Lady Felicity y el canalla. Sarah MacLeanЧитать онлайн книгу.
entonces?
—Es difícil, porque a estas alturas los requisitos que mi madre impone a cualquier pretendiente son muy estrictos.
—¿Por ejemplo?
—Debe latirle el corazón.
Aquello sí le hizo reír, y su risa fue un único y estridente ladrido que lo dejó pasmado.
—No me sorprende que, con tan elevados estándares, haya tenido esos problemas.
Ella sonrió, y el blanco de sus dientes brilló a la luz de la luna.
—Es un milagro que el duque de Marwick no se haya desvivido para llegar hasta mí, lo sé.
Aquello le recordó, al instante y con toda dureza, cuál era el propósito de aquella noche.
—Quiere cazar a Marwick.
«Sobre mi cadáver en descomposición».
Ella hizo un gesto con la mano.
—Cosas de mi madre, igual que el resto de madres de Londres.
—Dicen que está loco —señaló Diablo.
—Tan solo porque no pueden imaginarse por qué alguien prefiere vivir alejado de la sociedad.
Marwick vivía alejado de la sociedad porque mucho tiempo atrás había hecho un pacto para no vivir en ella. Pero Diablo no se lo contó; buscó otra réplica.
—Apenas han tenido tiempo de echarle un vistazo.
Su sonrisa se convirtió en un gesto de suficiencia.
—Han visto su título, señor. Y es terriblemente apuesto. Un duque ermitaño también puede convertir a una mujer en duquesa, después de todo.
—Eso es ridículo.
—Así es el mercado matrimonial. —Se detuvo antes de continuar—. Pero no importa. No soy la adecuada para él.
—¿Por qué no? —No le importaba.
—Porque no estoy hecha para un duque.
«¿Por qué diablos no?».
No expresó la pregunta en voz alta, pero ella contestó de todas formas, con frivolidad, como si estuviera hablando en un salón repleto de damas a la hora del té.
—Hubo un tiempo en el que pensé que sería posible —dijo más para sí misma que para él—. Y entonces… —Se encogió de hombros—, no sé qué pasó. Supongo que todas esas otras cosas. Sosa, poco interesante, demasiado mayor, florero, solterona. —Se rio—. Supongo que no debería haber perdido el tiempo pensando que podría encontrar un marido, porque no sucedió.
—¿Y ahora?
—Y ahora —continuó en tono resignado—, mi madre busca una apuesta fuerte.
—¿Qué es lo que busca usted?
El ruiseñor de Whit arrulló en la oscuridad y ella respondió nada más terminar el sonido.
—Nadie me ha preguntado eso nunca.
—¿Y? —insistió, a sabiendas de que no debería hacerlo. A sabiendas de que debería dejar a esa joven a solas en el balcón, con lo que fuera que el destino tuviera previsto para ella.
—Yo… —Miró hacia la casa, hacia la oscura galería, el pasillo y el reluciente salón de baile que había al otro lado—. Deseo ser parte de todo esto otra vez.
—¿Otra vez?
—Hubo un tiempo en el que yo… —comenzó, para detenerse después y negar con la cabeza—. No importa. Tiene usted cosas mucho más importantes que hacer.
—Es cierto, pero como no puedo hacerlas mientras esté usted aquí, milady, estoy más que dispuesto a ayudarla a resolver el problema.
Ella sonrió por el ofrecimiento.
—Es usted divertido.
—Nadie que me conozca estaría de acuerdo con eso.
Su sonrisa se ensanchó.
—No me suelen importar las opiniones de los demás.
Se percató de que había repetido lo mismo que él había dicho antes.
—Ni por un segundo he creído lo que acaba de decir.
Ella agitó la mano.
—Hubo un tiempo en que formé parte de todo esto. Estaba justo en el centro de todos los salones de baile. Era increíblemente popular. Todos querían conocerme.
—¿Y qué ocurrió?
Volvió a extender las manos, un movimiento que comenzaba a resultarle familiar.
—No lo sé.
Levantó una ceja.
—¿No sabe qué la convirtió en una florero?
—No, no lo sé —respondió por lo bajo, y su tono denotaba confusión y tristeza—. Ni siquiera me acercaba a las paredes. Y entonces, un día —se encogió de hombros—, allí estaba yo. Adherida como la hiedra. ¿Todavía desea preguntarme qué es lo que busco?
Se sentía sola. Diablo conocía la soledad.
—Quiere volver a entrar.
Ella soltó una leve risa de desesperanza.
—Nadie vuelve a entrar a menos que atrape al mejor partido de todos.
Asintió.
—El duque.
—Las madres tienen derecho a soñar.
—¿Y usted?
—Yo quiero volver a entrar. —Whit emitió otro aviso, y la mujer miró por encima de su hombro—. Es un ruiseñor muy persistente.
—Está irritado.
Ella inclinó la cabeza, curiosa, pero cuando él no se explicó, volvió a hablar.
—¿Va a decirme quién es usted?
—No.
Asintió tan solo una vez.
—Supongo que es lo mejor, ya que solo salí para buscar un poco de tranquilidad lejos de sonrisas arrogantes y comentarios maliciosos. —Señaló hacia el lugar que estaba más iluminado del balcón—. Debería volver y encontrar un lugar adecuado donde