Moby-Dick o la ballena. Herman MelvilleЧитать онлайн книгу.
pareció a mí, en mi corazón le declaré un farsante.
Capítulo 20
Bullicio general
Pasaron un día o dos y había gran actividad a bordo del Pequod. No sólo se estaban reparando las viejas velas, sino que había nuevas velas que llegaban a bordo, y rollos de lienzo, y bobinas de jarcia; brevemente, todo indicaba que los preparativos del barco se precipitaban hacia su término. El capitán Péleg raramente o nunca iba a tierra, sino que se sentaba en su tipi vigilando estrechamente a los trabajadores: Bildad hacía todas las compras y provisiones en los almacenes; y los hombres empleados en las bodegas y en la jarcia trabajaban hasta mucho después del anochecer.
Al día siguiente a aquel en que Queequeg firmara los artículos se dio voz en todas las posadas en las que paraba la compañía del barco de que sus arcones debían estar a bordo antes de la noche, pues no se sabía cuándo zarparía la nave. Así que Queequeg y yo llevamos nuestras pertenencias, decidiendo, no obstante, dormir en tierra hasta el final. Parece ser que en estos casos siempre avisan con mucha antelación, y el barco no zarpó durante varios días. Pero no era de extrañar; había un montón de cosas que hacer, y ni que decir cuántas en las que pensar, antes de que el Pequod estuviera totalmente equipado.
Todo el mundo sabe la multitud de cosas (camas, cacerolas, cuchillos y tenedores, palas y tenazas, servilletas, cascanueces y demás) indispensables en los asuntos del abastecimiento del hogar. Así ocurre con la pesca de la ballena, que necesita de un abastecimiento del hogar para tres años sobre el ancho océano, lejos de todo tendero, vendedor ambulante, doctor, panadero y banquero. Y aunque esto también resulta cierto de los navíos mercantes, sin embargo, no lo es en modo alguno en la misma extensión que en los balleneros. Pues aparte de la gran longitud de la expedición ballenera, los numerosos artículos peculiares de la prosecución de la pesquería, y la imposibilidad de remplazarlos en los remotos puertos normalmente frecuentados, debe recordarse que de todos los barcos, las naves balleneras son las más expuestas a accidentes de todo tipo, y especialmente a la destrucción y pérdida de precisamente los objetos de los que depende en mayor medida el éxito de la expedición. De ahí las lanchas de reserva, las perchas de reserva y las cuerdas y los arpones de reserva, todo de reserva, casi, salvo un capitán de reserva y un barco duplicado.
En la época de nuestra llegada a la isla, casi se había completado la parte más gruesa de la estiba del Pequod; comprendía la carne, el pan, el agua, el combustible, y los aros de hierro y las duelas. Pero, como antes se ha apuntado, durante cierto tiempo hubo un continuo acopio y acarreo a bordo de diversos enseres sueltos, tanto grandes como pequeños.
Principal entre los que llevaban a cabo este acopio y acarreo era la hermana del capitán Bildad, una enjuta anciana del más determinado e infatigable espíritu, aunque también de muy buen corazón, que parecía resuelta, si es que ella lo podía evitar, a que nada se echara en falta en el Pequod una vez que se hubiera adentrado en la mar. En una ocasión llegaba a bordo con un bote de encurtidos para la despensa del mozo; en otra ocasión con un manojo de plumas para el escritorio del primer oficial, donde éste llevaba su diario de a bordo; en una tercera ocasión con un cojín de franela para los riñones de la reumática espalda de alguien. Nunca hubo mujer que mejor mereciera su nombre, que era Caridad... la tía Charity, como todo el mundo la llamaba. Y como una hermana de la caridad se afanaba de aquí para allá esta caritativa tía Charity, dispuesta a entregar su mano y su corazón a cualquier cosa que prometiera aportar seguridad, confort y consuelo a todos a bordo de un barco en el que su amado hermano Bildad tenía interés, y del que ella misma poseía uno o dos puñados de bien ahorrados dólares.
Era verdaderamente asombroso ver a esta cuáquera de excelente corazón subir a bordo, tal como hizo el último día, con un largo cucharón de saín en una mano, y una lanza ballenera todavía más larga en la otra. Aunque en modo alguno se quedaban atrás el capitán Péleg y el propio capitán Bildad. Por lo que a Bildad se refiere, llevaba consigo una larga lista de los artículos que se necesitaban, y en cada nueva arribada, ahí iba su marca opuesta a ese artículo sobre el papel. De vez en cuando Péleg salía corriendo de su cubil de hueso de ballena, rugía a los hombres abajo de las escotillas, rugía arriba a los jarcieros en el tope, y concluía entonces rugiendo de vuelta a su tipi.
Durante estos días de preparación, Queequeg y yo visitábamos a menudo el navío, y con igual frecuencia preguntaba yo sobre el capitán Ajab, y cómo estaba, y cuándo iba a subir a bordo de su barco. A estas preguntas respondían que cada vez estaba mejor, y que se le esperaba a bordo de un día para otro; mientras tanto, los dos capitanes, Péleg y Bildad, podían ocuparse de todo lo necesario para preparar el barco para la expedición. Si hubiera sido totalmente sincero conmigo mismo, hubiera visto muy claramente en mi corazón que no me agradaba en lo más mínimo estar comprometido de esta manera en una expedición tan larga, sin haber puesto los ojos ni una sola vez sobre el hombre que iba a ser el dictador absoluto de ella tan pronto como el barco saliera a navegar a mar abierto. Pero cuando un hombre sospecha algo malo, a veces sucede que, si ya está implicado en el asunto, insensiblemente se esfuerza por ocultar sus sospechas, incluso a sí mismo. Y así en gran manera ocurrió conmigo. No dije nada y traté de no pensar nada.
Finalmente se difundió que en algún momento del día siguiente el barco zarparía con total seguridad. Así que a la mañana siguiente Queequeg y yo salimos muy temprano.
Capítulo 21
Embarcando
Eran casi las seis, y aún sólo un neblinoso, imperfecto y gris amanecer, cuando llegamos cerca del muelle.
—Ahí van unos marineros corriendo delante, si veo bien –dije yo a Queequeg–, no pueden ser sombras; parece que va a zarpar a la salida del sol: ¡vamos!
—¡Deteneos! –gritó una voz, cuyo dueño, que llegaba al mismo tiempo cerca detrás nuestro, puso una mano sobre los hombros de ambos e, introduciéndose entonces él mismo entre nosotros, quedó inclinado un poco hacia delante, en la incierta penumbra, mirando extrañamente a Queequeg y a mí. Era Elías.
—¿Embarcando?
—Quita las manos, ¿no te importa?
—Escucha-i –dijo Queequeg, sacudiéndoselo–, ¡ir fuera!
—¿No estamos embarcando, entonces?
—Sí, nos embarcamos –dije yo–, pero ¿acaso es asunto tuyo? ¿Sabes, señor Elías, que te considero un poco impertinente?
—No, no, no; no me había dado cuenta –dijo Elías, echando una ojeada lenta y asombradamente de mí a Queequeg con las más inexplicables miradas.
—Elías –dije yo–, nos harías un favor a mi amigo y a mí si te retiraras. Vamos a los océanos Índico y Pacífico, y preferiríamos no ser obstaculizados.
—Preferiríaislo vos, ¿no es así? ¿Volveréis antes del desayuno?
—Está mal de la cabeza, Queequeg –dije yo–, vamos.
—¡Hola ahí! –gritó el estacionario Elías, reclamándonos cuando nos habíamos apartado unos pasos.
—No le prestes atención –dije yo–, vamos, Queequeg.
Pero se deslizó de nuevo hasta nosotros, y palmeando repentinamente su mano en mi hombro, dijo…
—¿Visteis algo que parecían hombres yendo hacia ese barco hace un momento?
Sorprendido por esta simple pregunta, respondí, diciendo:
—Sí, creí haber visto a cuatro o cinco hombres, pero estaba demasiado oscuro para estar seguro.
—Muy oscuro, muy oscuro –dijo Elías–. Buen día a vos.
Otra vez le dejamos; pero de nuevo vino suavemente tras nosotros; y, tocándome en el hombro, dijo:
—Mirad a ver si los podéis encontrar ahora, ¿queréis?
—¿Encontrar a quién?
—¡Buen día a vos!, ¡buen día a vos! –replicó, de nuevo alejándose–.