La única esposa. Lucy GordonЧитать онлайн книгу.
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28001 Madrid
© 2000 Lucy Gordon
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La única esposa, n.º 1155- agosto 2020
Título original: The Sheikh’s Reward
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
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I.S.B.N.:978-84-1348-735-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Capítulo 1
ERA un príncipe de los pies a la cabeza. Alto, pelo negro, con la cabeza en un ángulo orgulloso, el príncipe Alí Ben Saleem, jeque del principado de Kamar, atrajo la mirada de todos al entrar en el casino.
No se trataba solo de sus facciones atractivas y de la combinación de poder y gracia de su cuerpo. Había algo en él que parecía proclamar que era diestro en cualquier cosa que se propusiera. Por ello los hombres lo contemplaban con envidia y las mujeres con interés.
Frances Callam observó con los demás, pero sus ojos exhibían un propósito peculiar. Alí Ben Saleem era el hombre al que había ido a estudiar.
Era una periodista independiente, muy solicitada por su habilidad para retratar a las personas. Los editores sabían que resultaba insuperable en historias en las que había involucradas grandes sumas de dinero. Y Alí era uno de los hombres más ricos del mundo.
—Mira eso —musitó asombrado Joey Baines sin apartar la vista del avance imperial de Alí en dirección a las mesas.
Joey era un detective privado a quien ella a veces contrataba como ayudante. Esa noche lo había llevado de tapadera mientras recorría el casino y analizaba a Alí.
—Estoy mirando —murmuró—. No cabe duda de que se encuentra a la altura de su leyenda, ¿verdad? Al menos en apariencia.
—¿Cuál es el resto de la leyenda?
—No tiene que justificar ante nadie de dónde viene su dinero ni adónde va.
—Pero nosotros sabemos de dónde viene —indicó Joey—. De esos pozos de petróleo que tiene en el desierto.
—Y mucho se pierde en sitios como este —Fran miró alrededor con desaprobación.
—Eh, anímate. ¿No puedes disfrutar de la vida entre los ricos al menos durante una noche? Es por una buena causa.
—Es por la causa de definir a un hombre al que no le gusta responder a preguntas sobre sí mismo, y averiguar qué tiene que ocultar —afirmó.
Joey se pasó el dedo por el interior del cuello de la camisa. Parecía incómodo con el esmoquin que tenía que llevar por norma.
—Es un arrogante —musitó Fran, viendo cómo besaba la mano a una mujer—. Los hombres como él se supone que se han extinguido.
—Solo aquellos que no logran sobrellevarlo —repuso Joey—. Los que sí, son tan malos como siempre.
—Estás celoso —comentó indignada.
—¡Todos lo estamos, Fran! Mira a tu alrededor. Todos los hombres que hay aquí desean ser él, y todas las mujeres anhelan acostarse con él.
—Todas no —aseveró con firmeza—. Yo no.
Alí había terminado su marcha real y se acomodaba a una de las mesas. Fran se acercó más, tratando de observarlo sin parecer demasiado interesada.
Realizaba apuestas elevadas y cuando perdía se encogía de hombros. Fran se atragantó con las sumas que despilfarraba como si no representaran nada. También notó que en cuanto comenzaba la mano, se olvidaba de las mujeres que tenía al lado. Un instante coqueteaba con ellas y al siguiente dejaban de existir. Su irritación se incrementó.
Empeoró cuando la partida se detuvo y él volvió a concentrarse en la seducción, esperando reanudarla en el punto en que la había dejado. Y lo lamentable es que ellas se lo permitían.
—¿Ves eso? —le musitó a Joey—. ¿Por qué alguna no le escupe a la cara?
—Intenta hacerlo tú a la cara de cien mil millones de libras —repuso Joey—. Comprueba lo fácil que es. ¿Por qué eres tan puritana, Fran?
—No puedo evitarlo. Me educaron así. No es decente