En manos del dinero. Peggy MorelandЧитать онлайн книгу.
hermanos. Por eso, todos habían acudido al rancho familiar y Ry no estaba dispuesto a dejar que fueran sus hermanos los que tuvieran que lidiar con las cargas y las pesadillas que su padre había dejado tras su muerte.
–¿A qué hora?
–A mediodía. Así, comeremos todos juntos.
–No contéis conmigo para comer porque no me va a dar tiempo de llegar. Estaré allí sobre la una.
–Muy bien, nos vemos luego.
Ry colgó el teléfono y dejó caer la cabeza sobre la almohada.
Desde luego, ir al rancho aquel día no figuraba en su agenda.
Claro que ya no tenía ninguna agenda.
Ya no tenía casa.
Ni mujer.
Ni consulta.
No tenía nada que hacer.
Cuando empezó a sentir que se hundía en un pozo negro, recordó las palabras de Kayla.
«Si eres infeliz o estás triste, tienes que hacer algo para remediarlo. ¡Cambia de vida! La vida es muy corta como para pasársela sintiéndose mal».
Ry frunció el ceño mientras pensaba en el consejo, pero se rió. Ella era joven y todavía y no había sufrido como él para darse cuenta de que la felicidad no era una opción.
De vez en cuando, todo se torcía.
Y, aunque quisiera ver la vida de color de rosa, como ella le había dicho, Ry tenía la sensación de que no le serviría de nada porque hacía tanto tiempo que no era feliz que ya ni siquiera recordaba lo que lo hacía feliz.
Sin embargo, ahora que no tenía casa ni mujer ni consulta disponía de todo el tiempo del mundo para averiguarlo.
Y, además, tenía suficiente dinero como para no tener que trabajar mientras tanto.
A diferencia de la camarera.
Ry recordó que Kayla le había contado que su padre había muerto cuando ella estaba en el colegio y que su madre no la podía ayudar a pagar la universidad y se preguntó qué motivos tendría para ser tan feliz.
Desde luego, trabajar y estudiar a la vez no debía de ser muy placentero, pero su felicidad parecía genuina y su sonrisa lo suficientemente radiante como para alumbrar un corazón tan destrozado como el suyo.
Ry suspiró, se levantó y fue al baño a ducharse diciéndose que aquella mujer debía de estar loca o, tal vez, fuera una ilusa.
«O quizá he conocido a Pollyanna en carne y hueso», rió.
Capítulo 2
Tras una ducha fría y unas cuantas aspirinas, Ry empezó a sentirse humano de nuevo.
No le apetecía nada ir al rancho, pero era domingo y hacía muy buen tiempo, así que ir al campo resultaba tentador.
Dejó Austin atrás, se puso las gafas de sol, puso el piloto automático del coche a la velocidad reglamentaria y se reclinó dispuesto a disfrutar del paisaje.
Las carreteras que conducían al rancho le resultaban tan familiares como los pasillos del hospital por los que se había movido durante los últimos ocho años, pero eran mucho más bonitas.
Estaban en invierno y los árboles aparecían desnudos, pero Ry sabía que en pocos meses aquel mismo paisaje estaría lleno de flores silvestres de todos los colores que cubrirían la tierra confiriéndole la apariencia una colcha multicolor.
Recordó cómo su madre solía llevarlos de paseo por el campo en primavera y cómo jugaban a ver quién reconocía más flores.
Normalmente, solía ganar Ace y los demás se enfadaban, pero era normal que ganara él; era el hermano mayor y el que más sabía porque era el que más veces había salido de paseo con su madre.
Aun así, los demás se enfadaban y, aunque al volver a casa su madre les daba galletas a todos, los demás no olvidaban que había ganado Ace.
A Ry, la rivalidad entre hermanos le parecía horrible, pero lo cierto era que en su casa había existido y todo el mundo lo sabía.
Había empezado con inocentes juegos infantiles y desgraciadamente, había ido a más.
Los chicos Tanner, como los llamaban por allí, habían tenido rivalidades durante toda la adolescencia y lo habían demostrado pegándose en el colegio, en los rodeos y muchos otros lugares, ansiosos por demostrar quién era el más inteligente, el más valiente, el más fuerte.
Quién era el más querido.
Aquello último hizo que Ry apretara el volante con fuerza, un gesto defensivo que no se dio cuenta de estar haciendo hasta que no comenzaron a dolerle los nudillos.
Entonces, se relajó y se recordó que su madre nunca había tenido favoritos. Ella quería a todos sus hijos por igual y siempre les demostraba su amor, a diferencia de su padre, que rara vez les ofrecía su afecto.
Al pensar en su padre, Ry frunció el ceño y se dijo que no se lo merecía porque había vivido su vida sin importarle la de sus hijos ni la de la mujer que los había parido.
Menos todavía le había importado su segunda mujer y el hijo que había aportado al matrimonio.
A su padre, lo único que le importaba era ligar con otras mujeres y acostarse con ellas. Al fin y al cabo, era un Tanner, digno descendiente del Tanner que había fundado Tanner’s Crossing.
Su padre creía que eso de ser un Tanner le daba derecho a la riqueza y al poder, y lo cierto era que todos en la ciudad lo odiaban o lo querían, pero todos le tenían envidia.
Claro que a su padre le daba igual lo que la gente pensara, porque hacía siempre lo que le venía en gana.
¿Qué más daba destruir unas cuantas vidas o romper unos cuantos corazones? Para él, las personas eran como moscas, criaturas molestas de las que uno se podía deshacer con facilidad.
Desde luego, desentenderse de sus hijos no le había costado mucho.
Para cuando Ry llegó al final del largo camino de grava que conducía desde la carretera a su hogar familiar, tenía los pensamientos y los recuerdos controlados.
Cuando llegó, comprobó que todos sus hermanos ya estaban allí, puesto que estaban sus coches.
Para empezar, estaba el Dodge Ram de Rory, su hermano pequeño, todo nuevo y reluciente, con tapacubos negros para impresionar a las chicas, que era lo que más le gustaba.
A continuación, el de Woodrow, completamente cubierto de barro, algo que lo sorprendió porque Ry creía que, tras haberse casado con Elizabeth, que era médico y chica de ciudad, su hermano habría cambiado sus malos hábitos; pero, por lo visto, su mujer había aceptado aquella parte de él.
También estaba la vieja camioneta de Whit, la que la utilizaba para transportar los caballos con los que trabajaba.
Supuso que era el último en llegar, así que se apresuró a bajar del coche.
–¡Hola, Ry!
Ry se giró hacia el porche y vio a Maggie y a Elizabeth con un bebé.
«Laura».
Ry todavía no podía creer que, poco antes de morir, su padre hubiera engendrado una hija y ahora tuvieran que hacerse cargo ellos porque la madre también había fallecido.
Menos mal que Ace y Maggie la habían adoptado.
Así, lo habían salvado de responsabilizarse de la niña. Ahora, sólo era su tío… o su hermano…
Ry saludó a las mujeres con la mano.
–¿Dónde están los chicos? –preguntó.
–En el salón –contestó Maggie–.