Un mar de nostalgia. Debbie MacomberЧитать онлайн книгу.
con infinito cuidado, quitó la mano de la parte delantera del vestido y permitió que sus pechos quedaran libres. Steve la miró como si acabase de dejar de respirar. Carol deslizó las manos por su pecho y se inclinó hacia él. Cuando sintió su erección contra el muslo, cerró los ojos para disimular la sensación de triunfo que corría por sus venas.
Steve se mantuvo quieto, negándose a rendirse a su suavidad. No la apartó, pero tampoco la recibió con un abrazo.
Cinco años de matrimonio le habían enseñado mucho a Carol sobre el cuerpo de su marido. Sabía lo que más lo complacía, sabía lo que lo volvería loco, sabía cómo hacer que la deseara como si no hubiera nada más en el mundo.
Poniéndose de puntillas, Carol le rodeó el cuello con los brazos y lo besó suavemente. Su beso fue tan húmedo y ligero como el rocío sobre una rosa en verano. Steve cerró los ojos y Carol pudo sentir el tormento que rondaba por su cabeza.
Levantando ligeramente un pie, ella permitió que su zapato se le saliera del pie y cayera silenciosamente al suelo. Estuvo a punto de carcajearse al ver la expresión de tortura de Steve. Él sabía lo que se avecinaba y, contra su voluntad, Carol pudo ver que lo estaba deseando. Levantó la pierna y deslizó el pie por la parte trasera de su pierna. Una y otra vez frotó el muslo y la pantorrilla contra él, subiendo poco a poco con sus caricias, acercándose a su objetivo.
Cuando Steve le apretó el muslo con la mano, Carol supo que había ganado. La mantuvo quieta durante un instante que parecía infinito, sin moverse ni respirar.
—Bésame —ordenó él.
Aunque Carol pretendía obedecer sus órdenes, aparentemente no lo hizo lo suficientemente rápido como para satisfacer a su ex marido. Steve gimió y le colocó la otra mano en la nuca, acercándola a su boca. Guiado por la necesidad, su beso fue potente y profundo, como si buscara castigarla por hacer que la deseara tanto. Carol permitió que invadiera su boca, dándole todo lo que deseaba, todo lo que pedía, hasta que finalmente se apartó para tomar aliento. Steve volvió a acercarle la boca y, gradualmente, sus besos fueron haciéndose más suaves, hasta que Carol sintió que su cuerpo ardía por dentro. Al notar aquello, Steve apartó la mano de su nuca y la colocó en su pecho, comenzando a masajearlo suavemente con movimientos circulares mientras, con el dedo, le acariciaba el pezón.
Carol arqueó la espalda para que Steve tuviera un mejor acceso y echó la cabeza hacia atrás mientras él movía los dedos. Entonces su mano abandonó su pecho y se deslizó hasta su otro muslo, levantándola completamente de la alfombra para que sus bocas estuvieran a la misma altura.
Se detuvieron y se miraron a los ojos. Los de Steve mostraban sorpresa y duda. Carol observó esa mirada y sonrió con una alegría redescubierta que brotaba de su interior. Una felicidad interna que había desaparecido cuando Steve se había marchado de su vida y que acababa de regresar. Se inclinó hacia delante y lo besó suavemente, lamiendo sus labios con la lengua de aquel modo que una vez había resultado tan familiar entre ellos.
Carol le mordió suavemente el labio inferior y chupó con fuerza, jugando con él.
El efecto en Steve fue eléctrico. Invadió con su boca la de Carol, dejando sin oxígeno sus pulmones. Entonces, con una fuerza que la sorprendió, la colocó más arriba hasta que su boca estuvo a la altura de sus pechos, donde comenzó a lamer con la lengua, jugando con sus pezones lentamente.
Carol pensaba que iba a volverse loca ante la excitación que inundaba su ser. Le rodeó la cintura con las piernas y colocó los brazos alrededor de sus hombros. Él alternaba con la boca entre un pecho y el otro, hasta que Carol estuvo segura de que, si no la tomaba, se desmayaría en sus brazos.
Colocado contra la puerta del armario, Steve metió la mano entre sus muslos y comenzó a subirla lentamente, hasta que se detuvo al encontrar una barrera de nylon. Un gemido frustrado escapó a sus labios.
Carol se sentía tan invadida por el deseo, que si Steve no la llevaba pronto al dormitorio, iba a tener que exigirle que le hiciera el amor allí mismo.
—No llevabas sujetador —dijo él con voz rasgada—. Esperaba que…
No necesitó terminar para que Carol supiera de qué estaba hablando. Cuando estaban casados, ella solía llevar ligueros en vez de pantys para que no fueran un impedimento a la hora de hacer el amor.
—Te deseo tanto…—susurró ella rodeándole la cara con las manos—. Pero si crees que es mejor que te vayas, vete. La elección es sólo tuya.
Sin dejar de mirarla, Steve atravesó el salón y el pasillo hasta el dormitorio que una vez había sido de ambos.
—Aquí no —dijo ella—. Ahora duermo allí —explicó señalando la habitación que había al otro lado del pasillo.
Steve cambió de dirección y entró en aquel dormitorio más pequeño, sin detenerse hasta no alcanzar la enorme cama de matrimonio. Por un segundo, Carol pensó que iba a tirarla sobre la cama y marcharse de la casa. En vez de eso, siguió con ella en brazos sin dejar de mirarla.
Ella le devolvió la mirada y sintió una pena enorme que amenazaba con ahogarla. Levantó una mano y se la colocó en la cara, sintiendo cómo el corazón le latía tan fuerte que estaba segura de que él podría oírlo.
Para su sorpresa, Steve la colocó suavemente sobre la cama, apoyó una rodilla sobre el colchón y se inclinó sobre ella.
—No estamos casados… No ha cambiado nada nuestra situación —anunció él, como si aquello pudiera ser una noticia sorprendente.
Carol no dijo nada. Simplemente deslizó la mano hasta su cuello y le agachó la cabeza para que la besara.
—Hazme el amor —murmuró después.
Steve gimió, se dio la vuelta y se sentó al borde de la cama, dándole una vista completa de su espalda fuerte. La sensación de decepción que se aferró al corazón de Carol fue seguida de una sonrisa al reconocer los frenéticos movimientos de Steve.
Se estaba desnudando.
Carol se despertó dos horas después al escuchar a Steve rebuscando en la cocina. Sin duda, estaría buscando algo de comer. Con una sonrisa, Carol levantó los brazos por encima de la cabeza y se estiró. Bostezó y arqueó la espalda. Se sentía maravillosa. Feliz.
El corazón le latía con una nueva alegría. Alcanzó la camisa de Steve y se la abrochó lo suficiente para parecer provocativa, pero que, a la vez, pareciese que había intentado cubrirse.
Semidesnuda, caminó hacia la cocina. Descalzo, vestido sólo con sus pantalones, Steve estaba inclinado rebuscando en su nevera.
Carol se detuvo en la puerta y dijo:
—Hacer el amor siempre te ha dado hambre.
—Aquí apenas hay nada más que boniatos —dijo él—. ¿Qué vas a hacer con todos estos restos?
—Estaban en oferta esta semana por la Navidad.
—El precio debía de estar por los suelos. He contado seis recipientes. Parece que los hayas estado comiendo a todas horas durante una semana.
—Hay un pastel que puede interesarte —dijo ella con demasiada rapidez—. Y pavo de sobra para hacerte un sándwich, si quieres.
Él se enderezó, cerró la nevera y se giró para mirarla. Pero, fuera lo que fuera lo que iba a decirle, quedó en el olvido cuando la vio. Estaba apoyada en el quicio de la puerta, sonriéndole, segura de que podría leer sus pensamientos.
—Hay de calabaza, y la cobertura está fresca.
—¿Calabaza? —repitió él.
—El pastel.
—Suena bien.
—¿Quieres que te haga un sándwich ya de paso?
—Claro.
Moviéndose con elegancia, Carol sacó los ingredientes necesarios y preparó