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Así mueren los santos. Antonio María SicariЧитать онлайн книгу.

Así mueren los santos - Antonio María Sicari


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una existencia llena de milagros y de prodigios extraordinarios, tanto que su primera biografía —publicada en Francia con el título Leyenda áurea más allá del mar— conmovió y encantó a intelectuales de fama como L. Bloy, J. Maritain, y J. Green.

      Iletrada, componía de memoria bellísimos poemas que parecían salmos. Uno de ellos dice:

      ¡A quién me parezco yo, Señor?

      A los pajaritos implumes en su nido.

      Si el padre y la madre no les dan alimento

      mueren de hambre.

      Así es mi alma

      sin ti, oh Señor.

      No tiene sustento, no puede vivir.

      La muerte se la llevó a los treinta y tres años, mientras se ocupaba de la fundación de un segundo monasterio en Nazaret. Decía sentirse cada vez más atraída por Dios, «cada vez más perseguida por el amor». Rezaba: «No puedo ya vivir, oh Dios, no puedo ya vivir. ¡Llámame a ti!».

      Aquel 22 de agosto de 1878 —mientras llevaba por un sendero escarpado del huerto dos cántaros de agua para dar de beber a los albañiles— cayó sobre una maceta de geranios florecidos, y se rompió el brazo en varias partes entre la muñeca y el codo. Al día siguiente se había ya desarrollado la gangrena. Entonces dijo contenta:

      —Estoy en el camino del cielo. Estoy yendo a Jesús.

      Sufrió todo el día, pero continuaba repitiendo:

      —¡Ven Señor Jesús, ven!

      A las cinco de la mañana del día siguiente pareció ahogarse. Se llamó a la comunidad. Le sugirieron la última plegaria:

      —¡Jesús mío, misericordia!

      Repitió:

      —¡Sí, misericordia!

      Y murió besando el crucifijo.

      Hoy su tumba es meta de peregrinaciones para cristianos y musulmanes.

      A la muerte de la pequeña árabe, Teresa tenía ya cinco años. Y, sin saberlo, estaba heredando su mismo lenguaje y la misma pasión por ser y sentirse pequeña delante de Dios. Con el relato de las gracias recibidas en familia, ya en los años de infancia —relato enriquecido con tantas reflexiones espirituales—, Teresa se convertiría en «la niña más amada de la tierra» y hoy es universalmente conocida como «la maestra de la infancia espiritual».

      Con todo, es necesario precisar que no se trató de una espiritualización o idealización poética de la edad infantil, sino de una asimilación eclesial de la infancia de Jesús, que se mantuvo siempre como el “Niño del Padre”, desde la cuna hasta la Cruz.

      La infancia, deseada y cultivada siempre por Teresa, era la que la colocaba en el corazón de la Iglesia, allí donde el amor está guardado y brota para extenderse misionero hasta los confines de la tierra. No se trataba de “ser” o de “seguir siendo” niños, sino de “hacerse niño” aprendiendo de Jesús, como enseña el Evangelio.

      Por esto, Teresa, ya monja carmelita, mirando los duros sufrimientos de su anciano padre (en quien reconocía “el niño del Buen Dios”) e intuyendo que Dios tenía prisa en llamarla a su presencia, comprendió que una de sus tareas más importantes sería la de “aprender a morir”. Predijo también que los sufrimientos, necesarios para esta extraordinaria maduración, no iban a faltarle.

      Desde el punto de vista teológico, el relato de la muerte de Teresa —no muy conocido, por otra parte— tiene algo de extraordinario, y vale la pena escucharlo todo entero[8]. Podemos afirmar que contiene algunas de las páginas más bellas de su magisterio.

      Teresa enfermó gravemente de tuberculosis, un año antes de morir. Durante su enfermedad, decía a veces:

      —¿Cómo haré para morir? ¡Nunca aprenderé a morir!

      Intuía que su prueba sería terrible: el cuerpo se consumía rápidamente y la enfermedad le ocasionaba dolores intolerables. Sus pulmones estaban totalmente destruidos y le hacían fatigosísima la respiración, y no había en aquellos años posibilidad de disponer de oxígeno. Su mismo respirar parecía reproducir la primera fatiga del niño que viene a la luz. Estaba aterrada:

      —¡Si supierais qué significa no poder respirar! Si me ahogo, el Buen Dios me dará la fuerza. Cada respiración es un dolor violento, pero no llega aún a hacerme gritar.

      Y mirando una imagen de la Virgen, dijo:

      —Virgen santa, el aire de la tierra me falta, ¿cuándo me dará el Buen Dios el aire del cielo?

      Los últimos meses estuvieron marcados por un sufrimiento que aumentaba cada vez más, como un mar que la envolvía por todas partes y le pedía —esta vez completamente— el abandono de un niño enfermo que se confía a cualquiera:

      —Esta noche no podía más: he pedido a la santa Virgen que cogiera mi cabeza entre sus manos, para que pudiese soportar el dolor […]. Me he olvidado de mí, he tratado de no buscarme en nada. […] Sufro solo instante por instante. Los niños no se maltratan, los pequeños serán tratados con extrema dulzura. Y se puede muy bien seguir siendo niña, aunque se reciban grandes encargos, también si se sigue viviendo más. Si viviese hasta los ochenta años, me parece que seguiría siendo muy pequeña, como ahora.

      A quien le preguntaba si sus sufrimientos se hacían insoportables, le respondía:

      —No, aún puedo decir al Buen Dios que lo amo y me parece que es bastante… Yo amo todo lo que me manda el Buen Dios.

      Pero si alguien la alababa por su gran paciencia, le corregía como una que no se ve aún entendida:

      —No he tenido todavía un solo momento de paciencia. No es mi paciencia… ¡Me confunden siempre!

      El modo de expresarse y las comparaciones con el tiempo de la infancia seguían siendo familiares. Sin embargo, seguía inmersa en indecibles sufrimientos. Contaba a las hermanas:

      —La primera vez que me dieron un poco de uva en la enfermería, he dicho a Jesús Niño: ¡Qué buena es la uva! No lo comprendo ni pizca, ¿sabes?, ¿por qué esperas tanto para venir a llevarme? Mira: también yo soy un pequeño racimo de uvas y todos dicen que soy muy madura...

      Un día, mientras parecía dormida, a una hermana que se informaba en la puerta de la enfermería, la hermana que la cuidaba le decía:

      —¡Está muy cansada!

      Teresa lo oía, y después contó:

      —Yo pensaba para mis adentros: ¡Es verdad! Así es. Sí, soy como un viandante cansado, acabado, que cae a tierra cuando ya está cerca del final de su camino. Pero yo caigo en los brazos del Buen Dios.

      Y así le sucedió. Tuvo una larga y penosa agonía. Lo contó la hermana: «Un tremendo estertor le laceraba el pecho. Tenía los ojos congestionados, las manos violáceas, los pies muy fríos, y temblaba con todo el cuerpo. Duró así algunas horas. Hacia la tarde miró a su priora y le dijo: “Madre mía, ¿no es aún la agonía? ¿No estoy todavía para morir?”. La priora le respondió que quizá el Buen Dios quería esperar aún un poco. Dijo entonces ella: “Entonces, ¡adelante!... ¡adelante! No quisiera sufrir menos”. Luego miró su crucifijo y dijo: “¡Lo amo! ¡Dios mío, yo te amo!”».

      La cabeza le cayó hacia atrás, sus ojos quedaron fijos por el tiempo de un Credo, brillantes. Luego expiró.

      Muriendo con esa expresión sencilla y totalizante en los labios (¡Dios mío, yo te amo!), la pequeña Teresa se nos presenta como el icono más evidente de los que «mueren de amor» porque viven de amor: experiencia que ella había escogido ya como título y estribillo de un pequeño poema (Morir de amor) en el que había vertido todos sus deseos de santidad.

      Por


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