy muy inteligente. —Eso tampoco se lo creía—. Yo podría hacerle la misma pregunta, ¿sabe?
—¿Cuál? —No le gustaba la forma en que ella le daba la vuelta a la conversación para llevarla a su terreno.
—¿Ha venido usted aquí por un encuentro amoroso?
Durante un único y loco instante tuvo una visión sobre el encuentro amoroso que podrían protagonizar ambos allí mismo, en ese balcón oscuro, en pleno verano. De lo que ella podría permitirle hacer mientras la mitad de Londres bailaba y chismorreaba no muy lejos.
O de lo que él podría permitir que ella le hiciera.
Se imaginó alzándola para sentarla sobre la balaustrada de piedra, descubriendo el tacto de su piel, su aroma. Escuchando los sonidos de placer que emitiría. ¿Suspiraría? ¿Gritaría?
Se quedó congelado. Esa mujer, con su rostro sencillo, su cuerpo nada memorable y que hablaba consigo misma, no era el tipo de mujer que Diablo se imaginaba poseyendo contra la pared. ¿Qué le estaba ocurriendo?
—Me tomaré su silencio como un sí, entonces. Y le doy permiso para que continúe con su encuentro amoroso, señor. —Comenzó a caminar por el balcón alejándose de él.
Debería dejarla marchar.
Y sin embargo no pudo evitar replicarle.
—No estoy aquí por ningún encuentro amoroso.
El ruiseñor otra vez. Más rápido y más fuerte que antes. Whit estaba enfadado.
—Entonces, ¿por qué está aquí? —preguntó la mujer.
—Tal vez por la misma razón que usted, querida.
Ella sonrió.
—Me cuesta creer que sea una solterona de cierta edad que se ha visto obligada a ocultarse en la oscuridad después de que se burlaran de ella aquellos a los que una vez llamó amigos.
Ajá. Estaba en lo cierto. La habían perseguido.
—Tengo que estar de acuerdo con usted, lo que ha descrito no tiene nada que ver conmigo.
Ella se apoyó en la balaustrada.
—Salga a la luz.
—Me temo que no puedo hacer eso.
—¿Por qué no?
—Porque se supone que no debo estar aquí.
Ella levantó un hombro y lo encogió levemente.
—Yo tampoco.
—Usted no debería estar en el balcón. Pero yo no debería estar en todo este lugar.
Sus labios se abrieron hasta formar una pequeña «O».
—¿Quién es usted?
Él ignoró la pregunta.
—¿Por qué es una solterona? —Tampoco era que le importara.
—Porque no estoy casada.
Reprimió las ganas de sonreír.
—Me lo merecía.
—Mi padre le diría que fuera más específico con sus preguntas.
—¿Quién es su padre?
—¿Quién es el suyo?
No era la mujer menos obstinada que había conocido.
—No tengo padre.
—Todo el mundo tiene un padre —le replicó ella.
—Ninguno que merezca la pena reconocer —afirmó con una calma que no sentía—. Así que volvamos al principio. ¿Por qué es una solterona?
—Nadie desea casarse conmigo.
—¿Por qué no?
La respuesta llegó al instante.
—Es que… —Cuando ella se interrumpió y extendió las manos, él habría dado toda su fortuna por escuchar el resto. Y a la vista de lo que dijo a continuación, marcando cada punto con uno de sus largos dedos enguantados, habría valido la pena—. Se me ha pasado el arroz.
No parecía vieja.
—Soy sosa.
Eso se le había ocurrido a él, pero no lo era. En realidad, no. De hecho, parecía ser justo todo lo contrario..
—Soy poco interesante.
Eso no era cierto.
—Fui desechada por un duque.
Pero todavía no decía toda la verdad.
—¿Y ahí radica el problema?
—Su mayor parte —respondió—. Aunque realmente no es del todo cierto, porque el duque en cuestión nunca pretendió casarse conmigo, para empezar.
—¿Por qué no?
—Estaba locamente enamorado de su esposa.
—Vaya, eso sí que es una desgracia.
Ella le dio la espalda y volvió a mirar hacia el cielo.
—No para ella.
En su vida había deseado tanto acercarse a alguien. Aun