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Sin segundo nombre. Lee ChildЧитать онлайн книгу.

Sin segundo nombre - Lee Child


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de conjunto. ¿Qué fue lo que vio?

      Los reflectores barrieron de regreso a las torres. El revuelo había terminado. El patio de la cárcel de repente quedó en silencio. El grandote no se pudo resistir. La naturaleza humana. Quería mirar. Quería saber. Giró la cabeza. Apenas un gesto ínfimo. Un instinto, reprimido enseguida.

      Pero fue suficiente. Reacher le pegó en la oreja. Todo el tiempo del mundo. Como pegarle a un punching-ball colgado de un árbol. Y nadie tiene músculos en las orejas. Todas las orejas son prácticamente iguales. Los huesos más pequeños del cuerpo están ahí. Más todo tipo de mecanismos para mantener el equilibrio. Sin los cuales te caes.

      El tipo cayó duro.

      Los reflectores iluminaron el alambrado.

      Reacher agarró la mano del tipo. Como para ayudarlo a levantarse. Pero no. Después como para darle respetuosamente la mano y felicitarlo calurosamente por una valiente derrota.

      Eso tampoco.

      Reacher puso la punta rota en la palma de la mano del tipo y la dejó asomándose por los dos lados, y después se alejó y se mezcló con los demás junto a la puerta. Un segundo después el haz de un reflector se detuvo en el tipo. Las sirenas cambiaron de nota, ahora mandaban que todos volvieran adentro.

      Reacher esperó en su celda. Tenía la intuición de que la espera sería breve. Era el sospechoso más obvio. De tamaño el resto de los del patio chico eran la mitad del grandote. Así que los guardias vendrían a él primero. Probablemente. Lo que podía ser un problema. Porque técnicamente se había cometido un delito. Dirían algunos. Otros dirían que el ataque era la mejor defensa, lo que era todavía en su mayor parte legal. Puramente una cuestión de interpretación.

      Iba a ser delicado exponer ese argumento.

      ¿Qué es lo peor que podría pasar?

      Esperó.

      Escuchó botas en el pasillo. Dos guardias fueron derecho a su celda. Gas lacrimógeno y gas pimienta y pistolas de electroshock en el cinturón. Esposas y grilletes y cadenas delgadas de metal.

      —Prepárese para girarse cuando se le dé la orden y sacar las muñecas por el espacio de la comida –dijo uno.

      —¿Adónde vamos? –dijo Reacher.

      —Ya se va a enterar.

      —Agradecería saberlo antes que después.

      —Y yo agradecería media posibilidad para usar mi pistola de electroshock. ¿Quién de los dos va a conseguir hoy lo que quiere?

      —Supongo que ninguno sería lo mejor para los dos –dijo Reacher.

      —Coincido –dijo el tipo–. Esforcémonos para que siga siendo así.

      —Igual quiero saber.

      —Vuelve al lugar del que vino –dijo el tipo–. Hoy a la mañana es su lectura de derechos. Antes va a tener media hora con su abogada. Así que póngase su ropa de calle. Es inocente hasta que se lo declare culpable. Le toca interpretar su papel. O estaríamos siendo anticonstitucionales. O algo así. Dicen que con los uniformes de la cárcel parece como si ya fueran culpables. De ahí viene prejuicio. El sistema judicial. Está ahí en la palabra.

      Condujo a Reacher fuera de la celda, con pasitos tintineantes, y su compañero los siguió de cerca, y se encontraron con un equipo de dos custodios del estado, en un lobby estanco, medio adentro y medio afuera del lugar, donde la responsabilidad pasaba de un equipo al otro, que a partir de entonces condujo a Reacher, hasta afuera a un micro gris de la cárcel, el mismo tipo de cosa en el que había viajado para ir ahí. Lo empujaron por el pasillo y lo tiraron en el asiento del fondo. Uno de los escoltas se sentó al volante para manejar, y el otro se sentó al costado detrás del primero con una escopeta en la falda.

      Volvieron a hacer el mismo trayecto que Reacher había hecho en la dirección contraria menos de doce horas antes. Recorrieron cada metro del mismo asfalto. Los dos custodios hablaron durante todo el camino. Reacher escuchó partes de la conversación. Dependía del tono del motor. Algunas palabras se perdían. Pero se enteró de muchos chismes sobre el grandote que encontraron noqueado esa mañana en el patio chico. Todavía no había nadie implicado en el incidente. Porque nadie podía entenderlo. El grandote estaba a un mes de su primera audiencia de la libertad condicional. ¿Por qué se iba a pelear? Y si él no buscó pelea, ¿quién se iba a pelear con él? ¿Quién se iba a pelear con él y ganarle y arrastrarlo hasta el patio chico como una especie de trofeo?

      Negaron con la cabeza.

      Reacher no dijo nada.

      El viaje de vuelta duró lo mismo, casi dos horas, mismo de día que de noche, porque su velocidad no estaba limitada por la visibilidad o el tráfico, sino por un motor con poca aceleración y una caja de cambios corta, buenos para frenar y arrancar en pueblos y ciudades, pero no tan buenos para la ruta. Pero eventualmente se detuvieron en el estacionamiento que Reacher reconoció, cerca de los restos destruidos del SUV azul, y le hicieron señas para que se acercara por el pasillo, y lo bajaron del micro, y lo hicieron entrar por la misma puerta por la que había salido. Adentro había un lobby, que se podía cerrar por ambos extremos, en el que le sacaron las cadenas y las esposas, y lo entregaron a un comité de bienvenida de dos personas.

      Una de las personas era el detective Bush.

      La otra persona era la defensora pública, Cathy Clark.

      Los dos custodios se dieron vuelta y se fueron a toda prisa. Ansiosos por irse. Volverían más tarde. No podían dejar un micro parado. Dieron la impresión de que tenían muchas tareas distintas ese día. Muchas cosas que hacer. Quizás era así. O quizás les gustaba un almuerzo largo y tranquilo. Quizás conocían algún buen lugar.

      Lo dejaron a Reacher solo con Bush y la abogada.

      Un segundo.

      Pensó, tiene que ser una broma.

      Le dio un golpe a Bush en el pecho, apenas una advertencia amable al plexo solar, como un llamado de atención, suficiente para provocar una clara sacudida en cualquier tipo de músculo vengativo, pero ningún verdadero dolor en ninguna otra parte. Reacher metió la mano en el bolsillo de Bush y la sacó con las llaves del auto. Se las guardó en el bolsillo y le dio al tipo un empujón en el pecho, bastante gentil, tan considerado como pudo, justo lo suficiente como para hacerlo tambalearse hacia atrás uno o dos pasos.

      A la abogada no la tocó en lo más mínimo. Sólo la apartó del camino y se fue, con la frente en alto y confiado, bajo los techos bajos, por los pasillos en zigzag y afuera por la entrada principal. Fue derecho al auto de Bush, el lugar D2. El Crown Vic. Deteriorado pero no destruido, limpio pero no reluciente. Arrancó en el primer intento. Ya estaba caliente. Los escoltas de prisioneros ya habían pasado el auto. Iban de camino al micro. No se dieron vuelta.

      Reacher salió disparado, justo cuando las primeras pocas caras de espera un segundo empezaron a aparecer en puertas y ventanas. Dobló a la derecha y a la izquierda y a la izquierda otra vez, por calles al azar, apuntando al principio por lo que hacía las veces de centro de la ciudad. A la primera patrulla le llevaba más de dos minutos enteros de ventaja. También partió de la comisaría. Una desgracia. Otras fueron peores. No fueron los mejores cinco minutos del departamento de policía del condado.

      No lo encontraron.

      * *

      Reacher llamó por teléfono, justo antes del almuerzo. Desde un teléfono público. Todavía había muchos en la ciudad. La señal de los celulares era mala. Reacher tenía monedas de veinticinco centavos, de abajo de las mesas de café. Siempre hay algunas. Suficientes para llamadas locales, al menos. Tenía el número, de una tarjeta colgada con una chinche atrás de la caja de un negocio de todo a cinco y diez centavos más barato que los todo por un dólar. La tarjeta era una de muchas, como si juntas formaran un escudo de defensa. Era del detective Ramsey Aaron, del departamento de policía del condado. Con un número de teléfono y una dirección de mail. Quizás algún tipo de compromiso de vecindario. La policía


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