Mañana no estás. Lee ChildЧитать онлайн книгу.
que tenían algo con qué presionarla —dije—. Asumamos que era totalmente convincente. Así que asumamos que Susan iba camino de entregar la información que le hubieran dicho que consiguiera. Y asumamos que esta era gente mala. Ella no confiaba en que la fueran a dejar tranquila con lo que fuera que la estaban presionando. Probablemente ella pensaba que iban a subir la apuesta y pedir más. Estaba dentro, y no veía ninguna manera de salir. Y por encima de todo, les tenía mucho miedo. Así que estaba desesperada. Así que cogió el arma. Posiblemente pensó que podía pelear para salir del lugar, pero no era optimista en cuanto a sus posibilidades. En conjunto, no pensaba que las cosas fueran a terminar bien.
—¿Entonces?
—Tenía que encargarse de esos negocios. Casi había llegado. Nunca tuvo la intención de dispararse.
—¿Pero qué hay de la lista? ¿Los comportamientos?
—La misma diferencia —dije—. Iba camino a algún lugar en el que esperaba que algún otro acabara con su vida, quizás de alguna otra manera, literal o figuradamente.
CATORCE
Jacob Mark dijo: “Eso no explica el abrigo”. Pero yo pensaba que estaba equivocado. Yo pensaba que explicaba el abrigo bastante bien. Y explicaba el hecho de que hubiera aparcado en el centro y hubiera viajado hacia el norte de la ciudad en metro. Me figuré que estaba buscando llegar a la persona con la que se tuviera que encontrar desde un ángulo inesperado, saliendo de un agujero en el suelo, armada, vestida toda de negro, lista para algún enfrentamiento en la oscuridad. Quizás la parka de invierno era el único abrigo negro que tenía.
Y explicaba también todo lo demás. El terror, la sensación de fatalidad. Quizás el balbuceo había sido su manera de ensayar súplicas, o justificaciones, o argumentos, o quizás incluso amenazas. Quizás repetirlas una y otra vez las volvía para ella más convincentes. Más plausibles. Más tranquilizadoras.
Jake dijo:
—No puede haber estado de camino a entregar algo, porque no llevaba nada encima.
—Puede haber tenido algo —dije—. En la cabeza. Me dijiste que tenía muy buena memoria. Unidades, fechas, recorridos, lo que necesitaran.
Hizo una pausa, e intentó encontrar una razón para estar en desacuerdo.
No lo logró.
—Información clasificada —dijo—. Secretos del Ejército. Dios, no me lo puedo creer.
—Estaba bajo presión, Jake.
—¿Pero qué clase de secretos tiene una oficina de personal, que valgan como para que te maten?
No respondí. Porque no tenía ni idea. En mi época el Comando de Recursos Humanos se llamaba PERSCOM. Comando de Personal, no Comando de Recursos Humanos. Había estado en servicio durante trece años sin haberle dedicado ni un pensamiento. En ningún momento. Papeleo y documentación. Toda la información interesante había estado en otro lado.
Jake se movió en su asiento. Se pasó los dedos por el pelo sin lavar y sujetó las manos sobre las orejas y movió la cabeza hasta completar todo un óvalo, como si estuviera aliviando un poco la rigidez del cuello, o interpretando algún tipo de agitación interna que le estaba haciendo girar en círculos, de vuelta a la cuestión más básica.
—¿Entonces por qué? —dijo—. ¿Por qué de golpe se disparó antes de llegar adonde estaba yendo?
Hice una pausa. Los típicos ruidos de cafetería nos envolvían. El chirrido de las zapatillas sobre el linóleo, el tintineo y los rasguños de la vajilla, el sonido de las noticias de la televisión de equipos colgados en lo alto de las paredes, el tilín de la campanita de los pedidos.
—Estaba infringiendo la ley —dije—. Estaba violando todo tipo de acuerdos y obligaciones profesionales. Y debe de haber sospechado algún tipo de vigilancia. Quizás incluso le habían avisado. Así que estaba tensa, desde el mismo momento en que se subió al coche. Durante todo el viaje había estado mirando si aparecían luces rojas en el espejo. Cada policía en cada peaje era una amenaza potencial. Cada sujeto vestido de traje que veía podría haber sido un agente federal. Y en el metro, cualquiera de nosotros podría haber estado preparándose para detenerla.
Jake no respondió.
—Y después yo me aproximé a ella —dije.
—¿Y?
—Se trastornó. Pensó que yo estaba por arrestarla. Ahí mismo, el juego había terminado. Estaba al final del camino. Hiciera lo que hiciera, saldría mal parada. No podía avanzar, no podía retroceder. Estaba atrapada. Fuera lo que fuera aquello con lo que la estaban amenazando, iba a suceder, y ella iba a ir a la cárcel.
—¿Por qué pensaría que la ibas a arrestar?
—Debe de haber pensado que yo era policía.
—¿Por qué iba a pensar que eras policía?
Soy policía, había dicho yo. La puedo ayudar. Podemos hablar.
—Estaba paranoica —dije—. Entendiblemente.
—No pareces un policía. Pareces un mendigo. Es más probable que hubiera pensado que estabas tratando de que te diera unas monedas.
—Quizás pensó que yo era de la secreta.
—Era una empleada de documentación, de acuerdo con lo que tú dices. No podría haber sabido qué aspecto tienen los policías de la secreta.
—Jake, lo siento, pero yo le dije que era policía.
—¿Por qué?
—Pensé que era una terrorista suicida con una bomba. Simplemente estaba intentando que no apretara el botón en los siguientes tres segundos. Hubiera dicho lo que fuera.
—¿Qué fue lo que dijiste exactamente? —preguntó. Así que se lo conté, y él dijo—: Dios, eso incluso suena a alguna estupidez de asuntos internos.
Yo creo que usted la llevó al límite.
—Lo siento —volví a decir.
En los minutos que vinieron después recibí por todos lados. Jacob Mark me miraba enfurecido porque yo había matado a su hermana. La camarera estaba enfadada porque podría haber vendido más o menos ocho desayunos en el tiempo que nos habíamos pasado dando vueltas alrededor de dos tazas de café. Saqué un billete de veinte dólares y lo aseguré con el platillo de mi taza. Me vio hacerlo. Las propinas de ocho desayunos, ahí mismo. Eso solucionó el problema de la camarera. El problema de Jacob Mark era más difícil. Estaba irritado y quieto y callado. Le vi mirar para otro lado, dos veces. Preparándose para irse. Finalmente dijo:
—Me tengo que ir. Tengo cosas que hacer. Tengo que encontrar una manera de contárselo a su familia.
—¿Familia? —dije.
—Molina, el exmarido. Y tienen un hijo, Peter. Mi sobrino.
—¿Susan tenía un hijo?
—¿Y eso a ti qué te importa?
El coeficiente intelectual de un perro labrador.
—Jake —dije—, hemos estado aquí sentados hablando de con qué pudieron presionarla, ¿y no se te ocurrió mencionar que Susan tenía un hijo?
Por un segundo no tuvo ninguna expresión. Dijo:
—No es un niño. Tiene veintidós años. Está cursando el último año en la USC. Juega al fútbol americano. Es más voluminoso que tú. Y no tiene una relación cercana con su madre. Vivió con su padre desde el divorcio.
—Llámalo —dije.
—Son las cuatro de la mañana en California.
—Llámalo ya.
—Voy a despertarlo.
—Espero que así sea.