La única esposa. Lucy GordonЧитать онлайн книгу.
corporaciones petroleras del mundo para renegociarlos, consiguiendo para Kamar grandes beneficios. Las empresas habían clamado al cielo, pero terminaron por ceder. El petróleo de Kamar era de una calidad inapreciable.
—¿Sabe Howard que te encuentras aquí esta noche? —preguntó Joey, refiriéndose al hombre con el que solía salir Fran.
—Por supuesto que no. Jamás lo aprobaría. De hecho, no aprueba que realice esta historia. Le pregunté qué podía decirme sobre Alí, y me dio la versión oficial de su gran importancia y el valioso aliado que era Kamar. Cuando mencioné que había demasiados misterios, se puso pálido y repuso: «Por el amor del cielo, no lo ofendas».
—¡Qué miedoso! —provocó Joey.
—Howard no es un miedoso, pero es un banquero y sus prioridades son las de un banquero.
—¿Y piensas casarte con ese tipo?
—Nunca he dicho eso —se apresuró a contestar—. Es probable. Algún día. Quizá.
—Sin embargo, estás loca por él, ¿no?
—¿Podemos concentrarnos en lo que hemos venido a hacer? —preguntó con voz fría.
—¡Hagan sus apuestas!
Alí empujó una fuerte suma en fichas hasta el veintisiete, rojo, luego se reclinó en la silla con un supremo aire de indiferencia. Lo mantuvo mientras la ruleta giraba y la bola rebotaba de rojo a negro, de un número a otro.
—Veintidós, rojo.
El croupier retiró las fichas. Con el ceño fruncido, Fran observó al jeque Alí. Él ni siquiera le echó un vistazo a la fortuna que era retirada. Toda su atención estaba centrada en su nueva apuesta.
De pronto, alzó la vista hacia ella.
Fran se quedó boquiabierta. Dos puntos de luz la atravesaron y la inmovilizaron.
Entonces Alí sonrió; fue la sonrisa más perversamente encantadora que ella había visto jamás. La invitaba a una silenciosa conspiración y algo en ella despertó para aceptar. Descubrió que le devolvía la sonrisa; no supo cómo ni por qué. Sencillamente el gesto se apoderó de su boca, luego de sus ojos y al final de todo su cuerpo.
El sentido común le informó de que solo el azar había hecho que mirara en su dirección, pero no lo creyó. La había percibido ahí. Entre mucha gente, supo que lo miraba y había sentido el impulso de que sus ojos se encontraran.
Alí se adelantó hacia ella y extendió la mano por la estrecha mesa. Como hipnotizada, Fran apoyó su esbelta mano en la suya. Él la sostuvo un momento y ella experimentó la sensación de una fuerza acerada en esos dedos largos. En ellos había poder suficiente para quebrantar a un hombre… o a una mujer.
Entonces se llevó la mano a los labios. Fran contuvo el aliento cuando la boca le rozó la piel. Fue un contacto leve, pero bastó para que sintiera al hombre poderoso, vibrante, sensual, peligroso.
—Hagan sus apuestas, por favor.
La soltó para adelantar sus fichas al veintidós, negro, aunque no dejó la vista allí. Olvidaba a las otras mujeres en cuanto la ruleta se ponía a girar, pero en ese momento mantuvo los ojos en ella, sin prestar atención a la bola. Fran le devolvió el escrutinio, incapaz de desviar la mirada.
«Veintidós, negro».
Alí pareció salir de un sueño para darse cuenta de que el croupier deslizaba fichas hacia él. Había sido una apuesta importante y con un acierto prácticamente había recuperado todas sus pérdidas. Sonrió, mostrando unos dientes blancos, y con una ligera inclinación de cabeza indicó el sitio que tenía a su lado.
Fran rodeó la mesa en su dirección. La expresión de las otras mujeres se tornó hosca, pero él las descartó con un leve gesto.
Sintió como si se moviera en un sueño. De forma súbita la suerte había caído en su camino. Su intención había sido estudiar a Alí esa noche, y el destino le presentaba la oportunidad perfecta.
—Me ha traído suerte —comentó cuando se sentó a su lado—. Debe permanecer a mi lado para que la suerte continúe.
—¿No me diga que es supersticioso? —preguntó ella con una sonrisa—. La suerte cambiará. No tiene nada que ver conmigo.
—Pienso de otra manera —pronunció con un tono que acallaba cualquier otro argumento—. El hechizo que proyecta es solo para mí. Para ningún otro hombre. Recuerde eso.
—Hagan sus apuestas.
Con un gesto de la mano, le indicó que hiciera su apuesta por él. Fran puso las fichas en el quince, rojo, y contuvo el aliento mientras giraba la ruleta.
«Quince, rojo».
La gente que rodeaba la mesa suspiró.
Menos Alí. Tenía los ojos clavados con expresión de admiración en ella. Aceptó las fichas con un encogimiento de hombros.
—No me lo creo —musitó Fran.
—Usted hizo que pasara —aseveró Alí—, y hará que se repita.
—No, fue casualidad. Debería parar ya, cuando gana.
—Vuelva a apostar por mí —repitió—. Todo.
Aturdida, movió todas las ganancias sin saber en qué número dejarlas.
—No puedo decidirme —reveló nerviosa.
—¿Cuál es el día de su cumpleaños?
—El veintitrés.
—¿Rojo o negro? Elija.
—Negro.
—Entonces será el veintitrés, negro.
Fran miró con agonía mientras la ruleta giraba.
—No mire —sonrió Alí—. Míreme solo a mí y deje que los dioses de la mesa se ocupen de lo demás.
—¿Es que también consigue que hagan lo que usted quiere? —susurró.
—Puedo lograr que todos y todo hagan lo que yo quiero —repuso con sencillez.
La ruleta se detuvo.
«Veintitrés, negro».
Fran sintió un escalofrío. Era algo extraño. Alí vio su expresión sobresaltada y rio.
—Es brujería —comentó—. Y usted es la bruja más hermosa de todas.
—No… no me lo creo —tartamudeó—. No puedo creerme que haya ganado.
—Ha pasado porque usted es mágica. Y yo no puedo resistirme a la magia.
Bajó la cabeza y posó los labios sobre la palma de la mano de ella. Al instante Fran sintió como si se abrasara, aunque el contacto de sus labios fue suave. La sensación comenzó en su piel y no tardó en abarcar todo su ser. Experimentó una cierta alarma y habría apartado la mano, pero a tiempo recordó que ese acto grosero no encajaría con el papel que interpretaba. Sonrió con la esperanza de reflejar que recibía esas atenciones a diario.
El croupier le deslizó las ganancias.
—Yo las tomaré —anunció Alí.
Un hombre de pie detrás de él las contó y escribió el total en un trozo de papel. Fran se quedó boquiabierta al leerlo.
Mientras el hombre iba a cambiar las fichas, Alí se levantó y se la llevó lejos de la mesa.
—Ahora, cenaremos juntos —dijo.
Fran titubeó. Una antigua sabiduría femenina le señaló que no sería inteligente aceptar una invitación tan repentina de un hombre al que había conocido media hora antes. Pero iba buscando una historia, y no la conseguiría si rechazaba la primera oportunidad que le concedían.
Por el rabillo