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Sin segundo nombre. Lee ChildЧитать онлайн книгу.

Sin segundo nombre - Lee Child


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está recomendando que pase cinco años adentro por un delito que no cometí?

      —Todos dicen que son inocentes. Los jurados lo saben.

      —¿Y los abogados?

      —Los clientes mienten todo el tiempo.

      Reacher no dijo nada.

      Su abogada dijo:

      —Lo quieren trasladar a Warren esta noche.

      —¿Qué hay en Warren?

      —La prisión estatal.

      —Grandioso.

      —Solicité que se lo mantuviera acá por un día o dos. Más práctico para mí.

      —¿Y?

      —Se negaron.

      Reacher no dijo nada.

      Su abogada dijo:

      —Lo van a traer de vuelta mañana a la mañana para la lectura de derechos. El juzgado está en este edificio.

      —¿Por lo que voy a ir y volver en menos de doce horas? Eso no es muy eficiente. Debería quedarme acá.

      —Ahora es parte del sistema. Así funciona. Nada va a volver a tener sentido nunca más. Acostúmbrese. Discutiremos su declaración por la mañana. Le sugiero que durante la noche piense muy seriamente en eso.

      —¿Qué hay con la fianza?

      —¿Cuánto puede pagar?

      —Setenta dólares y monedas.

      —La corte lo tomaría como un insulto –dijo ella–. Va a ser mejor no pedirla.

      Entonces se bajó de la banqueta y agarró su bolso sobrecargado y salió del recinto. Reacher escuchó cómo se abría y se cerraba la puerta de acero. El pabellón volvió a quedar en silencio.

      Diez minutos de su tiempo. ¿Qué es lo peor que podría pasar?

      Pasó otra hora, y después el joven policía volvió a entrar. Dijo que el estado había autorizado los mismos seis dólares y cincuenta centavos para la cena que el condado habría gastado. Dijo que con eso se podía comprar prácticamente cualquier cosa del menú del diner. Recitó una lista de opciones, que era larga. Reacher lo pensó un momento. Tarta de pollo y verduras, quizás. O pasta. O una ensalada de huevo. Pensó en voz alta entre esas tres opciones. El policía recomendó la tarta de pollo. Dijo que era rica. Reacher aceptó la sugerencia. Más café, agregó. Mucho, enfatizó, mucho de verdad, en un recipiente que lo mantenga a temperatura. Con su taza y plato correspondientes. Sin crema, sin azúcar. El policía anotó todo en un papelito con el resto de un lápiz.

      Después dijo:

      —¿La defensora pública estuvo OK?

      —Sí –dijo Reacher–. Parecía una mujer agradable. Inteligente, también. Supone que es todo un poco un malentendido. Supone que los tipos del estado se ponen un poco excesivamente entusiastas de vez en cuando. No como ustedes los del condado. No tienen sentido común.

      El joven policía asintió:

      —Imagino que a veces puede ser así.

      —Dijo que lo más probable es que mañana ya esté libre. Dijo que espere tranquilo y confíe en el sistema.

      —Generalmente eso es lo mejor –dijo el chico. Se guardó el papelito en el bolsillo de la camisa y después salió del recinto.

      Reacher se quedó en la cama. Esperó. Sintió que el edificio se volvía más silencioso a medida que la guardia de día se iba a la casa y la guardia de noche llegaba. Menos gente. Un condado rural en una parte del estado poco poblada. Después eventualmente el joven policía volvió con la comida. Su último deber del día, casi con certeza. Traía una bandeja con un plato de loza con una tapa metálica, y un termo de plástico alto y panzón con el café, y un platito con una taza dada vuelta encima, y un cuchillo y un tenedor envueltos en una servilleta de papel.

      El termo de plástico era el elemento clave. Hacía que el conjunto fuera demasiado alto como para pasar por el espacio horizontal en las rejas. El chico no podía apoyar el recipiente de costado en la bandeja. Empezaría a rodar y el café se derramaría sobre la tarta. No lo podía pasar derecho solo por entre las rejas porque estaban demasiado juntas para la forma panzona que tenía.

      El chico hizo una pausa, indeciso.

      Veinticuatro años. Un novato. Un tipo que conocía a Reacher por nada peor que un viejo apacible que pasaba todo el tiempo en la cama, aparentemente relajado y resignado. Ningún grito, ningún chillido. Ninguna queja. Ningún malhumor.

      Confiando en el sistema.

      Ningún peligro.

      Sostendría la bandeja en una mano con la punta de los dedos, como cualquier camarero. Sacaría las llaves del cinturón. Destrabaría la puerta y la abriría con el pie. Su cartuchera estaba vacía. Ningún arma. La práctica estándar en todas partes del mundo. Ningún guardiacárcel nunca iba armado. Llevar un arma cargada en medio de prisioneros encerrados sería simplemente buscarse problemas. Entraría a la celda. Volvería a enganchar las llaves en el cinturón y pasaría la bandeja de vuelta a las dos manos. Se daría vuelta, hacia el escritorio de hormigón.

      Y esa posición relativa ofrecería una cierta cantidad de posibilidades.

      Reacher esperó.

      Pero no.

      El chico era el tipo de novato al que le habían robado el auto, pero no era del todo bobo. Apoyó la bandeja en el piso afuera de la celda, sólo temporariamente, y sacó el recipiente del café, y la taza y el plato, y los apoyó en las baldosas del otro lado de las rejas, y después levantó la bandeja y la pasó por el espacio horizontal. Reacher la agarró. Para beber iba a tener que pasar sus muñecas entre las rejas y servirse del lado de afuera. La taza pasaba hacia adentro. Quizás no sobre el plato, pero bueno, no estaba cenando en el Ritz.

      —Ahí estamos –dijo el chico.

      No del todo bobo.

      —Gracias –dijo Reacher de todos modos–. Le agradezco.

      —Que lo disfrute –dijo el chico.

      Reacher no lo disfrutó. La tarta estaba fea y el café estaba flojo.

      Una hora después llegó otro uniformado para retirar los restos. La guardia nocturna. Reacher dijo:

      —Tengo que ver al detective Aaron.

      —No está –dijo el nuevo tipo–. Se fue a la casa.

      —Hágalo venir de vuelta. Ahora mismo. Es importante.

      El tipo no respondió.

      —Si se entera de que yo le pedí pero usted no lo llamó le va a patear el trasero –dijo Reacher–. O le va a sacar la placa. Escuché que hay problemas de presupuesto. Mi consejo sería que no le diera una excusa.

      —¿De qué se trata?

      —Un éxito para que se anote.

      —¿Va a confesar?

      —Quizás.

      —Es un prisionero del estado. Nosotros somos el condado. No nos importa lo que hizo.

      —Llámelo igual.

      El tipo no respondió. Simplemente se llevó la bandeja y cerró la puerta de acero detrás de sí.

      El tipo debe haber hecho la llamada, porque noventa minutos después apareció Aaron. Más o menos hacia el final de la tarde. Tenía puesto el mismo traje. No parecía ni entusiasmado ni molesto. Neutral. Quizás algo curioso. Miró hacia las rejas.

      —¿Qué quiere? –dijo.

      —Hablar del caso –dijo Reacher.

      —Es asunto del estado.

      —No


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