La única esposa. Lucy GordonЧитать онлайн книгу.
se lo puede llamar hogar. Tengo muchas casas, aunque paso tan poco tiempo en cada una que… —se encogió de hombros.
—¿Ninguna es un hogar?
—Al decir esto me siento como un niño pequeño —sonrió con melancolía—, pero mi hogar se encuentra allí donde está mi madre. En su presencia hay calor y amabilidad, más un sentido de benévola calma. Le caería muy bien.
—No me cabe la menor duda. Parece una gran dama. ¿Vive en Kamar todo el tiempo?
—Casi siempre. A veces viaja, pero no le gusta volar. Y… —pareció un poco tímido—… no aprueba algunos de mis placeres, por lo tanto…
—¿Como ir al casino? —rio Fran.
—Y otras pequeñas concesiones. Pero principalmente el casino. Dice que un hombre debería tener mejores cosas que hacer con su tiempo.
—Y tiene razón —afirmó de inmediato.
—Pero, ¿cómo habría podido pasar mejor esta velada que conociéndola?
—No pensará decirme otra vez que fue el destino, ¿verdad?
—¿De pronto se ha convertido en una cínica? ¿Qué ha sido de todo ese folclore árabe que tanto le gustaba? ¿No le enseñó a creer en la magia?
—Bueno —reflexionó—, me enseñó a querer creer en la magia, y eso casi es lo mismo. A veces cuando mi vida era muy aburrida, soñaba con que una alfombra voladora entraba por mi ventana y me llevaba a tierras donde los genios salían de las lámparas y los magos urdían sus encantamientos en nubes de humo de colores.
—¿Y el príncipe encantado? —bromeó.
—Salía del humo, desde luego. Pero siempre se desvanecía en humo y el sueño terminaba.
—Pero usted jamás dejó de esperar que apareciera la alfombra voladora —comentó con suavidad—. Finge ser muy sensata y adulta, pero en el fondo de su corazón está segura de que algún día llegará.
Se ruborizó un poco. Desconcertaba que le leyera tan bien los pensamientos.
—Me parece que para usted —continuó Alí—, la alfombra llegará.
—No creo en la magia —afirmó y movió la cabeza.
—Pero, ¿a qué llama usted magia? Cuando esta noche la vi allí de pie, eso fue una magia más poderosa que la de los hechizos. Y a partir de ese momento todo me salió bien —le sonrió con ironía—. ¿Sabe cuánto me ha hecho ganar su hechicería? Cien mil libras. Mire.
Alí introdujo la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, extrajo una chequera y con calma comenzó a rellenar un cheque por toda esa cantidad.
—¿Qué hace? —jadeó ella.
—Le doy lo que por derecho le corresponde. Usted lo ganó. Haga con él lo que quiera —lo firmó con una filigrana y luego la miró con expresión burlona—. ¿A nombre de quién lo expido? Vamos, reconozca la derrota. Ahora tendrá que darme su nombre completo.
—Oh, no lo creo —musitó. Alzó la copa y dejó que sus ojos coquetearan por encima del borde—. Sería muy tonta si cediera en este momento, ¿no?
—Pero necesito un nombre para extender el cheque —Fran se encogió de hombros—. Sin nombre no puedo entregárselo.
—Entonces, quédeselo —repuso con gesto elegante—. Yo no le he pedido nada.
—No teme jugar con apuestas altas —entrecerró los ojos con admiración.
—No juego con nada —rio ella—. He vivido muy feliz sin riqueza y puedo continuar de la misma manera.
Alí miró con ironía su cuello, que lucía una fortuna en diamantes. Sin titubear ella se lo quitó y lo depositó a su lado.
—Para que no haya ningún malentendido, no busco nada de usted. Nada en absoluto.
No era del todo verdad, pero lo que buscaba de él tendría que surgir en otra ocasión y en otro lugar.
Con un encogimiento de hombros adelantó el cheque hacia ella con el espacio para el nombre en blanco. Después se incorporó y se acercó con la intención de volver a ponerle el collar. Pero Fran se lo impidió.
—Usted quédese con eso. Yo me quedaré con esto —indicó el cheque—. Después de todo, no quiero ser codiciosa, ¿verdad?
Alí volvió a sentarse en su sitio y se llevó la mano de ella a los labios, sin quitarle la vista de encima. Sus ojos siempre estaban alerta, sin importar lo que dijera.
—No muchas mujeres pueden afirmar haberme superado —confesó—. Pero veo que está acostumbrada a jugar y es muy buena. Eso me gusta. Me intriga. Sin embargo, lo que más me fascina es esa sonrisa.
—Las sonrisas pueden transmitir mucho más que palabras, ¿no le parece? —preguntó Fran con inocencia.
—No obstante, lo que se transmite sin palabras se puede negar con facilidad. ¿Es eso lo que hace usted, Diamond? ¿Se protege ante el momento en que quiera negar lo que pasa entre nosotros?
Alarmada, pensó que era como estar desnuda. Él veía demasiado. Para distraer su atención de ese punto peligroso, guardó el cheque en el bolso.
—Sería muy difícil negar aquello que ha pasado entre nosotros —observó.
—Muy cierto. No me cabía duda de que una inteligencia aguda acechaba detrás de esos ojos inocentes.
—No confía en mí, ¿verdad? —preguntó en un impulso.
—Nada. Pero estamos igualados, porque me da la extraña sensación de que usted tampoco confía en mí.
—¿Cómo iba a poder dudar alguien de la rectitud, virtud, moralidad y justicia de Su Alteza? —repuso con máxima inocencia.
—¿Qué hombre podría resistirse a usted? Sinceramente, yo no. Pero deje de llamarme «Su Alteza». Mi nombre es Alí.
—Y el mío es… Diamond.
—Empiezo a pensar que debería llamarla Scheherazade, por su ingenio, que supera con creces el de las demás mujeres.
—También soy más inteligente que unos cuantos hombres —replicó, y no pudo resistir añadir—: Espere y lo verá.
—La espera es la mitad del placer —asintió—. ¿Contestará sí o no? Y si contesta que no, ¿contendrá su voz alguna invitación secreta?
—No puedo creer que alguna vez tenga ese problema. No me diga que alguna mujer lo rechaza.
—Un hombre puede tener a todas las mujeres del mundo —se encogió de hombros—, aunque quizá a nadie a quien desee. Si esa en particular lo rechaza, ¿qué significan las demás?
Fran lo observó divertida, sin dejarse engañar. Las palabras eran humildes pero el tono arrogante. En ellas iba implícito el hecho de que ninguna mujer lo rechazaba, aunque le pareció cortés fingir lo contrario.
—Yo habría considerado que todas las otras estarían bien. No le dejarían tiempo para sufrir.
—Habla como una mujer a la que nunca le han roto el corazón. ¿Es verdad eso?
—Es verdad.
—Entonces, jamás ha amado y me resulta imposible de creer. Usted está hecha para el amor. Lo vi en sus ojos cuando nos miramos en el casino.
—Usted no pensaba entonces en el amor, sino en el dinero —repuso con ligereza.
—Pensaba en usted y en el hechizo que irradiaba. Fue ese hechizo el que me cambió la suerte.
—¡Oh, por favor! Son palabras muy bonitas, pero solo fue suerte.
—Para algunos no existe la suerte —afirmó él con seriedad—. Lo que está