Moby-Dick o la ballena. Herman MelvilleЧитать онлайн книгу.
de pescadores, vi a la vaca moteada de Oseas alimentándose de restos de pescado y andando por la arena con cada pezuña metida en la cabeza cortada de un bacalao, con aire muy de andar en zapatillas, os lo aseguro.
Concluida la cena, recibimos una lámpara e indicaciones de la señora Hussey sobre el camino más corto hacia la cama; pero cuando Queequeg iba a precederme escaleras arriba, la señora extendió el brazo y le pidió su arpón: no permitía arpones en sus estancias.
—¿Por qué no? –dije yo–. Todo ballenero que se precie duerme con su arpón.... ¿Y por qué no?
—Porque es peligroso –dijo ella–. Desde que el joven Stiggs, al regresar de aquella desafortunada expedición suya, en la que estuvo ausente tres años y medio para sólo tres barriles de saín, fue encontrado muerto en la parte de atrás de mi primer piso, con su arpón en el costado, desde entonces no permito que los huéspedes metan por la noche armas tan peligrosas en sus habitaciones. Así que, señor Queequeg –pues se había aprendido su nombre–, me voy a hacer con aquí este hierro y se lo guardaré hasta mañana por la mañana. Pero el chowder: ¿almeja o bacalao para el desayuno de mañana, señores?
—Ambos –dije yo–, y pónganos un par de arenques ahumados para que haya variedad.
1 Los Calderos del Beneficio: son unos grandes calderos situados en la cubierta del barco ballenero, en los que se hierve el lardo o gordura de la ballena, operación fundamental en las labores de beneficio o aprovechamiento de ésta.
2 la señora Hussey: Hussey, lo mismo que Coffin, era apellido común entre los habitantes de Nantucket de la época, pero fonéticamente se confunde con el substantivo hussy, que significa mujer escandalosa o desvergonzada; características propias, a su vez, de la mujer del personaje bíblico de nombre Oseas.
3 cabeza de chowder: juego de palabras intraducible: chowderhead significa «cabeza de chorlito».
Capítulo 16
El barco
En la cama preparamos nuestros planes para el día venidero. Aunque, para sorpresa mía y no escasa preocupación, Queequeg me dio ahora a entender que había estado consultando cuidadosamente con Yojo –el nombre de su pequeño dios negro– y que Yojo le había dicho dos o tres veces, e insistido con fuerza en ello de todo modo, que en lugar de ir juntos a recorrer la flota ballenera fondeada, y elegir de mutuo acuerdo nuestra nave; en lugar de ello, digo, Yojo decretaba con severidad que la selección del barco había de recaer totalmente sobre mí, pues Yojo se proponía ayudarnos; y, con objeto de hacerlo, ya se había decidido por una nave, la cual yo, Ismael, si se me dejaba por mí mismo, infaliblemente descubriría, como si a todas luces hubiera ocurrido por azar; y en ese navío debía inmediatamente embarcarme, sin tener en cuenta a Queequeg por el momento.
He olvidado mencionar que en muchos asuntos Queequeg depositaba gran confianza en la excelencia de juicio y sorprendente presciencia de Yojo; y que apreciaba a Yojo con considerable estima como dios de bastante buena índole, que en conjunto quizá tenía bastante buena intención, aunque en sus benevolentes designios no siempre tenía éxito.
Ahora bien, este plan de Queequeg, o más bien de Yojo, referente a la selección de nuestro navío... Ese plan no me gustaba en modo alguno. Yo había confiado no poco en la sagacidad de Queequeg para señalar el ballenero más adecuado, que nos transportara con seguridad a nosotros y nuestros destinos. Pero como todas mis protestas no produjeron ningún efecto sobre Queequeg, me vi obligado a avenirme; y, consecuentemente, me preparé a atender este asunto con una suerte de urgente y decidida energía y vigor, que debería dejar rápidamente solucionada esa pequeña cuestión sin importancia. Temprano a la mañana siguiente, dejando a Queequeg encerrado con Yojo en nuestro pequeño dormitorio… pues ese día parecía ser para Queequeg y Yojo alguna especie de Cuaresma o Ramadán, o día de ayuno, mortificación y oración (en qué modo nunca lo pude averiguar, pues, a pesar de que me apliqué a ello varias veces, nunca pude comprender sus liturgias y XXXIX artículos1), dejando, pues, a Queequeg ayunando con su pipa-tomahawk, y a Yojo calentándose en su fuego oferente de virutas, me marché a dar una vuelta entre los barcos. Tras muy prolongado vagar y muchas desorientadas pesquisas, supe que había tres barcos listos para expediciones de tres años: el Madre del Diablo el Bocadito y el Pequod. Madre del Diablo no sé de qué viene; Bocadito es evidente; Pequod, sin duda recordaréis, era el nombre de una celebrada tribu de indios de Massachusetts, ahora extinta, como los antiguos medos. Escudriñé y escruté alrededor del Madre del Diablo; desde él salté al Bocadito; y finalmente, al subir a bordo del Pequod, le eché un momento un vistazo alrededor y decidí entonces que éste precisamente era el barco apropiado para nosotros.
Por lo que a mí se me alcanza, puede que en vuestros días vierais muchas naves notables… lugres de proa chata, gigantescos juncos japoneses, galeotas cuadradas, y demás; pero aceptad mi palabra, nunca visteis navío tan viejo y extraño como este mismo viejo y extraño Pequod. Era un barco de la vieja escuela, más bien pequeño, si acaso; con una apariencia de mueble de pata de garra pasado de moda. Largamente curado y teñido por las inclemencias de los tifones y las calmas de los cuatro océanos, la complexión de su viejo casco se había curtido lo mismo que la de un viejo granadero francés, que tanto ha combatido en Egipto como en Siberia. Su venerable proa parecía barbada. Sus mástiles... cortados en alguna parte de la costa del Japón, donde los originales se perdieron por la borda en una galerna... sus mástiles se erigían tiesos como las columnas vertebrales de los tres viejos reyes de Colonia. Sus vetustas cubiertas estaban desgastadas y alabeadas, como la losa de peregrinos venerada en la catedral de Canterbury, donde Becket vertió su sangre. Pero a todas estas remotas antigüedades suyas se añadían nuevos y maravillosos elementos vinculados a la feroz actividad a la que se había dedicado durante más de medio siglo. El viejo capitán Péleg, su primer oficial durante muchos años –antes de que comandara otra nave de su propiedad–, y ahora marino retirado y uno de los principales propietarios del Pequod... este viejo Péleg, durante el periodo en que había sido su primer oficial, había incrementado su original naturaleza grotesca, y lo había taraceado todo él con una excentricidad, tanto en la materia como en el artificio, por nada igualada, excepto, quizá, por el escudo o el cabecero tallado de Thorkill-Hake. Estaba aparejado como cualquier bárbaro emperador etíope, su cuello cargado de colgantes de marfil pulido. Era objeto de despojos de vencedor. Un navío caníbal, que se adornaba con los huesos de sus enemigos capturados. A todo su alrededor, sus abiertas amuradas sin panelar, como una quijada continua, estaban decoradas con los grandes dientes afilados del cachalote, allí insertados a modo de cabillas a las que sujetar sus viejos ligamentos y tendones de cáñamo. Esos ligamentos no corrían a través de motones de madera terrestre, sino que, expeditos, pasaban sobre roldanas de marino marfil. Desdeñando una rueda de torniquete en su venerado timón, mostraba allí una caña; y esa caña estaba tallada en una pieza de la larga y estrecha mandíbula inferior de su hereditario enemigo. El timonel que con esa caña gobernaba en una tempestad se sentía como el tártaro cuando retiene su feroz corcel haciendo presa en su quijada. ¡Un noble navío, pero en cierto modo uno de lo más melancólico! Todo lo noble está de eso tocado.
Ahora bien, cuando busqué por el alcázar a alguien que tuviera autoridad, con objeto de proponerme como candidato para la expedición, al principio no vi a nadie; pero no pude pasar por alto una especie de extraño cobertizo, o más bien tipi, erigido algo detrás del palo mayor. Parecía sólo una construcción temporal, utilizada en puerto. Su forma era cónica, de unos diez pies de alto; construida con las enormes largas placas de negro hueso mimbreño que se obtienen de la parte media y superior de las mandíbulas de la ballena franca. Plantadas en la cubierta sobre su extremo ancho, un círculo de estas placas se entrelazaban, mutuamente inclinadas unas sobre otras, y en el ápice se unían en un remate peludo, en el que las fibras capilares sueltas oscilaban de un lado a otro, como el penacho de la cabeza de algún viejo sachem pottowattamie2.