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Damas de Manhattan. Pilar Tejera OsunaЧитать онлайн книгу.

Damas de Manhattan - Pilar Tejera Osuna


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Astor III. Las dos familias serían vecinas durante 28 años, aunque los hermanos Astor, y en especial sus esposas, nunca se llevaron bien. Lina y su marido también poseían una casa de verano en el soberbio enclave de Newport, Rhode Island. El salón de baila de aquella mansión llamada Beechwood, era lo suficientemente grande como para acoger a «Los Cuatrocientos», las personas más distinguidas de la época.

      Aquel mundo de exclusividad se vio en peligro en las décadas posteriores a la Guerra Civil, con la llegada de arribistas adinerados del Medio Oeste que, atraídos por el crecimiento de Nueva York, desafiaron el dominio de las altas esferas tradicionales. Lina se propuso demostrar que la categoría era su marca registrada y no tardó en erigirse en principal autoridad de la aristocracia neoyorquina. Dictaminaba la conducta y la etiqueta adecuadas y quién era aceptable en una ciudad cada vez más heterogénea. En ese mundo hermético y conservador, pocas cosas eran tan innegociables como la exclusividad. Se trataba de un club reservado a las millonarias familias de la Edad Dorada o Gilded Age, y solo unos cientos merecían formar parte de la Fashionable Society.

      Lina celebraba fabulosas fiestas a las que nadie podía acceder sin la preceptiva tarjeta de presentación. Damas aristocráticas de fuerte carácter mantenían a raya la lista de invitados y representaban a las viejas fortunas, y rechazaban de plano a los miembros de las nuevas fortunas. Los Vanderbilt, millonarios por haber invertido en el ferrocarril, personificaban ese tipo de riqueza aborrecible para Astor y su grupo.

      La noche del 5 de mayo de 1892, con un concierto dirigido por Chaikovski, se inauguró uno de los espacios más glamurosos de la Gran Manzana. Andrew Carnegie, un exitoso hombre de negocios que debía su fortuna al acero, había financiado este templo consagrado a la música, situado en la 7.ª Avenida, entre las calles 56 y 57, a un tiro de piedra de Central Park. La crème de la crème de la sociedad neoyorquina se había congregado allí. Los vestidos largos de seda, las tiaras de diamantes, los brazaletes de oro y los esmóquines llenaban el hall principal. Banqueros, empresarios, herederos de patrimonios inimaginables se daban cita. Entre otros, se encontraban Rockefeller, apodado el rey del petróleo, y el propio Carnegie, enemigos acérrimos. Lina Shermerhorn y su esposo, así como otras familias de «Los Cuatrocientos», se vieron obligados a compartir escenario con estos millonarios de última generación. Sin duda, aquella era una batalla perdida.

      Pero he aquí que un año después Lina Astor se vería obligada a permitir la entrada de los Vanderbilt a los peldaños más altos de la sociedad de Nueva York. Situada en la intersección de la prístina 5.ª Avenida y la calle 52, la nueva residencia de los Vanderbilt —estilo renacentista francés— competía en magnificencia con las construcciones vecinas. Alva Vanderbilt, quien más tarde se convertiría en destacada sufragista, dirigió personalmente el trabajo del arquitecto Richard Morris Hunt (quien también diseñó la fachada del Museo Metropolitano de Arte). En el último minuto, Alva notificó a Caroline Astor (hija menor de Lina) que no podía asistir a la fiesta de disfraces organizada para celebrar la inauguración. El motivo era tan simple como expeditivo: los Astor nunca habían invitado a los Vanderbilt. Aquella rencilla entre clanes se solventó cuando estos fueron admitidos al baile anual de los Astor, lo que equivalió a su aceptación social.

      Pero regresemos a los orígenes del hotel Waldorf Astoria. Las diferencias entre las familias de los dos hermanos Astor, condenadas a vivir una frente a otra, se exacerbaron con el tiempo. El origen no fue otro que el uso del apellido familiar cuando Lina Shermerhorn, que hasta 1887 había sido conocida formalmente como «señora de William Astor», decidió, tras la muerte de su suegra acortar su tratamiento oficial a simplemente «señora Astor». Esto que hoy puede sonar ridículo fue la chispa que provocó un incendio familiar. El cuñado de Lina, hermano mayor y patriarca de la familia, dejó bien claro que dicho tratamiento le correspondía a su esposa pero Lina no quiso darle el gusto a una cuñada dieciocho años más joven que ella y carente de su poder social. Las cosas llegaron a tal punto que el cuñado de Lina y la esposa de este decidieron marcharse con sus hijos a Inglaterra, donde se establecieron definitivamente.

      Años después, el sobrino de Lina Astor, William Waldorf Astor, dejó Londres para instalarse en Nueva York. En represalia hacia su tía hizo derribar la mansión familiar para levantar, en 1893, un hotel al que puso su nombre. Aquello representó una afrenta familiar. El hotel no solo eclipsaba la mansión de la señora Astor, sino también su estatus. También supuso un insulto al vecindario de una zona eminentemente residencial. Hasta que la opulencia del Waldorf revolucionara la forma de socializar, la gente educada no se reunía en lugares públicos, especialmente en hoteles.

      El intruso de trece pisos de altura y con forma de castillo renacentista alemán ensombreció a las residencias vecinas. Lina Astor declararía sobre él: «Hay una taberna gloriosa al lado». El arquitecto Henry Hardenberg (más conocido por los apartamentos Dakota y el hotel Plaza) fue el encargado del diseño. Dotó al establecimiento de modernidades como luz eléctrica y baños privados en la mayoría de las habitaciones. El hotel también fue pionero en otros servicios como el de ofrecer delicias culinarias hoy conocidas por cualquier neoyorquino: la ensalada Waldorf, la ternera Oscar, la langosta Newburg, el Red Velvet Cake (o pastel de terciopelo rojo) y los famosos huevos Benedict que muchos hemos probado alguna vez. El Waldorf también popularizó el servicio de habitaciones.

      No dispuesta a vivir junto a la última atracción de Nueva York, Lina Astor, ya viuda, primero contempló derribar su residencia y reemplazarla por establos. En 1897, decidió sustituirla por otro hotel de diecisiete pisos de altura, el Astoria, por el apellido familiar. Ella y su hijo John Jacob Astor IV encargaron una espléndida mansión doble construida en Manhattan, algo más arriba de la 5.ª Avenida, en los números 840 y 841, cerca de la intersección con la calle 65.

      Tiempo después el gestor hotelero que ya era propietario del Waldorf, el millonario y hombre hecho a sí mismo George C. Boldt, medió entre los primos y alquiló el Astoria fusionando ambos hoteles bajo su administración. Un corredor de mármol de más de cien metros conectaba los dos edificios: Waldorf-Astoria. La entrada situada en Park Avenue se conocía como The Ladies Lobby (el vestíbulo de las damas) y el bar Peacock Alley (el paseo de los Pavos), posiblemente en referencia a los elegantes clientes que se pavoneaban de caminar por allí.

      El Waldorf Astoria fue testigo de acontecimientos históricos, de encuentros políticos, de amores secretos y conspiraciones millonarias. Las primeras audiencias del Senado para investigar el hundimiento del Titanic en 1912, en el que murió, por cierto, uno de los hijos de Lina Astor, tuvieron lugar allí cuatro días después del desastre.

      A finales de la década de 1920 el hotel se había vuelto obsoleto y en 1928, tras la muerte de los dos primos Astor, los herederos vendieron el terreno donde se levantaba a unos promotores inmobiliarios. Un año después, tras décadas alojando a distinguidos clientes procedentes de todo el mundo, el Waldorf Astoria original cerró sus puertas. El nuevo establecimiento se levantó quince manzanas más al norte, en el número 301 de la lujosa Park Avenue. En una transmisión radiofónica emitida desde la Casa Blanca, el presidente Hoover elogió la apertura del nuevo Waldorf Astoria. El edificio de 47 pisos y que cubría una manzana entera disponía de dos mil doscientas habitaciones. Hoy, por uno de esos azares del destino, este hotel —durante décadas símbolo de la riqueza y poder neoyorquino— pertenece a una aseguradora china.

      En el terreno de primer Waldorf Astoria se levantó nada menos que el Empire State Building.

      La mujer que alcanzó mayor notoriedad en el Nueva York de mediados y finales de siglo pasó sus últimos años en su vivienda asomada a Central Park sufriendo de demencia periódica, hasta morir en 1908 con setenta y ocho años de edad. Sus restos fueron enterrados en el cementerio de la iglesia Trinity, en la intersección de Broadway y Wall Street, una zona que ella tal vez no habría considerado a su altura social, pero donde hoy comparte residencia con otros ilustres estadounidenses. Su hija menor, Carrie, erigió un cenotafio en su memoria que todavía puede verse.

      Posiblemente, Lina Astor, la remilgada y elegante dama que fascinó con su elegancia y buen gusto, se esté revolviendo en su tumba mientras la mole del Empire State, las tiendas de recuerdos para turistas y los puestos de


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