La puta gastronomía. RemartiniЧитать онлайн книгу.
cocina no se escapa de ese proceso de narración que necesitamos los humanos para conferirle un sentido a nuestro lamentable destino final, a la absurda condena de tener que morirnos cuando decida el azar. Cocinamos para otros, pero siempre para nosotros: somos nuestros primeros comensales, los que imaginamos el plato antes de guisarlo y sus jueces más implacables. De la misma forma, escribimos para nosotros —para entender y entendernos— antes que para los demás, aunque en último término busquemos siempre el aplauso de las masas. El periodismo intenta tomar una distancia objetiva y acercar la realidad al relato, anulando el ego y priorizando los hechos, pero nunca lo consigue del todo porque no puede sustraerse de la narración, no puede prescindir de un cauce que estructure lo sucedido y que, por ende, lo manipule. Pedro J. Ramírez y Juan Luis Cebrián saben bastante de esto.
Yo tengo un relato propio sobre mi relación con la comida, que ha tratado de ser periodístico cuando el medio lo requería y personal cuando he disfrutado de libertad absoluta para fabular. Incluye un capítulo muy bueno sobre cómo empecé a hacer pan, comprando la levadura en El Fontán, y he de empezar por ahí como homenaje a la mejor pastilla que tomé durante mi depresión. Pero también porque casi todos los libros de cocina —o sea, sus grandes relatos— señalan el pan como alimento fundamental y origen de nuestra dieta inteligente: «Cuando nuestros antepasados empezaron a trabajar con plantas comestibles, se concentraron en recoger y posteriormente plantar las semillas más grandes y accesibles, ya que la semilla es la parte de la planta que contienen más energía, y la única que puede digerir un animal con un solo estómago», cuenta Michael Pollan en Cocinar. «Hay algo primordial en fermentar una masa de pan, formarla con tus manos y esperar que se cueza. Es inexplicable», ahonda Ibán Yarza en su manual Pan casero.
La primera vez que hice pan, bastante antes de mi Gran Trastorno, supe que tenía que hacerlo. Como cuando sabes que ha llegado la hora de cambiar de trabajo, de leerte El Quijote o de hacer el amor en otra habitación: lo sabes y punto. Para mi receta primigenia acudí al primer libro de Jamie Oliver, La cocina de Jamie Oliver, a quien amo como a un hermano mayor. Años después llegaron Ibán Yarza y Dan Lepard, dos maestros paneros con los que también he fraguado una importante fraternidad, y Pollan, cuyo canto al amasado y al horneado te hace olvidar lo tremendo que suena su apellido en castellano:
«Me encanta sentir el tacto de la masa entre mis manos, la forma en que, después de amasarla tres o cuatro veces, esa pasta inerte y pegajosa empieza a compactarse y a volverse gradualmente más elástica, como si estuviese formada por tendones y músculos. Me encanta (y me asusta) cuando llega el momento de la verdad y abro la puerta del horno para ver cuánto ha crecido (si es que lo ha hecho) la hogaza de pan. Y también me encanta la estática amortiguada que emite el pan al enfriarse, cuando el vapor intenso rompe la corteza al escapar, inundando la cocina de ese aroma incomparable».
Pero el día que cociné mi primera barra no conocía a Pollan ni su poesía, solo contaba con la asistencia técnica de Jamie Oliver, junto con mi antológica incapacidad para llevar a buen puerto cualquier tarea manual sin dañarme. Unas tortuosas horas después de mi debut, el resultado de mi aventura descansaba sobre la mesa de la cocina. Tenía un sabor realmente bueno, perfectamente ajustado de sal y con un tostado rústico atractivo. La veías y te decías: «¡Coño, qué barra más maja y apetitosa, sí señor! ¡Sería una gran barra si no necesitaras las dos manos para levantarla!».
Porque a lo largo del proceso cometí uno, o quizá dos, o media docenilla de pequeños errores.
Antes de comenzar, despejé la encimera. Pero no la despejé del todo, como más tarde pude comprobar, con dolor. Pesé las harinas, mitad normal y mitad fuerte, y les añadí la sal. Luego pesé la levadura, y la mezclé con la mitad del agua necesaria.
Entonces hice una montaña con las harinas y escarbé en el centro un agujero, donde debía volcar el agua de levadura y mezclar, removiendo despacio, según las instrucciones de mi querido Jamie.
Nada más volcar el agua en el agujero salió disparada por debajo de la harina, filtrándose en todas las direcciones imaginables, como si existiera un circuito subterráneo del que nadie me había avisado. «¡Ay, ay madre!». Intenté recoger el agua que se fugaba hundiendo y moviendo deprisa la montaña, en una rápida reacción propia de un jugador de ping-pong con reflejos orientales.
Una parte indeterminada del agua acabó en el suelo. Otra, en mi pantalón, pues traté de frenarla con la cadera cuando la vi precipitándose fuera de la encimera —¿para qué hice eso?, ¿qué pensaba conseguir? ¿Escurrir luego el pantalón?—. Para más Inri, la harina dispuesta inicialmente en la montaña, al ser golpeada con excesiva fuerza, barnizó la tostadora —que no había retirado de la encimera— y la caja grande de las especias —tampoco—, además de media vitrocerámica. Y mi cara.
Respiré, intenté calmarme.
Hice lo que pude por reagrupar aquel desaguisado en algo parecido a una colina. Porque todavía tenía que echar el resto del agua, siguiendo el mismo proceso de esculpir un volcán y rellenarlo.
Con el resto del agua sucedió, más o menos, lo mismo. Creo que tengo una incapacidad congénita para hacer agujeros. He de preguntarle a mis padres cómo me comportaba en la playa de pequeño, si solo me dejaban el rastrillo y me quitaban la pala para que no me ahogara o me enterrara vivo.
Después de aquel segundo Vesubio me encontré con una masa a medio formar y con un montón de restos pompeyanos sembrados por doquier, que fui recogiendo con las manos. Pero mis manos estaban a su vez escayoladas de masa, y de la que cogía caca, plantaba caca. Fueron minutos en los que rocé la desesperación, y en los que el tarro de los artilugios metálicos, el de las cucharas de madera y el soporte de los cuchillos recibieron, completamente gratis, nuevos adornos artesanos en forma de irregulares bolicas, churretones y escupitajos pegados por toda, toda y toda su superficie. Jackson Pollock se descojonaba abrazado a Marcel Duchamp en el Más Allá.
Casi llorando, pedí ayuda a gritos. Desde otra habitación de la casa, Patricio, mi mejor amigo, un hombre gay atrapado en las indignaciones de una señora sueca, vino en mi auxilio. Al entrar en la cocina, gritó:
—¿Pero qué coño has hecho? ¡La que has liao, surnormal! —etcétera.
Recibí varios golpes, de los que no pude defenderme por tener las manos emplastadas en la masa, a la que, más que procesar, sujetaba con miedo, porque a esas alturas ya le atribuía vida. ¿Qué clase de demonio inventó la harina? ¿Cómo puede ser más inestable que un electrón? ¿Cómo puede descubrir y adosarse a rincones de tu cocina que ni siquiera tú sabías que existían? Mi socorrista me despejó del todo la encimera y limpió los tarros, la tostadora y los cuchillos, sin dejar de insultarme en ningún momento. Cabizbajo, decidí al menos acabar lo que tan desastrosamente había empezado.
Y entonces descubrí el verdadero placer. Porque amasar pan divierte que no veas, es mucho más agradable en las manos que la masa para la pasta doméstica —para los espaguetis—, porque la masa del pan, con esa humedad del agua, te deja un tacto más terso y fresco, como de tetilla de moza al salir de la piscina. Así se lo transmití a la loca de Patricio, a fin de recomponer de paso su trastocado humor.
Al escuchar la analogía, me atizó tal colleja que se me clavó la nariz en la masa.
—¡¿Cómo puedes ser tan cerdo?! —etcétera.
—No sé, es una metáfora, yo no le veo tanto escándalo. Si lo piensas, así adquiere más sentido la expresión pasárselo teta.
Fui nuevamente golpeado.
Cuando la masa ya estaba terminada, y como último e inolvidable remate a una actuación delirante, abrí un armario superior para coger un plato grande donde dejarla reposar. De nuevo olvidé que mis manos eran manoplas de harina y agua, y de nuevo manché de un modo inexplicable y apocalíptico. En este caso, toda la maldita pila de platos. Y por el canto, de tal forma que el cemento blanco se introdujo poco, pero en todos y cada uno de ellos.
No debería confesarlo, pero al descubrirlo me golpeé a mí mismo con odio.
Igual