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Morir en las grandes pestes. Maximiliano FiquepronЧитать онлайн книгу.

Morir en las grandes pestes - Maximiliano Fiquepron


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aquellos que ejercían el arte de curar. Esta institución se modificó muy poco con el comienzo del período independiente. Hacia 1822 fue clausurado y reemplazado por un Tribunal de Medicina. Sin embargo, recién tras la caída de Rosas comienza a desarrollarse un nuevo perfil institucional de la profesión médica. En esos años, el gobierno de la provincia de Buenos Aires promulgó una serie de decretos que reglamentaron y, en cierta medida, impulsaron el funcionamiento del cuerpo médico. En esta nueva legislación resulta nodal destacar una división que marcará buena parte de la historia institucional del siglo XIX.

      Las instituciones médicas se dividieron en tres secciones: Facultad de Medicina, Consejo de Higiene Pública y Academia de Medicina. Estos organismos heredaron, repartiéndoselas, las antiguas funciones del desaparecido Tribunal de Medicina. Estas innovaciones fueron el resultado de la negociación entre representantes gubernamentales y un pequeño grupo de médicos llamado a tener una actuación decisiva en el futuro inmediato. Estos cambios, además de representar un primer intento del Estado provincial de definir áreas de intervención, expresaron también los intereses de una élite de médicos notables con fácil acceso a las altas esferas del Estado. A partir de este momento, con un pie en el Estado y con otro en la cúspide de la profesión, y participando de forma relevante en las facciones políticas, esta élite fue cristalizándose en el poder.[23] En estos primeros pasos, el Consejo de Higiene Pública condensó gran parte de ese reconocimiento institucionalizado que la incipiente profesión médica comenzaba a alcanzar. Desde un primer momento, el Consejo tuvo una doble faz de intervención. En primer lugar, se ocupaba de aspectos relativos al control de la política sanitaria: detección y evaluación de enfermos contagiosos en barcos y vapores de pasajeros, diagnóstico de alimentos y productos que pudieran ser perjudiciales, sugerencias a la población en torno a algunas precauciones en caso de epidemia. Sin embargo, el Consejo no vio definidas sus atribuciones en forma precisa, por lo que su actuación concreta dio pie al debate entre quienes defendían una incumbencia médica amplia y variada y aquellos otros que abogaban por acciones más específicas. La segunda tarea, por fuera de la política sanitaria, consistía en la vigilancia de la propia profesión. Tenía como objetivo precisar el área de incumbencia médica eliminando las heterodoxias que, tanto desde dentro como desde fuera, ponían en peligro el poder y la identidad “de cuerpo” de la élite médica.

      Otro de los aspectos centrales en la cuestión de la salubridad de la ciudad giró en torno al higienismo. ¿Quiénes eran los higienistas a mediados de siglo? Dado que para entonces la higiene podía definirse vagamente como referida a todas las acciones ejercidas sobre la salud, sus límites como concepto eran laxos. Esta vaguedad permitía a sus practicantes aspirar a un amplio campo de incumbencias. Basándonos en sus propios textos, puede decirse que higienistas eran todos aquellos que se autodefinían como tales. Filántropos, políticos, periodistas, químicos, farmacéuticos y médicos opinaban sobre temas vinculados con la higiene con igual grado de autoridad.[24] Sus premisas no contenían un argumento central, sino que más bien consistían en la acumulación de consejos, opiniones, estadísticas, regulaciones y estudios de caso. Dicha acumulación revela un rasgo característico del higienismo, que veía a la enfermedad como un fenómeno multicausal: la tierra, la dieta, el aire, la humedad, el calor, los sentimientos, o el hacinamiento, entre otros, podían generar la aparición de casos y su diseminación. Tantos objetivos y ambiciones, acompañados por una significativa escasez de remedios y de resultados efectivos, sin duda no los protegía contra el fracaso, y eventualmente traería a los higienistas serios problemas de credibilidad.[25]

      Por fuera del círculo médico profesional existía otro conjunto de especialistas en la salud: curanderos y curanderas eran agentes de lo que entonces comenzó a denominarse como “medicina popular”. Este concepto es una construcción creada en el ambiente médico, que impugnó saberes de comunidades que consideraban exóticas y/o atrasadas. La medicina popular, por lo tanto, es una definición académica antes que un conjunto homogéneo de saberes y prácticas. Su marcada heterogeneidad abarcó desde la visita a un curandero o herborista –que disponía de un repertorio de cremas, tónicos, hierbas, purgantes– hasta la automedicación como un recurso para combatir la enfermedad. Tampoco era infrecuente el recurso a todo un compendio de oraciones, plegarias y rezos a santos y figuras centrales del credo católico (la Virgen María, Jesús) por la intercesión del enfermo.

      Administradores de este abigarrado repertorio de tratamientos, los curanderos y curanderas eran un grupo numeroso y valorado por buena parte de la comunidad, sobre todo entre los sectores populares. Aquellos más renombrados eran definidos popularmente como “inteligentes” y poseían una amplia red de clientes. Estos sanadores tenían una cualidad que los diferenciaba de los médicos diplomados, que atraía una concurrencia mucho más abundante. Principalmente porque las formas, la performance realizada por el curandero, estaba más en sintonía con lo que el enfermo entendía como cura. Su cura tenía credibilidad. En este punto es interesante destacar que estos curadores no se presentaban en general como profesionales sino, en muchos casos, como mediadores de Dios u otras fuerzas. Así, algunos curanderos estaban guiados por los principios de la caridad cristiana, porque reconocían en Dios la fuente última de todas las curas. Los sanadores en general se negaban a trabajar “solo por el vil interés del dinero”, y dejaban a quienes cobraban por su tarea en una posición que era contraria a las virtudes cristianas. Esta cualidad apostólica no formaba parte central de los argumentos movilizados por los médicos diplomados, lo que acentuaba el distanciamiento entre ambas formas de curar.[26]

      Un poco por debajo de la valoración social de los curanderos estaban los fabricantes y expendedores de remedios, figuras más cercanas al fenómeno conocido como “charlatanismo”, pero que incluía tanto a prósperos comerciantes de droguerías como a vendedores ambulantes. Todos ellos no se arrogaban un conocimiento específico para sanar sino, más bien, divulgaban las cualidades de un producto capaz de curar enfermedades o dolencias. Esta lista no estaría completa sin la presencia de matronas, figuras centrales en este período, o aquellas vecinas con aptitudes curativas, que se ocupaban en general de realizar los primeros diagnósticos y curaciones. El perfil femenino era relevante en este nivel de prácticas curativas, ya que eran las mujeres las primeras en brindar cuidados ante una enfermedad o malestar, tanto de su familia como de diferentes allegados.

      Figura 9. Médicos y parteras por parroquia hacia 1870

      Las fronteras entre la profesión médica y la popular no eran taxativas. En muchas oportunidades curanderos y charlatanes tomaban nociones de la medicina diplomada y traducían y resignificaban para los sectores populares parte de ese saber. Aún más: en muchos casos, los médicos diplomados de estratos sociales más bajos adoptaban formas y métodos de los curanderos locales. Así, existe un componente de hibridez en los modos en que el curandero transitaba la lucha por curar. También, en esta misma línea, la farmacéutica constituía un lugar bisagra, ya que era el dispensario y no el médico quien sugería y recetaba brebajes y tónicos para determinados males.[27] De manera que, para mediados del siglo XIX, los médicos en la ciudad de Buenos Aires no eran los únicos especializados en el arte de curar. Tampoco era una de las profesiones más numerosas. El censo de 1869 registró 154 profesionales, mientras que en el registro de patentes de la ciudad solo aparecieron 60. En este último podemos encontrar su lugar de residencia distribuido en casi todas las parroquias, pero con una mayor concentración en las del centro de la ciudad. Algo similar ocurría con las parteras, que también aparecen en todas las parroquias, a excepción de la del Pilar, la de la Piedad y la de Balvanera.

      En cuanto a los servicios hospitalarios, estuvieron administrados por la Sociedad de Beneficencia y el Gobierno Municipal, que dispuso la refacción y ampliación del Hospital General de Hombres, ubicado en la calle Comercio (hoy Humberto Primo) entre Defensa y Balcarce. La nueva construcción, levantada en un terreno que daba al río, contenía alrededor de 150 camas, y fue finalizada en 1859. Para 1857 ingresaron al Hospital las Hermanas de Caridad de San Vicente Paul, contratadas y traídas desde París por la Municipalidad. Ese mismo año se sancionó la creación de un Asilo de Mendigos, alojado en el antiguo Convento de los Recoletos, en el norte de la ciudad, vecino al cementerio. La dirección del establecimiento quedó a cargo de una sociedad filantrópica,


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