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Obras Completas de Platón - Plato


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el mal”. Puesto que no hablamos más que de dos cosas, nos serviremos solo de dos nombres; primero las llamaremos “el bien y el mal”, y las llamaremos después “lo agradable y lo desagradable”. Concedido esto, supongamos por lo que va dicho que un hombre, conociendo el mal, no deja de cometerlo. En este caso precisamente se nos ha de preguntar: ¿por qué lo comete? Porque se ve arrastrado, se ve vencido; responderíamos nosotros. ¿Y por qué se ve vencido?, se preguntaría. Nosotros no podríamos responder que por el “placer”, porque es la palabra que estamos convenidos en que sea reemplazada por la de “bien”. Por consiguiente, es preciso que digamos que este hombre comete el mal, porque se ve vencido y vencido por el bien». Por poco burlón que sea el preguntante, no podrá menos de echarse a reír a velas desplegadas, y nos dirá: «Vaya una cosa notable, que conociendo un hombre el mal, sabiendo que es un mal, y pudiendo no cometerlo, sin embargo lo comete, porque se ve vencido por el bien». Este hombre continuará diciéndonos: «¿A vuestros ojos el bien supera por su naturaleza al mal o es incapaz de superarlo?». Nosotros responderíamos sin dudar que es incapaz de superarlo, porque de otra manera aquél, que dijimos se había dejado vencer por el placer, no sería responsable de ninguna falta. Pero continuaría él: «¿Por qué razón los bienes son incapaces de superar a los males? ¿O por qué los males tienen fuerza de superar a los bienes? ¿Es porque los unos son más grandes y los otros más pequeños? ¿O porque los unos son más en número y los otros menos?».

      »Porque éstas son las únicas razones que podríamos alegar. «Es por lo tanto evidente», añadiría él, «que según vuestra doctrina ser vencido por el bien es escoger los mayores males en lugar de los menores bienes». Ya no se puede decir más sobre este punto. Mudemos ahora estos nombres tomando los de «agradable y desagradable», y digamos que un hombre hace cosas desagradables, sabiendo que son desagradables, por verse arrastrado o vencido por las que son agradables, aunque sean incapaces de vencerlo. ¿Y qué es lo que hace que los placeres sean capaces de superar a los dolores? ¿No es el exceso o el defecto de los unos respecto de los otros, cuando los unos son más grandes o más pequeños que los otros, más vivos o menos vivos que los otros? Y si alguno nos objeta que hay gran diferencia entre un dolor y un placer presente y un placer y un dolor futuros, yo preguntaré: ¿difieren ellos en otra cosa que en el placer o el dolor? Solo en esto podrían diferir. Un hombre que sabe ponerlo todo en la balanza, y que pone en un platillo las cosas agradables y en otro las desagradables, tanto las presentes como las futuras, ¿puede ignorar las que le arrastran? Porque si pesáis las agradables con las agradables, es preciso escoger las más numerosas y las mayores; si pesáis las desagradables con las desagradables, es preciso retener las menos numerosas y las menores; en fin, si pesáis las agradables con las desagradables, y los placeres superan a los dolores, los placeres presentes a los dolores futuros, o los placeres futuros a los dolores presentes, es preciso dar la preferencia a los placeres, y obrar en este sentido; y si los dolores pesan más en la balanza, es preciso guardarse bien de hacer una mala elección: ¿No es éste el partido que debe tomarse? «Sí, sin duda», me responderían.

      Protágoras también convino en ello.

      —Puesto que así es, yo les diría: «Respondedme, os lo suplico; un objeto, ¿no os parece más grande de cerca que de lejos, y más pequeño de lejos que de cerca? Creo que ellos convendrían en esto. ¿No sucede lo mismo con la magnitud y el número? Una voz, ¿no se la oye mejor cuando sale de cerca que cuando está lejana?».

      —Sin contradicción.

      —Si nuestra felicidad consistiese en escoger lo más grande y desechar lo más pequeño ¿a qué recurriríamos para asegurar la felicidad de toda nuestra vida? ¿Al arte de la agrimensura o a una simple ojeada? Pero ya sabemos que la vista nos engaña muchas veces y que, cuando nos hemos guiado por este solo dato, hemos tenido que rectificar nuestros juicios y hasta mudar de dictamen si se ha tratado de escoger entre magnitudes y pequeñeces, en lugar de que el arte de medir desvanecería siempre estas falsas apariencias, y haciendo patente la verdad, volvería la tranquilidad al alma con la posesión de lo verdadero, y aseguraría la felicidad de nuestra vida. ¿Qué dirían a esto nuestros razonadores? ¿Dirían que nuestra salud depende del arte de medir o de alguna otra cosa?

      —Del arte de medir, sin duda alguna.

      —Y si nuestra salud dependiese de la elección del par y del impar, todas las veces que fuese preciso escoger lo más o lo menos, y comparar lo más con lo más, lo menos con lo menos, y lo uno con lo otro, estuviesen cerca o estuviesen lejos, ¿de que dependería nuestra salud? ¿No dependería de una esencia o de una cierta esencia de medir, puesto que se trataría de juzgar del exceso o del defecto de las cosas? Este arte aplicado al par o al impar, ¿es otro que la aritmética? Yo creo que nuestros argumentantes convendrían en esto y tú lo mismo.

      —Ciertamente —dijo Protágoras.

      —Muy bien, amigos míos. Pero, puesto que nos ha parecido que nuestra salud depende de la buena elección entre el placer y el dolor, y de lo que en estos dos géneros es más grande o más pequeño, más numeroso o menos numeroso, está más cerca o más lejos de nosotros, ¿no es cierto que este arte de examinar el exceso o el defecto del uno respecto del otro, o su igualdad respectiva, es una verdadera ciencia de medir?

      —No puede ser de otra manera.

      —¿Luego es preciso que este arte de medir sea a la vez un arte y una ciencia?

      —No podrían menos de convenir en ello.

      —En otra ocasión examinaremos lo que este arte y esta ciencia pueden ser, y ahora nos basta saber que es una ciencia para la explicación que Protágoras y yo tenemos que daros, sobre la cuestión que nos habéis propuesto. Cuando acabábamos los dos de ponernos de acuerdo sobre que nada hay más eficaz que la ciencia, y que dondequiera que ella se encuentra sale siempre victoriosa del placer y de todas las demás pasiones, vosotros nos habéis contradicho, asegurándonos que el placer sale victorioso muchas veces y triunfa del hombre en el acto mismo en que está en posesión de la ciencia; entonces, si lo recordáis, nos preguntasteis: «Protágoras y Sócrates, si ser vencido por el placer no es lo que nosotros pensamos, decidnos lo que es y cómo lo llamáis». Si os hubiéramos respondido en el acto, que lo llamábamos «ignorancia», os hubierais reído de nosotros. Burlaros ahora y os burlaréis de vosotros mismos. Porque nos habéis confesado que los que se engañan en la elección de los placeres y de los dolores, es decir, de los bienes y de los males, solo se engañan por falta de ciencia; y además estáis también conformes en que no es solo la falta de ciencia, sino la falta de esta ciencia especial que enseña a medir. Y toda acción en la que puede haber engaño por falta de ciencia, ya sabéis que es por ignorancia. Por consiguiente, el ser vencido por el placer es el colmo de la ignorancia. Protágoras, Pródico e Hipias se alaban de curar esta ignorancia; pero vosotros, que estáis persuadidos de que esta tendencia es una cosa distinta de la ignorancia, nos os dirijáis a ellos, ni enviéis a vuestros hijos a estos sofistas; haced como si la virtud no pudiese ser enseñada, y ahorrad el dinero que sería preciso darles. Ésta es la causa de todas las desgracias de la república y de los particulares.

      »He aquí lo que nosotros responderíamos a tales gentes. Pero ahora me dirijo a vosotros, Pródico e Hipias, y os pregunto lo mismo que a Protágoras, si lo que acabo de decir os parece verdadero o falso.

      Todos convinieron en que estas verdades eran patentes.

      —Convenís —les dije— en que lo agradable es lo que se llama bien, y lo desagradable lo que se llama mal; porque con respecto a esa distinción de nombres que Pródico ha querido introducir, yo le suplico que renuncie a ella. En efecto, Pródico llama este bien agradable, deleitable, delicioso, e inventa aún otros nombres a placer suyo, lo cual me es indiferente, y solo quiero que me respondas a lo que te pregunto.

      Pródico me lo prometió sonriendo, y los otros lo mismo.

      —¿Qué pensáis de esto, amigos míos? —les dije—; todas las acciones que tienden a hacernos vivir agradablemente y sin dolor, ¿no son bellas y útiles? Y una acción que es bella, ¿no es al mismo tiempo buena y útil?

      Convinieron en ello.

      —Si es cierto que lo agradable es bueno,


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