Reclamada por el jeque. Pippa RoscoeЧитать онлайн книгу.
–Lo estoy y estoy ansioso por que llegue la primera carrera de la temporada, pero eso no quiere decir que tú y yo vayamos a montar o entrenar para él el resto de nuestras vidas. Nunca se sabe, el año que viene podrías estar montando para alguna de las personas que están en esta habitación.
Mason miró alrededor con unos ojos distintos. Esa vez vio a personas que no solo coqueteaban o charlaban de cosas intrascendentes, eran personas que invertían en sus futuros. Entonces, se fijó en una figura que estaba un poco al margen y apoyaba un codo en la barra. Era, como mínimo, una cabeza más alto que quienes lo rodeaban.
Transmitía un poder palpable.
Eso fue lo primero que pensó cuando lo vio. Aunque su cuerpo mostraba cierta indolencia y parecía casi aburrido, estaba conteniendo algo. La tensión le vibraba por el cuerpo y le extrañaba que no la notaran los que estaban con él. Ella sí la percibía desde el extremo opuesto de la habitación.
El pelo, tupido, moreno y ondulado, le caía alrededor de un rostro tan hermoso que podría haber sido una escultura cincelada en mármol. La piel estaba bronceada, tenía el color del whisky añejo y era igual de tentadora. Se quedó un instante mirando sus pómulos prominentes y su leve barba incipiente hizo que sus manos quisieran acariciarla, que quisiera oír el sonido que haría al rasparle la palma de la mano.
Se maldijo a sí misma por pensar esas sandeces, pero no pudo dejar de mirarlo. Parecía como si estuviera escuchando a un grupo de hombres, pero había algo que le decía que no estaba prestando atención. Eran sus ojos. No miraban al hombre que hablaba sino a algo que estaba detrás de él. Entonces, giró lentamente la cabeza, no miró alrededor sin ningún objetivo, le miró directa y fijamente a ella, le clavó la mirada en los ojos y no se los soltó.
Notó inmediatamente que le ardían las mejillas. Bajó la mirada por la descarga eléctrica que sintió en la espalda y que le llegó hasta en pecho. Volvió a mirar, por el rabillo del ojo, al hombre que le había provocado esa reacción tan intensa y volvió a sentirla cuando sus miradas se encontraron.
¿Había contenido la respiración?
Fue a mirar a Harry para cortar esa conexión, pero Harry había desaparecido y se había quedado sola. Esa vez, el rubor fue de bochorno. Tenía que parecerle exactamente lo que era: una paleta, una pueblerina, como había dicho antes Francesca.
Entonces, oyó una carcajada claramente femenina que le llegó desde algún sitio cercano a ese hombre que la había estremecido como si la hubiese atravesado un rayo. Volvió a mirar y vio que Francesca se había unido al grupo y que él ya no la miraba a ella, que miraba a su hermosa y risueña amiga.
–Hola.
Una voz conocida llamó la atención de Mason. Scott estaba dirigiéndose hacia ella con unos pasos algo inestables. ¿Cómo era posible que hubiese bebido tanto en tan poco tiempo?
–Me espantan estas cosas –añadió él.
Mason resopló y agradeció la aparición del aprendiz de jockey, y que la distrajera de lo que acababa de pasar, fuera lo que fuese. No era tan ingenua como para no saber qué era, pero era la primera vez que sentía algo parecido a lo que había leído en esas novelas románticas que había dejado su madre, lo único que había dejado.
–Tampoco es lo mío.
Mason dio vueltas a la copa de champán medio vacía, hizo un gesto de desagrado al pensar en el alcohol que ya estaría caliente y la dejó al lado de la de Francesca.
–¿Quieres que nos vayamos?
–El autobús no vendrá hasta dentro de tres horas y media como mínimo, Scott.
–Aire puro. Hay una terraza que rodea el edificio por detrás.
Dominó las ganas de volver a mirarlo porque no quería volver a sentir esa descarga, tomó el brazo que le había ofrecido Scott y dejó que la sacara de la habitación.
La risa de la chica americana estaba crispándole los pocos nervios que le quedaban a Danyl. Toda la velada había sido un desastre y estaba empezando a pensar que quizá debería haber vuelto a Ter’harn, con sus padres. Hasta que se fijó en una morena menuda que estaba en un rincón. Había notado que lo miraba desde el extremo opuesto de la habitación. Fue como si hubiese sentido una llamarada en la mejilla. Llevaba tres años y medio en Nueva York para licenciarse en Administración de Empresas y Relaciones Internacionales y no había sentido nada parecido en todo ese tiempo. Sin embargo, sabía lo que quería decir y, normalmente, iba acompañado de un cartel gigante que le decía que no se metiera.
Sin embargo, y a pesar de la advertencia, no había podido romper el contacto. Era menuda, casi diminuta si se comparaba con los casi dos metros de él, pero cada centímetro de ella transmitía energía. Su piel, ligeramente bronceada a pesar del invierno en Nueva York, le había calentado por dentro y sus dedos habían anhelado introducirse entre los mechones rizados del pelo largo y del color del azúcar quemado.
Se había distraído un momento y ella había desaparecido, pero era muy posible que hubiese sido para bien. Miró el reloj. Quizá debiera volver a la embajada. Seguramente, la fiesta de fin de año sería mucho más animada que esa, que era más aburrida que una morgue. Al principio, la idea de una reunión con todas las mejores cuadras de Estados Unidos le había parecido fantástica, una oportunidad para sondear lo que había sido una idea que Antonio había mencionado por encima, pero que, una vez adoptada por Dimitri y él, estaba convirtiéndose en algo muy tentador, crear una cuadra de caballo de carreras de fama mundial. Barajaron varios nombres distintos, pero siempre volvían al mismo, El Círculo de los Ganadores.
Deberían haber estado allí acompañándolo. Los dos estudiantes que había conocido hacía unos cuatro años, cuando todos empezaban sus estudios, se habían convertido enseguida en los hermanos que no había tenido. Obligados a llevar el estilo de vida estadounidense de la universidad, se habían unido por su decisión de triunfar tanto en los estudios como en los placeres. Esa amistad que había nacido por unos intereses parecidos se había convertido en algo más… vital. El palacio era un sitio solitario para un chico, un hijo único de la familia real, y nunca había tenido unas amistades tan íntimas.
Esa noche debería haber sido increíble, iba a ser la última Nochevieja que pasaría en Nueva York antes de que volviera a Ter’harn y a sus obligaciones, había querido que fuera la última oportunidad de ser… libre. Sin embargo, Antonio había tenido que ir con sus padres y su hermana y Dimitri había tenido que quedarse en Grecia para sacar a su medio hermano de un escándalo.
Allí estaba, solo en el Langsford, donde, al parecer, no podía escapar de su estirpe real y la conversación se había centrado en él y no en los caballos y las carreras. Por un momento, le había parecido que podía haber encontrado algo distinto en una belleza de ojos y pelo oscuro, pero había desaparecido y una descarada americana estaba tirándole los tejos delante de todo el mundo.
Ella volvió a reírse y ya no pudo más.
Se olvidó de toda la cortesía diplomática que le habían inculcado y salió de ese círculo humano dejando a uno de los hombres con la palabra en la boca. Le perdonarían porque, al fin y al cabo, era de la realeza.
Se dirigió hacia la puerta, pero vio a los organizadores del festejo y supo que lo retendrían si lo veían. Se desvió hacia una puerta de cristal que llevaba a la terraza, donde, si tenía suerte, habría una puerta en el otro extremo. Salió a la terraza que rodeaba el edificio y recibió el impacto del aire gélido, pero ni eso podía compararse con lo que había sentido cuando sus ojos se encontraron con los de esa chica. Era una pena marcharse sin saber cómo podría haber acabado eso, pero era más seguro, mucho más seguro.
El viento le llevó el sonido de unas voces airadas. Frunció el ceño y vio dos figuras entre las sombras, justo antes de la curva. Eran un hombre y… esa mujer. Antes de que pudiera reaccionar, vio que la mujer se soltaba del hombre, pero que él la arrinconaba contra la pared de ladrillo que tenía detrás.
–Déjame, Scott.