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La Lista De Los Perfiles Psicológicos. Juan Moisés De La SernaЧитать онлайн книгу.

La Lista De Los Perfiles Psicológicos - Juan Moisés De La Serna


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no conseguía ver con claridad.

      Lo guardé de nuevo en el bolsillo y con la mano toqué la nota, y me di cuenta de que tenía un relieve en una de sus caras. Lo saqué, lo miré, pero no veía nada.

      “Puede que a tras luz se vea mejor”, me dije mientras lo levantaba en dirección a una lámpara que a varios metros de altura hacía lo que podía por mantener la calle iluminada.

      –Nada, así no se puede ―afirmé después de intentar verlo desde distintos ángulos.

      Estaba en esto cuando se empezó a iluminar la calle y vi que venía un coche, rápidamente guardé aquel trozo de papel y me dirigí a pararlo.

      –¡Taxi!, ¡taxi!… ―grité mientras realizaba aspavientos con las manos para que me viese.

      –¿Taxi señor? ―me dijo el conductor parándose a mi altura.

      –Sí, gracias ―afirmé aliviado mientras me introducía en la parte de atrás del vehículo.

      –¿A dónde le llevo?

      –Al Hotel Plaza.

      –¡Ha tenido suerte de que volviese por aquí!, no es una zona muy recomendable.

      –Sí, me estoy empezando a dar cuenta ―dije mientras pasaba y veía que se trataba de un vecindario algo descuidado.

      –¿Viene por visita? ―preguntó el taxista.

      –¿El qué? ―repuse mientras miraba el barrio que atravesábamos.

      –¿Es su primera vez en la ciudad? ―insistió.

      –Yo vivo aquí.

      –¿Dónde?, ¿en el hotel? ―preguntó el taxista con tono de burla.

      –Sí, así es ―afirmé categóricamente.

      –Perdone, pero no entiendo ―dijo el hombre sorprendido.

      –Llevo años viviendo ahí, de esta forma puedo centrarme en mi trabajo sin necesidad de distracciones en cosas innecesarias como las labores del hogar.

      –¿Qué trabajo puede ser tan absorbente? ―preguntó curioso el taxista.

      –Soy psiquiatra ―afirmé mientras me bajaba el cuello de la chaqueta.

      –¿Psi…?, ¿qué?, ¿el loquero? ―preguntó mientras soltaba una carcajada.

      –El que cuida de la salud mental de los ciudadanos de esta ciudad ―puntualicé sin alterarme por aquel comentario jocoso, que no era de los más ofensivos que había tenido que soportar.

      –Bueno lo que sea, ¿y le da a para vivir en un hotel?, ganará usted mucho ―dijo mientras hacía un gesto con los dedos índice y pulgar, indicando dinero.

      –No tanto, pero como no tengo más gastos me lo puedo permitir.

      –¡Ah!, sí, claro ―afirmó el taxista mientras mostraba una sonrisa burlona.

      –Si usted echase cuenta de lo que gasta en alquiler o hipoteca, más los gastos de luz, agua, seguros, y comida, probablemente optaría por una solución como la mía ―afirmé tratando de que viese las ventajas de aquello.

      –Si le digo a mi parienta que nos vamos a vivir a un hotel, lo primero que me preguntaría es que si me ha tocado la lotería ―contestó jocosamente el hombre.

      –¿Y lo segundo? ―pregunté siguiendo su broma.

      –¿Que qué haría con mi suegra? ―respondió a carcajadas.

      –¿Son familia numerosa? ―pregunté intrigado.

      –¿Numerosa?, contando la parienta, su suegra, los tíos y primos. Cuando nos reunimos todos llegamos a ser diez, y uno más que viene en camino, ¿y usted no tiene mujer? ―preguntó jocoso.

      –No, bueno, tuve, pero ahora no está.

      –¡Ah!, lo siento ―afirmó cambiando el tono.

      –Pues no lo sienta, se fue con otro mientras yo estaba en un congreso.

      –¿Lo dice en serio?

      Y los dos nos pusimos a reír de aquella situación tan absurda. Después de lo cual se hizo el silencio, casi tan molesto como el que sentí cuando volví a casa ese día y me encontré una nota de despedida de mi mujer que decía: “Espero que siempre consigas lo que quieras, yo así lo voy a intentar y por eso me voy”.

      Una nota que llevaba conmigo siempre en la cartera, pero que no había llegado a enseñar a nadie, no sé si por vergüenza o por miedo a compartir mis sentimientos. Estaba claro que ella no era feliz a mi lado y que quería “explorar nuevas posibilidades”.

      Tal y como me encontré la casa, y después de darme cuenta de la situación, cogí mi maleta que traía del congreso y me fui al Hotel Plaza, donde permanezco desde entonces.

      No me hago idea de vivir en una casa sin ella. Tanto silencio, tanta soledad, en la casa que habíamos comprado con tanta ilusión. Íbamos a tener hijos, a verlos crecer, y aquella se convertiría en nuestra morada para los últimos años de nuestra vida, y apenas en dos años de matrimonio se acabó todo de esta forma. Ni una llamada de despedida, ni una explicación, únicamente una nota.

      Es cierto que los últimos meses habían sido algo frenéticos por mi parte, centrados en un nuevo proyecto al ser cofundador de una asociación internacional de psiquiatras, donde queríamos ofrecer una nueva perspectiva a las personas ajenas a nuestra ciencia, editar una revista trimestral, buscar financiamiento para proyectos de investigación, atender a mi consulta… puede que hubiese descuidado aquello que más quería, pero no había visto ninguna señal.

      Siempre que acudía a casa, ella estaba feliz y contenta, me contaba sobre su trabajo como profesora, me decía las dificultades que había tenido, y cómo había algún niño que le sacaba de quicio.

      Incluso recuerdo que ya habíamos hablado de las próximas vacaciones realizando planes para pasar unas semanas en una de esas islas tropicales, llenas de cocoteros y arena blanca, donde el mar se confunde con el cielo, para poder estar los dos juntos compartiendo aquel pedacito de cielo en la Tierra. Y de repente, de un día para otro, una sola nota.

      –¡Aquí es! ―dijo el taxista mientras paraba frente a la entrada principal del hotel.

      –¡Gracias! ―contesté pagándole el trayecto y saliendo del vehículo.

      –¡Buenas noches! ―comentó el botones del hotel.

      –¡Buenas noches! ―dije mientras me volvía a subir el cuello de la chaqueta y entraba con algo de prisa porque había empezado a refrescar.

      Tras subir las escaleras y cruzar la puerta giratoria me dirigí a la recepción.

      –Buenas noches, habitación 311, ¿tienen algo de correo para mí? ―pregunté mientras esperaba que me diesen la llave de la habitación.

      –No doctor, pero aquí tiene los periódicos de hoy, tal y como tiene solicitado.

      –Muchas gracias, buenas noches ―dije mientras recogía los diarios internacionales que me gustaba ojear antes de acostarme.

      –¿A qué planta? ―preguntó el ascensorista.

      –A la tercera ―afirmé sabiendo que él conocía la respuesta, pues todas las noches me hacía la misma pregunta.

      –¿Un buen día? ―volvió a preguntar.

      –¡Bueno!, ha sido una tarde inusual.

      –¿Lo dice por el tiempo?

      –Sí, también por eso ―contesté con una sonrisa forzada.

      –¡Ya hemos llegado!, que tenga una buena noche.

      –Lo procuraré, muchas gracias ―dije saliendo del ascensor y dirigiéndome a mi habitación.

      Al final del pasillo, tenía una pequeña suite, que disponía de un pequeño despacho y un dormitorio. No era muy grande, pero era lo mejor que había podido negociar con el director del hotel, ya que no era usual tener clientes alojados durante


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