Tres flores de invierno. Sarah MorganЧитать онлайн книгу.
a las ovejas. Y pueden montar a Socks.
Socks era el poni de Posy. Con dieciocho años cumplidos, disfrutaba de una semijubilación bien ganada en los campos que rodeaban la casa.
—Beth se pone nerviosa cuando montan a caballo.
Stewart movió la cabeza.
—Hay muchas cosas que ponen nerviosa a Beth. Los dos sabemos que es sobreprotectora. Los niños no se rompen tan fácilmente.
—Como si tú no fueras el padre más sobreprotector del mundo. Especialmente con ella.
Él sonrió con timidez.
—Posy era fuerte como una pelota. Rebotaba. Beth era una cosita delicada.
—Siempre ha sido una niña de papá. Y, si ahora es una madre sobreprotectora, los dos sabemos por qué.
—No he dicho que no lo entienda, pero tienes que dejar que los chicos se diviertan. Que exploren. Que cometan errores. Que vivan.
—Es más fácil decirlo que hacerlo —Suzanne sabía que ella también era sobreprotectora—. Hablaré con Beth. Intentaré persuadirla de que las chicas monten. Y, si hace mal tiempo, pueden ayudar en la cocina. Haremos repostería.
—Se me ocurre una idea —Stewart tomó su vaso de whisky vacío de la noche anterior—. En vez de planearlo todo y volverte loca de estrés, ¿por qué este año no te relajas? Deja de esforzarte tanto.
Suzanne lo miró con desmayo.
—¿Tú crees que la comida aparece por arte de magia? ¿Crees que Santa Claus reparte los regalos ya envueltos? —preguntó.
Pero el comentario era tan típico de él, que le dio risa. Para alguien de fuera, seguramente resultarían ridículamente tradicionales, pero su vida era exactamente como quería que fuera.
—Debes saber que la clave de la relajación es la planificación. Quiero que sea especial.
El hecho de que fuera el único momento del año en el que estaban las tres chicas juntas incrementaba la presión para que todo resultara perfecto. Se acercó a la ventana, apartó las cortinas y apoyó la frente en el cristal frío. Desde la ventana de su dormitorio, podía ver hasta el valle. La nieve, luminosa, reflejaba el brillo apagado de la luna y lanzaba parpadeos de luz por la superficie inmóvil del lago. El lago estaba rodeado de árboles nevados y, más allá de este, se alzaban las montañas, dominándolo todo con su belleza letal.
Aun sabiendo el peligro que acechaba en esas cumbres nevadas, se sentía atraída por ellas. Nunca podía vivir en lugares que no tuvieran montañas, pero ya no escalaba en invierno. Stewart y ella hacían algo de senderismo en invierno, y marchas más ambiciosas en primavera y verano, cuando hacía más calor y se retiraba la nieve.
—¿Fue egoísta por nuestra parte mudarnos aquí? ¿Tendríamos que haber vivido en una ciudad? —preguntó ella.
—No. Y tienes que dejar de pensar así —repuso él con cierta dureza—. Es por el sueño. Tú sabes que es la pesadilla.
Suzanne lo sabía. Adoraba vivir allí, en aquella tierra de niebla y montañas, de lagos y leyendas.
—Me preocupa Hannah —se volvió—. Cómo le pueda afectar estar aquí.
—A mí me preocupa más cómo te afecte a ti que esté aquí. O puede que me atormenten los fantasmas de las Navidades pasadas —Stewart dejó el vaso vacío en la mesa y se frotó la frente con los dedos—. Tienes que dejarla en paz. No puedes arreglarlo todo, aunque sé que nunca dejarás de intentarlo —la luz suavizaba los ángulos duros de su rostro y le hacía parecer más joven.
Su trabajo lo mantenía en forma y había días en los que casi no aparentaba cincuenta años, y mucho menos sesenta. La única pista de su edad eran los mechones plateados en su pelo, los mismos que habría mostrado el cabello de ella, de no haber optado por algo de ayuda artificial.
Se habían enamorado trabajando juntos como guías de montaña, cuando la vida les parecía una gran aventura. Entonces solo les importaba la siguiente escalada. La siguiente cima. Habían estado juntos desde entonces y, en su mayor parte, su vida seguía un ritmo cómodo. Ritmo que se alteraba en esa época del año.
Suzanne pensó que el pasado no desaparecía nunca. Se desdibujaba y a veces era poco más que una sombra, pero siempre estaba allí.
—Haré que la hospedería resulte lo más acogedora posible. ¡Hannah trabaja tanto!
—Tú también. Tu vida no son solo tus hijas, Suzanne. Diriges un negocio y este es uno de los períodos más ajetreados del año en el café.
La ansiedad de ella cambió de dirección.
—Y ahora me has recordado que todavía tengo que tejer cuarenta calcetines para recaudar fondos para el equipo de rescate de montaña. Gracias por estresarme.
Stewart sonrió y tomó su ropa de la silla donde la había dejado la noche anterior.
—Eso me gustaría verlo. A los chicos llevando esos calcetines. Les haré una foto y la colgaré en la página del equipo en Facebook.
Suzanne hizo una mueca.
—No son para que se los pongan, idiota. Son para llenarlos de regalos. Los venderemos a buen precio. Y antes de que te burles, te recordaré que, con los beneficios de los calcetines del año pasado, el equipo compró un transmisor-receptor para avalanchas y pagó parte de esa camilla tan chula que usáis ahora.
—Lo sé.
—Entonces, ¿por qué…?
—Me gusta gastarte bromas. Me gusta cómo te pones cuando te enfadas. Haces mohínes con la boca y frunces el ceño y… ¡Ay! —Stewart se agachó cuando ella le arrojó una almohada—. ¿Tú has hecho eso? ¿Cuántos años crees que tienes?
—Los bastantes para haber desarrollado una puntería perfecta.
Él arrojó de nuevo la almohada sobre la cama, volvió a dejar su ropa en el respaldo de la silla y empujó a Suzanne hacia la cama.
Ella cayó con un respingo.
—¡Stewart!
—¿Qué?
—Tenemos cosas que hacer.
—Eso es cierto —él bajó la cabeza y lo último que vio ella antes de que la besara, fueron sus ojos azules riendo cerca de los de ella.
Cuando salieron por segunda vez de la cama, los primeros dedos de luz débil asomaban entre las cortinas.
—Y ahora llego tarde —Stewart se dirigió al baño—. Es culpa tuya.
—¿Y por qué es culpa mía? —preguntó ella.
Pero él estaba ya en la ducha, tarareando desafinadamente debajo del agua.
Suzanne siguió un momento tumbada, con la mente confusa, satisfecha, olvidada ya la pesadilla.
Sabía que tenía que empezar la tarea de los calcetines.
Tejer era un modo perfecto de relajarse, aunque ella había tardado años en descubrirlo.
No había empezado a hacerlo hasta bien entrada ya la treintena.
Al principio había sido un modo de mostrar su amor por las chicas. Las vestía y las abrigaba. Cuando tomaba las agujas y el ovillo, no tejía solo un jersey, unía con la lana su familia fracturada y dañada, tomando hilos separados y convirtiéndolos en algo completo.
Stewart salió de la ducha, secándose el pelo con una toalla.
—¿Quieres que elija un árbol de Navidad de camino a casa?
—Posy dijo que lo haría ella. Podemos esperar unos días más. No quiero que se caigan las agujas antes de Navidad. ¿Cuántos árboles ponemos este año? He pensado uno en la sala de estar, uno en la entrada, uno en el cuarto de la tele y quizá