Así mueren los santos. Antonio María SicariЧитать онлайн книгу.
han difundido hasta los confines de la tierra—, Isabel ha estado toda recogida en el seno de la Trinidad —inmóvil y callada— para ofrecerse a una «renovada encarnación del Verbo»[10].
Habitar en Dios-Trinidad y ser inhabitada era su irresistible vocación.
Pero también para ella llega el momento —como para Teresa, aunque de un modo distinto— de aprender las inmensas profundidades que se abren cuando Cristo pide al alma acompañarle en su pasión.
A sus veinticinco años, Isabel fue aquejada por una de las enfermedades más terribles, el mal de Addison, entonces totalmente incurable. Se trata de una infección crónica de las glándulas suprarrenales que no producen ya las sustancias necesarias para el metabolismo. Le siguen intolerancia alimentaria, crisis de hambre, grave deshidratación, insomnio, náuseas, dolores de cabeza insoportables… No se le ahorró nada: ni siquiera la tentación del suicidio.
Antes de enfermar, Isabel parecía conocer ya todas las profundidades del misterio de Dios, siendo aún muy joven; pero todavía le faltaba algo. Le faltaba la experiencia del dolor. Y no se puede conocer en verdad el amor de Cristo si no se conoce el precio de la sangre que Él ha pagado por nosotros. Por eso Isabel, en los últimos meses de su vida, continuaba repitiendo una expresión que recorre sus escritos como un estribillo, incluso en sus últimas cartas: «¿Dónde vivía Cristo sino en el dolor?». Era lo que solía decir y enseñar santa Ángela de Foligno, una célebre mística medieval, e Isabel recordaba que solo cuando se entra en la pasión de Cristo, se le encuentra de veras “en su casa” y se le conoce.
Se cumplía así el camino que la pequeña Isabel había comenzado el día de su primera comunión. Entonces le habían dicho que su nombre significaba “casa de Dios” y que llegar a serlo era su vocación. Ahora comprendía ella que tenía que hospedar en sí la imagen del Dios Crucificado, hasta conformarse a Él.
Así vivió sus últimos meses. Decía:
—Cuando me acuesto en mi pequeña cama, pienso que subo a mi altar y le digo: «¡Dios mío, no te preocupes!». La angustia me agarra a veces, pero entonces me pongo dulcemente en paz y le digo: «¡Dios mío, esto no cuenta!».
Escribía en una de sus últimas cartas: «En mi cruz, donde gozo de alegrías desconocidas, comprendo que el dolor es la revelación del amor, y me abrazo a él. Es mi habitación predilecta. Es aquí donde encuentro la paz y el descanso, es aquí donde estoy segura de encontrar a mi Maestro» (C 271).
Pero queda aún añadir algo decisivo: esto último se sufre “corazón a corazón con Jesús”, no solo Isabel con sus afectos y sus responsabilidades.
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