Obras Completas de Platón. Plato Читать онлайн книгу.
y ser superior a sí mismo no es otra cosa que poseer la ciencia.
Convinieron en ello.
—Pero —les dije—, ¿qué entendéis por estar en la ignorancia? ¿No es tener una falsa opinión y engañarse sobre cosas de mucha importancia?
Lo confesaron todos.
—¿Es cierto que nadie se dirige voluntariamente al mal, ni a lo que se tiene por mal, y que no está en la naturaleza del hombre abrazar el mal en lugar de abrazar el bien, y que forzado a escoger entre dos males, no hay nadie que escoja el mayor, si depende de él escoger el menor?
—Eso nos ha parecido a todos una verdad evidente.
—¿Qué llamáis terror y temor? —les dije—. Habla, Pródico. ¿No es la espera de un mal lo que llamáis terror o temor?
Protágoras e Hipias convinieron en que el terror y el temor eran precisamente esto; pero Pródico lo confesó solo respecto al temor, pero lo negó respecto al terror.
—Poco importa, mi querido Pródico —le dije—. El único punto importante es saber si el principio que yo acabo de sentar es verdadero. En efecto ¿cuál es el hombre que querrá lanzarse a objetos que teme, cuando es dueño de dirigirse a objetos que no teme? Esto es imposible por vuestra misma confesión, porque desde el acto en que un hombre teme una cosa, es porque la cree mala, y no hay nadie que busque voluntariamente lo que es malo.
Convinieron en ello.
—Sentados estos fundamentos —continué yo—, es preciso ahora, Pródico e Hipias, que Protágoras justifique la verdad de lo que sentó al principio; porque ha dicho que, de las cinco partes de la virtud, no había una que fuese semejante a la otra, y que cada una tenía su carácter diferente. No quiero estrecharle sobre este punto; pero que nos pruebe lo que ha dicho después: que de estas cinco partes había cuatro que eran casi semejantes, y una que era enteramente diferente de las otras cuatro, el valor. Me añadió que lo conocería por lo siguiente: «Verás, Sócrates, hombres muy impíos, muy injustos, muy corrompidos y muy ignorantes, que son, sin embargo, muy valientes, y comprenderás por esto que el valor es enteramente diferente de las otras cuatro partes de la virtud». Os confieso que al pronto me sorprendió esta respuesta; y mi sorpresa se ha aumentado después que he examinado el asunto con vosotros. Le he preguntado si llamaba valientes a los que eran arrojados. Me dijo, en efecto, que daba este nombre a los que sin reparar arrostran los peligros. Recordarás, Protágoras, que fue esto lo que respondiste.
—Me acuerdo —dijo.
—Dime ahora, te lo suplico, a qué puntos se dirigen los valientes: ¿son los mismos a que se dirigen los cobardes?
—No, sin duda.
—¿Son otros objetos?
—Ciertamente.
—¿Los cobardes no se dirigen a puntos que se consideran seguros, y los valientes a puntos que se tienen por peligrosos?
—Así se dice vulgarmente, Sócrates.
—Dices verdad, Protágoras, pero no es eso lo que yo te pregunto, sino tu opinión, que es la que quiero saber. ¿A qué puntos se dirigen los hombres valientes?, ¿a los que ofrecen peligros, y que consideran ellos como tales?
—¿No te acuerdas, Sócrates, que ya has hecho ver claramente que eso es imposible?
—Tienes razón, Protágoras, así lo he dicho. Es cosa demostrada que nadie va derecho a objetos que juzga terribles, puesto que ya hemos visto que ser inferior a sí mismo es un efecto de la ignorancia.
—Así es.
—Los valientes y los cobardes se dirigen a puntos que inspiran confianza, y por consiguiente los cobardes emprenden las mismas cosas que los valientes.
—Sin embargo, hay mucha diferencia, Sócrates; los cobardes son todo lo contrario que los valientes. Sin ir más lejos, los unos buscan la guerra, mientras que los otros huyen de ella.
—¿Pero creen ellos mismos que ir a la guerra es una cosa bella o una cosa vergonzosa?
—Muy bella ciertamente.
—Si es bella, es también buena, porque estamos ya conformes en que todas las acciones que son bellas son buenas.
—Eso es muy cierto —me dijo—, y me sostengo en esta opinión.
—Me conformo. ¿Pero quiénes son los que rehúsan ir a la guerra, cuando ir a la guerra es una cosa tan bella y tan buena?
—Son los cobardes —dijo.
—Si ir a la guerra es una cosa tan bella y tan buena, ¿no es igualmente agradable?
—Ése es un resultado de los principios sentados.
—¿Los cobardes rehúsan ir a lo que es más bello, mejor y más agradable, aunque lo reconocen así?
—Pero, Sócrates, si confesamos esto, echamos por tierra todos nuestros primeros principios.
—¿Y un valiente no emprende todo lo que le parece más bello, mejor y más agradable?
—No es posible negarlo.
—Por consiguiente es claro que los valientes no tienen un temor vergonzoso cuando temen, ni una seguridad indigna cuando se manifiestan resueltos.
—Ésa es una verdad —dijo.
—Si esos temores y esas confianzas no son vergonzosos, ¿no es claro que son bellos?
Convino en ello.
—Y si son bellos ¿no son igualmente buenos?
—Sin duda.
—Y los cobardes, los temerarios y los furiosos, ¿no tienen temores indignos y confianzas vergonzosas?
—Lo confieso.
—Y estas confianzas vergonzosas de los cobardes ¿de dónde proceden?, ¿nacen de otro principio que de la ignorancia?
—No —dijo.
—Pero qué, lo que hace que los cobardes sean cobardes, ¿cómo lo llamas, valor o cobardía?
—Lo llamo cobardía.
—Los cobardes, por lo tanto, ¿te parecen cobardes a causa de la ignorancia en que están de las cosas terribles?
—Ciertamente.
—¿Luego es esta ignorancia la que les hace cobardes?
—Convengo en ello.
—¿Convienes, pues, en que lo que hace los cobardes es la cobardía?
—Ciertamente.
—De esta manera, en tu opinión, ¿la cobardía es la ignorancia de las cosas terribles y de las que no lo son?
Hizo un signo de aprobación.
—¿Pero el valor es lo contrario de la cobardía?
Hizo el mismo signo de aprobación.
—La ciencia de las cosas terribles y de las que no lo son ¿es opuesta a la ignorancia de estas mismas cosas?
Hizo otro signo de aprobación.
—¿La ignorancia de estas cosas es la cobardía?
Concedió esto con bastante repugnancia.
—La ciencia de las cosas terribles y de las que no lo son es por consiguiente el valor, puesto que es lo opuesto a la ignorancia de estas mismas cosas.
Sobre esto, ni hizo signo, ni pronunció una palabra.
Y yo le dije:
—Cómo, Protágoras, ¿ni confiesas, ni niegas lo que yo te pregunto?
—Tú concluye —me dijo.
—Ya solo te voy a hacer una ligera pregunta. ¿Crees, como creías antes, que hay hombres muy ignorantes y sin embargo