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Mañana no estás. Lee ChildЧитать онлайн книгу.

Mañana no estás - Lee Child


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lo único que tenemos son hechos.

      —¿Qué hechos?

      —El Pentágono no confiaba del todo en tu hermana.

      —Es fuerte decir eso.

      —La estaban vigilando, Jake. Tiene que haber sido así. Apenas se mencionó su nombre en las comunicaciones, esos federales ensillaron sus caballos. Tres. Eso era un procedimiento.

      —No se quedaron mucho.

      Asentí:

      —Lo cual significa que no desconfiaban tanto. Estaban siendo precavidos, eso es todo. Quizás tenían alguna cosilla en la mente, pero no se la creían demasiado. Vinieron hasta aquí para descartarla.

      —¿Qué tipo de cosa?

      —Información —dije—. Eso es todo lo que tiene el Comando de Recursos Humanos.

      —¿Creyeron que estaba pasando información?

      —Querían descartar la posibilidad.

      —Lo cual significa que en algún momento esa posibilidad existió.

      Asentí de nuevo:

      —Quizás la vieron en la oficina equivocada, abriendo el cajón de expedientes equivocado. Quizás supusieron que había una explicación inocente, pero querían estar seguros. O quizás se perdió algo y no sabían a quién vigilar, así que los estaban vigilando a todos.

      —¿Qué tipo de información?

      —No tengo ni idea.

      —¿La copia de un expediente o algo así?

      —Más pequeño —dije—. Un papel doblado, una memoria de ordenador. Algo que pudiera pasar de una mano a otra en un vagón de metro.

      —Ella era una patriota. Amaba su país. No haría eso.

      —Y no lo hizo. No le dio nada a nadie.

      —Entonces no tenemos nada.

      —Tenemos a tu hermana a cientos de kilómetros de su casa con un arma cargada.

      —Y asustada —dijo Jake.

      —Usando un abrigo de invierno con treinta grados de calor.

      —Con dos nombres dando vueltas —dijo—. John Sansom y Lila Hoth, sean quienes sean. Y Hoth suena extranjero.

      —Igual que Markakis, érase una vez.

      Se volvió a quedar callado y yo bebí un trago de café. En la Octava el tráfico se estaba volviendo más lento. Estaba llegando la hora pico de la mañana. Había salido el sol, un poco al sur del este. Sus rayos no estaban alineados con la cuadrícula de las calles. Llegaban con un ángulo bajo y proyectaban sombras diagonales y largas.

      Jake dijo:

      —Dime alguna pista para poder empezar.

      —No sabemos lo suficiente —dije yo.

      —Conjetura.

      —No puedo. Podría inventar una historia, pero estaría llena de huecos. Y para empezar podría ser una historia del todo equivocada.

      —Inténtalo. Dame algo. A modo lluvia de ideas.

      Me encogí de hombros:

      —¿Has conocido alguna vez a ex Fuerzas Especiales?

      —Dos o tres. Quizás cuatro o cinco, contando los policías estatales que conocí.

      —Probablemente no conociste a ninguno. La mayoría de las carreras en Fuerzas Especiales no existieron nunca. Es como la gente que dice que estuvo en Woodstock. Si les crees a todos, la multitud debe haber alcanzado los diez millones de personas. O como los neoyorquinos que vieron los aviones cuando impactaban en las torres. Todos los vieron, si les haces caso. En ese momento nadie estaba mirando para otro lado. Los que dicen que fueron Fuerzas Especiales por lo general están mintiendo. La mayoría no pasaron de la infantería. Algunos ni siquiera estuvieron nunca en el Ejército. La gente adorna las cosas.

      —Como mi hermana.

      —Es la naturaleza humana.

      —¿Cuál es tu punto?

      —Estoy elaborando con lo que tenemos. Tenemos dos nombres aleatorios, una época de elecciones que empieza y a tu hermana en el Comando de Recursos Humanos.

      —¿Crees que John Sansom miente acerca de su pasado?

      —Probablemente no —dije—. Pero es un área común de exageraciones. Y la política es un negocio sucio. Puedes apostar a que ahora mismo alguien está investigando al individuo que le hizo el servicio de tintorería hace veinte años, queriendo saber si tenía la green card. Así que viene dado asumir que la gente está verificando punto por punto su verdadera biografía. Es un deporte nacional.

      —Así que Lila Hoth quizás sea una periodista. O una investigadora. Noticias por cable, o algo. O de la radio.

      —Quizás es la rival de Sansom.

      —No con ese nombre. No en Carolina del Norte.

      —Vale, digamos que es una periodista o una investigadora. Quizás puso contra la pared a un empleado del Comando de Recursos Humanos por el historial de servicio de Sansom. Quizás eligió a tu hermana.

      —¿Con qué la podía presionar?

      —Ese es el primer gran hueco de la historia —dije. Lo cual era cierto. Susan Mark estaba desesperada y aterrorizada. Era difícil imaginar a una periodista encontrando algo que le permitiera ejercer una presión de ese tipo. Los periodistas pueden ser manipuladores y persuasivos, pero nadie les tiene particularmente miedo.

      —¿Susan se interesaba por la política? —pregunté.

      —¿Por qué?

      —Quizás no le gustaba Sansom. No le gustaba lo que representaba. Quizás estaba cooperando. O actuando como voluntaria.

      —¿Entonces por qué iba a estar tan asustada?

      —Porque estaba infringiendo la ley —dije—. Debe de haber tenido el corazón saliéndosele por la boca.

      —¿Y por qué tenía el revólver?

      —¿Normalmente no lo llevaba?

      —Nunca. Era una reliquia familiar. Lo guardaba en el cajón de los calcetines, como se suele hacer.

      Me encogí de hombros. El arma era el segundo gran hueco en la historia. La gente saca las armas de los cajones de calcetines por distintos motivos. Protección, agresión. Pero nunca por si en una de esas llegan a sentir de repente el impulso de matarse lejos de casa.

      —Susan no se interesaba por la política —dijo Jake.

      —Vale.

      —Por lo cual no puede haber una conexión con Sansom.

      —¿Entonces por qué surgió el nombre de él?

      —No sé.

      —Susan debe de haber venido conduciendo —dije—. No se puede subir un arma a un avión. Probablemente la grúa se esté llevando su coche en este momento. Debe de haber venido por el Túnel Holland y debe de haber aparcado por Downtown.

      Jake no respondió. Mi café estaba frío. La camarera ya no iba a volver a llenar la taza. Éramos una mesa no rentable. El resto de la clientela ya había cambiado dos veces. Trabajadores, moviéndose deprisa, metiéndose comida, preparándose para un día ajetreado. Me imaginé a Susan Mark doce horas más temprano, preparándose para una noche ajetreada. Vistiéndose. Cogiendo el revólver del padre, cargándolo, metiéndolo en la mochila negra. Subiéndose al coche, tomando la 236 hasta la Circunvalación, yendo en el sentido de las agujas del reloj, quizás echando gasolina, alcanzando los 150, dirigiéndose hacia el norte, los ojos grandes y desesperados, perforando al frente la oscuridad.

      Conjetura,


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