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Sin segundo nombre. Lee ChildЧитать онлайн книгу.

Sin segundo nombre - Lee Child


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      —¿Qué hay de mí como el segundo componente secreto?

      —Eso también es creíble.

      —Habría sido un milagro de coordinación, ¿no? En el lugar exacto a la hora exacta.

      —Puede haber estado esperando durante horas.

      —¿Y fue así? ¿Qué dicen los testigos?

      Aaron no respondió.

      —Chequee los tiempos en la cinta –dijo Reacher–. Ustedes y yo hablando. Imagine la secuencia. Delaney se calentó conmigo por algo que escuchó.

      Aaron asintió:

      —Su abogada ya lo mencionó. El chivo expiatorio sin hogar. No me convenció entonces, no me convence ahora.

      —¿Más allá de una duda razonable? –preguntó Reacher.

      —Soy detective. La duda razonable es para el jurado.

      —¿Contento de que un hombre inocente vaya a la cárcel?

      —La culpa y la inocencia son para el jurado.

      —Suponga que me absuelven. ¿Contento de que su caso se hunda?

      —No es mi caso. Es asunto del estado.

      —Escuche la cinta de nuevo –dijo Reacher–. Fíjese los tiempos.

      —No puedo –dijo Aaron–. No hay cinta.

      —Usted me dijo que había.

      —Somos la policía del condado. No podemos grabar una entrevista estatal. No es nuestra jurisdicción. Por lo que se interrumpió la grabación.

      —Fue antes. Cuando estábamos hablando usted y yo.

      —Esa parte se estropeó. Lo anterior se borró cuando se frenó la grabación.

      —¿Sí?

      —A veces ocurren accidentes.

      —¿Quién apretó el botón de stop?

      Aaron no respondió.

      —¿Quién fue? –dijo Reacher.

      —Delaney –dijo Aaron–. Cuando me relevó. Se disculpó. Dijo que no estaba familiarizado con nuestro equipo.

      —¿Le creyó?

      —¿Por qué no le iba a creer?

      Reacher no dijo nada.

      —A veces ocurren accidentes –volvió a decir Aaron.

      —¿Está seguro de que fue un accidente? ¿Está seguro de que no estaban queriendo vender gato por liebre? ¿Está seguro de que no estaban tapando sus huellas?

      Aaron no dijo nada.

      —¿Nunca vio nada parecido? –dijo Reacher.

      —¿Qué quiere que le diga? Es un colega policía.

      —También yo.

      —Lo fue, érase una vez. Ahora es sólo un tipo que está de paso.

      —Algún día usted también lo será. ¿Quiere que todos estos años no valgan para nada?

      Aaron no respondió.

      —Al principio de todo usted me dijo que a los jurados no siempre les gustan los testimonios de la policía –dijo Reacher–. ¿Por qué será? ¿Están siempre equivocados los jurados?

      Ninguna respuesta.

      —¿No puede recordar lo que dijimos en la cinta? –dijo Reacher.

      —Por más que pudiera, sería mi palabra contra el estado. Y eso no es exactamente la prueba del delito, ¿no?

      Reacher no dijo nada. Aaron se quedó mirando hacia las rejas un minuto más, y después se volvió a ir.

      Reacher se acostó boca arriba en la angosta cama con un codo aplastado contra la pared y la cabeza sobre la palma de la mano. Chequee los tiempos en la cinta, había dicho. Repasó lo que recordaba de su primera conversación con Aaron. En el cuarto verde tipo bunker. La declaración de testigo. El preámbulo. Nombre, fecha de nacimiento, número de Seguridad Social. Después su dirección. Sin domicilio fijo, etcétera, etcétera. Se imaginó a Delaney escuchando todo. Un parlantito en otra habitación. En otras palabras está en situación de calle, había dicho Aaron. Delaney lo había escuchado. Alto y claro. ¿Cuánto tardó en ver la oportunidad y aparecer en el cuarto?

      Demasiado tiempo, pensó Reacher.

      Habían hecho relucir toda la mierda del TEPT y el 110, y el más o menos extenso regateo de Aaron sobre si su declaración sería buena o mala, y después la declaración misma, prudente, tranquila, coherente, detallada, clara y lenta. Luego la charla privada. Después de que Bush había salido de la sala. La especulación, y el análisis semántico respaldándola. Usted dijo, Muchas gracias por estar ayudándonos con eso. Etcétera. Todo eso. En conjunto siete minutos, quizás. U ocho, o nueve.

      O diez.

      Demasiado tiempo.

      Delaney había reaccionado a alguna otra cosa.

      Algo que escuchó después.

      A las diez en punto en la cabeza de Reacher se sintieron las fuertes pisadas en el pasillo del otro lado de la puerta de acero. La puerta se abrió y entró gente. Seis personas. Uniformes diferentes. Policía del estado. Custodios. Tenían gas lacrimógeno y gas pimienta y pistolas de electroshock en los cinturones. Esposas y grilletes y cadenas delgadas de metal. Sabían lo que estaban haciendo. Hicieron que Reacher se pusiera de espaldas contra las rejas y estirara las manos detrás de él, por el espacio para la comida. Le esposaron las muñecas, ajustaron las esposas y se acuclillaron y pasaron las manos por las rejas, de la misma manera en que él se había servido el café, pero del otro lado. Le pusieron grilletes en los tobillos y los unieron entre sí y de ahí pasaron una cadena hasta las esposas. Después destrabaron la puerta y la abrieron. Salió arrastrando los pies, con pasitos tintineantes, y lo detuvieron en la mesa de entrada, y de uno de los cajones sacaron sus pertenencias. Su pasaporte, su tarjeta ATM, su cepillo de dientes, sus setenta dólares en billetes, sus setenta y cinco centavos en monedas de veinticinco y sus cordones. Pusieron todo en un sobre de papel madera y lo cerraron con el adhesivo. Después lo escoltaron fuera del pabellón, tres adelante, tres atrás. Lo condujeron por el pasillo en zigzag, bajo los techos de hormigón y hasta afuera al estacionamiento. Estacionado junto a los restos del SUV en la esquina más alejada había un micro escolar pintado de gris con rejas en las ventanas. Lo hicieron entrar a los empujones y lo plantaron en uno de los asientos del fondo. No había otros pasajeros. Uno de los tipos manejaba y los otros cinco se sentaron bien juntos adelante.

      Llegaron a Warren justo antes de medianoche. A la prisión se la podía ver a dos kilómetros de distancia, con filas brillantes de reflectores mostrándose entre la niebla. El micro esperó en la entrada, quieto con el ronquido sordo del diésel, y lo iluminaron con unos focos, y la reja se abrió, y el micro avanzó y entró. Se detuvo otra vez frente a una segunda reja, y después se apagó en un área brillantemente iluminada cerca de una puerta de hierro en la que decía ENTRADA DE DETENIDOS. A Reacher lo condujeron a través de esa puerta, y por la mano derecha de una bifurcación en Y, hacia el recinto de espera para internos todavía no sentenciados. Le sacaron las esposas y las cadenas y los grilletes. Despacharon sus posesiones en el sobre de papel madera, y le dieron un mameluco blanco y unas ojotas azules. Lo condujeron hasta una celda más o menos idéntica a la que acababa de dejar. La reja se cerró, y la llave giró. Su escolta se fue, y un minuto más tarde la luz se apagó y el pabellón se hundió en una oscuridad ruidosa e inquieta.

      Las luces se volvieron a encender a las seis de la mañana. Reacher escuchó a un guardia en el pasillo, destrabando una puerta después de otra. Eventualmente el tipo apareció en la puerta de Reacher. Era un hombre de unos treinta años, con aspecto de malo. Dijo:

      —Ve a comer tu desayuno ahora.


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