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Rivales enamorados. Valerie ParvЧитать онлайн книгу.

Rivales enamorados - Valerie Parv


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podía creer que aquel hombre quisiera aprovecharse de ella. Pero, en realidad, no lo conocía.

      Hugh Jordan había descubierto un secreto que solo Cindy sabía. ¿Cómo usaría esa información? La pregunta estuvo dando vueltas en su cabeza durante toda la ceremonia de saludos y después, cuando brindó con los invitados para agradecerles sus aportaciones económicas.

      –¿Te encuentras bien? –le preguntó Cindy en voz baja.

      –Sí. ¿Por qué?

      –Porque esa es la segunda copa de champán y no sueles beber durante las recepciones.

      Adrienne miró la copa vacía que tenía en la mano. Ni siquiera se había dado cuenta, pero Cindy tenía razón. Durante aquellas cenas, ella solía beber agua para mantener las ideas claras.

      –Gracias, Cindy. Estoy un poco distraída.

      –Me ha parecido que te quedabas sorprendida al ver a Hugh Jordan. ¿Lo conocías?

      –No.

      –Como ha hecho la contribución más elevada, se sentará a tu lado en la mesa.

      Adrienne miró al hombre que capturaba su atención incluso a muchos metros de distancia. De nuevo, el corazón empezó a golpear con fuerza su pecho. Incluso con esmoquin, parecía el protagonista de una película del oeste. Era más alto que el resto de los hombres y no podía pasar desapercibido… sobre todo, porque estaba mirándola desde el otro lado del salón con aquellos ojos suyos.

      En ese momento, él se abrió paso entre los invitados.

      –¿No podemos cambiar la distribución? –preguntó Adrienne.

      Su secretaria miró el reloj, angustiada.

      –Tenemos que sentarnos dentro de tres minutos. Tendría que pedirle al maître que retrasara un poco el servicio…

      –No te molestes, da igual –la interrumpió Adrienne. Hugh Jordan acababa de llegar a su lado y le ofreció su mejor sonrisa–. Señor Jordan, me han dicho que va a sentarse a mi lado durante la cena.

      Él le ofreció el brazo y Adrienne lo tomó, sin dejar de sonreír.

      –Llámeme Hugh, pero yo no sé cómo llamarla.

      –Mi nombre es Adrienne de Marigny, como usted sabe. Y la gente me llama Alteza –replicó ella entonces. Si apartaba su mano del brazo de aquel hombre, su jefe de protocolo sufriría un ataque, pero lo único que deseaba era salir corriendo.

      La mesa era suficientemente grande como para que un avión aterrizara en ella, pero con Hugh a su lado, Adrienne sentía que le faltaba espacio.

      –¿Qué lo ha traído a Nuee, Hugh? –preguntó la princesa cuando sirvieron el primer plato.

      –Voy a construir un rancho en su país. Será una versión de mi propio rancho en Estados Unidos.

      Como gobernador de las islas de los Ángeles y Nuee, el príncipe Michel, debía dar su consentimiento antes de que un extranjero pudiera hacer una inversión de tal calibre y quizá Adrienne tuviera tiempo para convencer a su hermano de que no lo hiciera.

      –¿Y sus planes van muy adelantados?

      –He comprado las tierras y lo único que necesite es la aprobación del príncipe Michel.

      Una aprobación que no había querido darle a su propia hermana, recordó Adrienne, furiosa.

      –Supongo que esperará que le hable bien de su proyecto a mi hermano.

      –Creo que debería preocuparse más por lo que yo pueda decirle a su hermano que por lo que tenga que decirle usted.

      –No sé a qué se refiere –replicó Adrienne, muy digna.

      Hugh miró alrededor, pero los invitados estaban muy ocupados charlando.

      –Sabe muy bien a qué me refiero… Dee.

      De modo que intentaba aprovecharse de la situación, pensó Adrienne.

      –No me llame así –dijo en voz baja.

      –Supongo que nadie sabe nada sobre sus pequeñas excursiones.

      –Las personas que están a mi servicio saben que me gusta estar en contacto con los ciudadanos de mi país.

      –¿Así es como llama a arriesgar el cuello para dar una vuelta?

      Adrienne se irguió como la princesa que era.

      –Presume usted demasiado sin saber nada, señor Jordan.

      Él apretó su mano entonces en un gesto sorprendentemente posesivo.

      –Es una mala costumbre, especialmente con una dama cuyo precioso cuello he tenido el placer de salvar.

      –Tengo la impresión de que mi agradecimiento no va a ser suficiente –dijo ella entonces, irritada.

      –Me temo que no. ¿Por qué se ha negado a verme?

      –Yo no…

      –Personalmente no, desde luego. Sus secretarios me han dado todo tipo de excusas, pero sé que sencillamente no ha querido verme.

      Aquel hombre tenía el atrevimiento de interrumpirla cuando nadie, excepto sus hermanos, se atrevía a hacerlo.

      –Tengo muchas obligaciones, señor Jordan.

      –La prosperidad de Nuee debería ser una de sus prioridades.

      –Y lo es. Es la más pequeña de las islas del reino de Carramer y la más necesitada de recursos.

      –Y uno de sus recursos es precisamente los caballos salvajes, únicos en el mundo.

      –Exactamente.

      –Entonces, ¿por qué no ha querido verme? Su hermano me ha dicho que es usted una experta en los caballos autóctonos. Con sus conocimientos y mi rancho, podríamos conquistar el mundo de la cría caballar.

      –¿Y por qué tendría yo que conquistarlo con usted?

      Hugh la miró, sorprendido.

      –De modo que es eso. Usted deseaba las tierras.

      –Son perfectas para criar caballos.

      –¿Y por qué no las compró? –preguntó Hugh, mirando alrededor. Solo la cubertería que había en aquella mesa podría dar de comer a varias familias durante un año–. No puede ser un problema de dinero.

      –No es eso. Más bien es una cuestión de cromosomas.

      Él pareció sorprendido.

      –¿Porque es una mujer? Carramer no es un reino feudal.

      –Depende.

      –¿Sus hermanos? –preguntó entonces Hugh. Adrienne asintió–. Supongo que tendrían alguna razón para negárselo. Quizá intentaban protegerla.

      –Yo puedo protegerme sola, señor Jordan.

      –¿Como lo hizo esta tarde? Podría haberse metido en un buen lío, Alteza.

      –Yo me habría encargado de ese borracho. De hecho, lo hice, si no recuerdo mal –replicó ella. Hugh debía reconocer que tenía razón.

      –Entonces, hoy no ha sido la primera vez que ha salido de palacio disfrazada.

      –Si tanto le interesa saberlo, no. No es la primera vez.

      –Alteza, debería tener cuidado.

      Adrienne lo miró, sorprendida. Parecía genuinamente preocupado por ella. Por suerte, en ese momento los criados servían el segundo plato.

      –Me alegro de haber hablado con su alteza, pero no puedo monopolizar su conversación toda la noche.

      Hugh era un hombre hecho a sí mismo, pero conocía las reglas de protocolo y sabía que ambos


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