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Sin segundo nombre. Lee ChildЧитать онлайн книгу.

Sin segundo nombre - Lee Child


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las solapas para exhibir sus Glock 17 en las sobaqueras. Reacher no se movió. Seis contra uno. Demasiados. Probabilidades en contra. Más la tensión nerviosa en el aire, más dedos en los gatillos, más un completamente desconocido nivel de entrenamiento, pericia y experiencia.

      Se podían cometer errores.

      Reacher no se movió.

      —Quiero al defensor público –dijo.

      Después de eso, no dijo nada más.

      Le esposaron las muñecas detrás de la espalda y lo llevaron al pasillo, y doblaron una vez para cada lado, y abrieron una puerta de acero empotrada en un marco de hormigón y la cruzaron, y entraron a la zona de detención de la comisaría, que era un pabellón en miniatura con tres celdas vacías en un corredor estrecho, al otro extremo de una mesa de entrada que en ese momento estaba desocupada. Uno de los policías enfundó el arma y dio la vuelta. Le sacaron las esposas a Reacher. Entregó su pasaporte, su tarjeta ATM, su cepillo de dientes, setenta dólares en billetes, setenta y cinco centavos en monedas de veinticinco y los cordones de los zapatos. A cambio le dieron un empujón por la espalda y el uso exclusivo de la primera de las celdas. La puerta se cerró con un sonido metálico, y la traba sonó como un martillo golpeando un clavo para durmientes. Los policías miraron hacia adentro por un segundo más, como la gente en el zoológico, y después dieron media vuelta y se alejaron caminando más allá de la mesa de entrada y fuera de la sala, uno detrás de otro. Reacher escuchó cómo se cerraba la puerta de acero detrás del último. Escuchó cómo trababa.

      Esperó. Era bueno esperando. Era un hombre paciente. No tenía adónde ir y tenía todo el tiempo del mundo para llegar ahí. Se sentó en la cama, que era una estructura de hormigón, de molde, al igual que un pequeño escritorio, con banqueta integrada. La banqueta tenía una pequeña almohadilla redonda, de la misma delgada goma espuma recubierta en vinilo que el colchón de la cama. El inodoro era de acero, con una tapa cóncava para hacer de lavabo. Sólo agua fría. Como el cuarto de motel más piojoso del mundo, pero limitado a los requisitos mínimos inevitables, y después reducido en tamaño hasta lo apenas tolerable. Los arquitectos de los viejos tiempos habían usado incluso más hormigón que en los demás lugares. Como si los prisioneros que trataran de escapar pudieran ejercer más fuerza que las bombas atómicas.

      Reacher llevó el tiempo mentalmente. Pasaron dos horas, y parte de una tercera, y entonces el más joven de los uniformados del condado se presentó para un control de rutina. Miró hacia el otro lado de las rejas y dijo:

      —¿Está OK?

      —Estoy bien –dijo Reacher–. Con un poco de hambre, quizás. Ya pasó la hora del almuerzo.

      —Hay un problema con eso.

      —¿El cocinero faltó por enfermedad?

      —No tenemos cocinero. Mandamos a buscar. Al diner de la esquina. Para el almuerzo hay autorización de gastar hasta cuatro dólares. Pero esa es la tasa del condado. Usted es un prisionero del estado. No sabemos qué es lo que ellos pagan por el almuerzo.

      —Espero que más.

      —Pero tenemos que estar seguros. Si no, lo podemos llegar a tener que pagar nosotros.

      —¿Delaney no sabe? ¿O Cook?

      —Se fueron. Se llevaron al otro sospechoso a sus oficinas en Bangor.

      —¿Cuánto gasta usted en la cena?

      —Seis y medio.

      —¿Desayuno?

      —No va a estar acá para el desayuno. Es un prisionero del estado. Como el otro. Esta noche lo van a venir a buscar.

      Una hora más tarde el joven policía volvió con un tostado de queso y una Coca en vaso de plástico. Tres dólares y monedas. Aparentemente el detective Aaron había dicho que si el estado pagaba menos que eso él se iba a encargar de la diferencia personalmente.

      —Dígale gracias –dijo Reacher–. Y dígale que tenga cuidado. Un favor por otro.

      —¿Cuidado de qué?

      —De qué camiseta se pone.

      —¿Qué quiere decir?

      —O lo va a entender o no lo va a entender.

      —¿Está diciendo que no fue usted?

      Reacher sonrió:

      —Supongo que eso ya lo escuchó otras veces.

      El joven policía asintió:

      —Todos dicen lo mismo. Ninguno de ustedes nunca hizo nada. Es lo que esperamos.

      Entonces el tipo se fue, y Reacher comió su comida, y volvió a esperar.

      Otras dos horas más tarde el joven policía apareció por tercera vez. Dijo:

      —La defensora pública está acá. Está tratando el caso por teléfono con los tipos del estado. Todavía están en Bangor. Están hablando ahora mismo. Enseguida va a estar con usted.

      —¿Cómo es? –preguntó Reacher.

      —Buena. Una vez me robaron el auto y ella me ayudó con la compañía de seguros. Fue compañera de mi hermana en la secundaria.

      —¿Qué edad tiene su hermana?

      —Tres años más que yo.

      —¿Y usted qué edad tiene?

      —Veinticuatro.

      —¿Consiguió que le pagaran el auto?

      —Una parte.

      Entonces el tipo se alejó y se sentó en la banqueta detrás de la mesa de entrada. Para aparentar un cuidado correcto de los prisioneros, supuso Reacher, mientras su abogado estaba presente. Reacher se quedó donde estaba, en la cama. Esperando.

      Treinta minutos más tarde entró la abogada. Le dijo hola al policía que estaba en el escritorio, de manera amistosa, como lo haría cualquiera al hermano menor de un viejo compañero de la secundaria. Después dijo algo más, con tono de abogado y despacio, acerca de la confidencialidad del cliente, y el tipo se levantó y salió del recinto. Cerró la puerta de acero detrás de él. El pabellón quedó en silencio. La abogada miró a través de las rejas a Reacher. Como la gente en el zoológico. Quizás en la jaula del gorila. Ella era de altura media y peso medio, y tenía puesto un traje con falda negra. Tenía el pelo corto y castaño con reflejos más claros, y ojos marrones, y cara redonda, con la boca caída. Como una sonrisa dada vuelta. Como si hubiera sufrido muchas desilusiones en su vida. Llevaba un maletín de cuero demasiado gordo como para poder cerrarlo. Por arriba sobresalía un bloc legal amarillo. Estaba lleno de notas escritas a mano.

      Dejó el maletín en el suelo y retrocedió y arrastró la banqueta de atrás de la mesa de entrada. La ubicó afuera de la jaula de Reacher y se trepó en ella, y se puso cómoda, con las rodillas bien juntas, y los tacos de los zapatos enganchados en el travesaño. Como una reunión normal con un cliente, una persona a cada lado del escritorio o la mesa, salvo porque no había ni escritorio ni mesa. Sólo una pared de gruesas barras de acero, con poca separación entre sí.

      —Mi nombre es Cathy Clark –dijo ella.

      Reacher no dijo nada.

      —Lamento haberme demorado tanto en venir –dijo ella–. Tenía una venta programada.

      —¿Se dedica también al sector inmobiliario? –dijo Reacher.

      —La mayor parte del tiempo.

      —¿Cuántas causas tuvo a su cargo?

      —Una o dos.

      —Hay una gran diferencia porcentual entre uno y dos. ¿Cuántas exactamente?

      —Una.

      —¿La ganó?

      —No.

      Reacher no dijo nada.


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