Rivales enamorados. Valerie ParvЧитать онлайн книгу.
la Princesa.
–Puede que me retire después de cenar –replicó ella, enojada.
–Ni siquiera su alteza se atrevería a tal desaire.
Era cierto, pensó Adrienne, furiosa. Y seguía teniendo la impresión de que aquel hombre quería algo de ella.
–Muy bien. Le concedo un baile entonces.
Él asintió con la cabeza y Adrienne se volvió hacia el comensal de la derecha, suspirando. Esperaba que hablar con él fuera más fácil que hacerlo con aquel extranjero tan grosero.
Aunque intentaba prestarle atención, no podía dejar de mirar a Hugh por el rabillo del ojo. Mientras el hombre hablaba sobre plantaciones de café, Adrienne movía la comida en su plato, sin probar bocado.
–Creo recordar que es usted un gran conocedor de las plantas tropicales.
–Así es –sonrió el hombre, encantado–. Veo que está bien informada.
Más bien tenía una secretaria muy eficiente, pensó Adrienne.
Mientras el hombre hablaba, ella seguía mirando de soslayo a Hugh Jordan, que estaba hablando con la rubia de su izquierda. Era la esposa de alguien, no recordaba quién, aunque en aquel momento estaba coqueteando descaradamente con Hugh. La irritaba aquel hombre, no solo porque conocía su secreto, sino porque no la trataba con el respeto debido.
No podía culparlo por comprar unas tierras que ella deseaba, pero la ponía furiosa su actitud ridículamente machista. Ella no necesitaba protección de nadie.
Sin embargo, al mismo tiempo, la intrigaba. Posiblemente porque Hugh Jordan no se sentía intimidado a su lado. En Estados Unidos no había realeza, pero la actitud de Hugh no parecía debida a su falta de experiencia, sino más bien a su carácter.
Al final de la cena, Adrienne se levantó, señalando a los invitados que debían pasar al salón de baile. Su corazón seguía latiendo con fuerza. Si Hugh Jordan le contaba a su hermano Michel lo que sabía, podría causarle muchos problemas.
–¿Me concede el honor de este baile, Alteza? –preguntó él cuando la orquesta empezó a tocar.
–Sí –murmuró ella.
Él tomó su mano con una suavidad inesperada y la llevó al centro del salón. Cuando puso la otra mano sobre su espalda desnuda, Adrienne sintió un escalofrío.
–Parece sorprendida de que sepa bailar. ¿Pensaba que un vaquero como yo no sabría moverse?
–Parece que está acostumbrado a moverse en salones reales y, obviamente, es inteligente o no habría impresionado a mi hermano. ¿Por qué quiere aparentar que es un rudo vaquero?
–Porque lo soy. Soy un huérfano, un chico de la calle. Yo no nací entre algodones como usted.
Adrienne se puso tensa.
–¿Porque pertenezco a la familia real?
–Por pertenecer a cualquier familia. Yo no tuve una hasta los catorce años, pero usted no parece apreciar la suya.
–¿Por qué piensa eso? –preguntó ella, sorprendida y cada vez más irritada por el comportamiento de aquel hombre.
–¿Por qué, si no, sale de palacio disfrazada, arriesgándose a que le pase cualquier cosa?
–Usted no podría entenderlo –dijo Adrienne.
–Y no sé si quiero, Alteza. ¿O prefiere que la llame Dee?
–Preferiría que me soltase, señor Jordan. Ya le he concedido un baile y… ¡oh!
Hugh la sujetó por la cintura.
–¿Le pasa algo?
–No, estoy bien. Un poco mareada, nada más.
Sin soltar su brazo, Hugh la llevó a una terraza iluminada por antorchas.
–No ha comido mucho, ¿verdad?
–No tenía hambre.
–¿No se da cuenta de que es posible que siga en estado de shock después de lo que le pasó esta tarde? –preguntó él, aparentemente enfadado.
–No estoy en estado de shock. No sea ridículo.
Para sorpresa de Adrienne, Hugh le levantó los párpados como si fuera un caballo que quisiera comprar.
–No tiene mal color, pero la próxima vez, coma algo antes de ponerse a bailar.
Adrienne iba a replicarle como se merecía, pero estaba demasiado distraída por el calor de la mano de Hugh en su cara.
–Solo estoy un poco cansada.
–Es una temeraria. Yo habría dado cualquier cosa por tener un hermano mayor que cuidara de mí, pero su alteza no parece apreciarlo en absoluto.
Nadie le hablaba en aquel tono, ni siquiera sus hermanos. Adrienne se irguió, furiosa.
–Me temo, señor Jordan, que debo recordarle quién soy.
–No lo he olvidado –murmuró él, levantándole la barbilla con un dedo–. Es lo único que me impide hacer lo que he querido hacer desde que la conocí esta tarde.
–¿Y qué es?
–Besarla hasta que se quede sin aliento.
Adrienne se quedó sin aliento en ese mismo instante. Se decía a sí misma que estaba furiosa, pero había algo más.
–¿Cómo se atreve?
–No lo puedo evitar. Es química. Llevaba toda la tarde pensando cómo podría volver a verla.
–¿Y ahora que lo ha hecho?
–Ahora la veo tan por encima de mí que no puedo ni tocarla.
–¿Está seguro?
Era la invitación que estaba esperando. Sin decir nada, Hugh la abrazó y buscó su boca con labios exigentes. La sujetaba suavemente por la nuca para acercarla más a él, dejándole sentir el calor de su cuerpo mientras la saboreaba.
Si Adrienne había pensado antes que aquel hombre la turbaba, aquello no era nada comparado con el fuego que parecía recorrer sus venas en ese momento. Se sentía tan excitada que tuvo que hacer un esfuerzo para volver a colocarse la máscara de princesa intocable.
–¿Satisfecho? –preguntó cuando consiguió apartarse.
–Digamos que es un principio.
–No es el principio de nada. Esto es una locura. Si no estuviera mareada…
–Habría hecho lo mismo –la interrumpió él–. Usted deseaba besarme tanto como yo.
Adrienne se quedó boquiabierta.
–Muy bien. Esto se ha terminado.
–No lo creo, Alteza. No se ha terminado. Aún no hemos hablado de la temeridad de salir de palacio sin escolta. Y hay otra cosa de la que deseo hablar.
–¿De qué se trata? –preguntó ella, indignada.
–Se lo diré en otro momento. Creo que ahora debería descansar.
–¿Alguna cosa más?
–Sí. ¿Cuándo puedo volver a verla?
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