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En manos del dinero. Peggy MorelandЧитать онлайн книгу.

En manos del dinero - Peggy Moreland


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el ceño y se preguntó si debería quitarle la ropa o no. Al final, decidió que no, que con quitarle las botas sería suficiente.

      –Le voy a quitar las botas, ¿de acuerdo?

      Desde luego, si la había oído, Ry no contestó.

      Kayla tomó una de las botas entre las manos y comenzó a tirar con todas sus fuerzas. Cuando consiguió quitársela, dio con el trasero en el suelo.

      Acto seguido, hizo lo mismo con la otra.

      Durante todo el proceso, Ry ni se movió.

      Satisfecha por haber cumplido con su deber, fue hacia la puerta, pero entonces se dio cuenta de que Ry llevaba un cinturón con una gran hebilla que probablemente sería muy incómoda.

      Volvió a su lado y se la soltó. Por si acaso, para que no le faltara el aire, también le desabrochó el primer botón de los vaqueros.

      Cuando se disponía a apartarse de la cama, Ry le agarró la mano.

      Lo miró a los ojos y comprobó que los tenía cerrados, pero no se había quedado dormido.

      –No te vayas –le dijo.

      Kayla pensó que debería salir de allí corriendo, pero había algo que la retenía.

      No era su mano, porque no la estaba agarrando con fuerza y, desde luego, no habían sido sus palabras, pues no habían sido una orden sino, más bien, una súplica.

      Aquel hombre parecía desesperado.

      –¿Qué te pasa, vaquero? –le preguntó Kayla sentándose en el borde de la cama–. ¿Te encuentras solo?

      –He estado solo durante toda mi vida.

      –¿No tienes familia?

      –Cuatro hermanos –contestó Ry.

      –Entonces, es imposible que estés solo –rió Kayla acariciándole la mano–. Yo tengo dos hermanos y cuatro hermanas y te aseguro que hubo veces cuando vivíamos todos en la misma casa que habría matado a alguno para tener un poco de intimidad.

      Ry entrelazó los dedos con los de Kayla y ella sintió la poderosa fuerza que emanaba de su cuerpo.

      Lo miró para ver si él también se había dado cuenta, pero Ry seguía teniendo los ojos cerrados y la expresión no le había cambiado.

      Se preguntó quién sería aquel hombre, qué haría en la vida. Desde luego, no tenía manos de obrero. Aunque tenía manos fuertes, las tenía muy cuidadas, con la manicura hecha.

      Al darse cuenta de que tenía la marca de una alianza, suspiró irritada.

      –¿Y tu mujer no te hace compañía?

      –Estoy divorciado.

      Kayla se preguntó si estaría mintiendo. Sabía que había hombres que se quitaban las alianzas cuando salían, pero lo cierto era que su estado civil no le importaba porque no tenía ninguna intención de tener una aventura con él.

      –¿Cómo es que estás siempre contenta?

      Kayla lo miró sorprendida.

      –¿Qué se gana estando triste?

      –A veces, no hay opción.

      –La felicidad es una opción –le aseguró Kayla–. Si eres infeliz o estás triste, tienes que hacer algo para remediarlo. ¡Cambia tu vida! La vida es muy corta como para pasársela sintiéndose mal.

      –Parece fácil cuando tú lo dices.

      A Kayla le entraron ganas de reírse porque ella no había tenido una vida precisamente fácil, pero no serviría de nada cargarlo a él con sus problemas… Aquel hombre ya tenía bastante con los suyos.

      Al darse cuenta de que respiraba acompasadamente, retiró la mano con cuidado.

      –No te vayas, por favor.

      Kayla lo miró y sonrió con tristeza. Le hubiera gustado poder quedarse porque parecía que aquel hombre necesitaba un amigo de verdad.

      –No me puedo quedar –le dijo sinceramente apagando la lamparita–. Que duermas bien, vaquero –murmuró.

      Casi había llegado a la puerta cuando el vaquero la llamó.

      –Dime.

      –No sé cómo te llamas.

      Kayla sonrió pensando que no se acordaría al día siguiente.

      –Me llamo Kayla, Kayla Jennings.

      Cuando Ry se inscribió en el hotel, el recepcionista le había advertido que todavía había obras en el edificio, pero jamás había esperado que lo despertara el atronador ruido de un martillo hidráulico.

      Con la idea de matar al operario, se incorporó de la cama, pero volvió a tumbarse al sentir un terrible dolor en la cabeza.

      Entonces, se dio cuenta de que no era un martillo hidráulico lo que retumbaba en su cabeza sino una horrible resaca.

      Tomó aire varias veces y, de repente, le pareció que allí olía a mujer.

      Intentó recordar si había ligado con alguna. Aunque tenía los detalles de la noche anterior un poco borrosos, se acordaba de haber ido al River’s End a beber hasta explotar.

      Por la tremenda resaca que tenía, por lo visto lo había conseguido.

      Entonces, recordó a la camarera, que lo había acompañado al hotel y había insistido en dejarlo en su habitación.

      Pero no recordaba que se hubiera ido.

      Ry abrió los ojos y pensó que, tal vez, había sido víctima de uno de esos timos que contaban en el periódico en los que una mujer drogaba a un hombre y luego le robaba todo.

      Se tocó el bolsillo trasero y comprobó que su cartera seguía allí. También el Rolex seguía en su muñeca.

      Miró a su alrededor y vio sus botas en el suelo y su cinturón enroscado encima. No recordaba habérselos quitado, así que supuso que había sido la camarera.

      ¿Qué más le habría hecho?

      Ry se pasó los dedos por el pelo y se dijo que nada más, porque él no debía de estar para muchos trotes. Pero sí recordaba, con total claridad, haber querido más.

      Volvió a tomar aire para aspirar su aroma y seguir recordando.

      Vio su sonrisa y la expresión de maravilla que había llenado sus ojos mientras recorría la suite.

      Recordó cómo le había dicho que jamás había tenido muebles bonitos, la vio sentada en el borde de la cama y sintió el consuelo de sus dedos.

      Y le pareció estar escuchando de nuevo aquella voz dulce y amable que le había preguntado si se encontraba solo.

      En ese momento, sonó el teléfono y Ry se tapó los oídos. Antes de que volviera a sonar, lo descolgó.

      –Doctor Tanner –dijo dejándose llevar por la costumbre.

      –Buenos días, doctor Tanner. ¿Te he despertado?

      Era uno de sus hermanos, Ace, y parecía realmente divertido.

      –La verdad es que sí –contestó cerrando los ojos con fuerza y volviéndolos a abrir para despertarse del todo–. ¿Se puede saber por qué me llamas a las siete de la mañana un domingo? –añadió al ver la hora que era.

      –Hemos quedado para vernos hoy en el rancho.

      Ry se apretó el puente de la nariz.

      No quería ir al rancho.

      Había ido más veces en los meses que habían transcurrido desde la muerte de su padre que en todos los años que habían pasado desde que se había ido de casa.

      Y cada viaje se le hacía más difícil


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