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Mañana no estás. Lee ChildЧитать онлайн книгу.

Mañana no estás - Lee Child


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el tipo de cosas que imagino que la mayoría de la gente puede sacar de una caja de zapatos en el fondo del armario. Padres, infancia, colegio, sus años de servicio, su prometida, sus hijos, retratos de negocios. Cosas normales, probablemente intercambiables con las fotos en todas las biografías de los otros candidatos.

      Pero la foto que era diferente era extraña.

      DIECISIETE

      La foto que era diferente era una imagen periodística que yo ya había visto antes. Era de un político americano llamado Donald Rumsfeld, en Bagdad, dándose la mano con Saddam Hussein, el dictador iraquí, allá en 1983. Donald Rumsfeld había sido dos veces secretario de Defensa, pero en el momento de la foto había sido un enviado presidencial especial de Ronald Reagan. Había ido a lamer el culo a Saddam y darle palmaditas en la espalda y también un par de espuelas de oro puro como regalo y símbolo de la eterna gratitud de Estados Unidos. Ocho años después estábamos dando por culo a Saddam, no lamiéndoselo. Quince después de eso, lo matamos. Sansom había puesto como pie de foto A veces nuestros amigos se convierten en nuestros enemigos, y a veces nuestros enemigos se convierten en nuestros amigos. Un comentario político, supuse. O un sermón comercial, aunque no pude encontrar ninguna mención de ese episodio en el texto mismo.

      Volví a su carrera de servicio, y me preparé para leer atentamente acerca de ella. Esa era mi área de especialización, después de todo. Sansom se incorporó al Ejército en 1975 y lo dejó en 1992. Una ventana de diecisiete años, cuatro años más larga que la mía, por haber empezado nueve años antes y haber renunciado cinco años antes. Una buena época, en esencia, comparada con la mayoría. El paroxismo de Vietnam había terminado, y el nuevo Ejército profesional compuesto únicamente de voluntarios estaba bien asentado y todavía bien financiado. Parecía que Sansom lo había disfrutado. Su narrativa era coherente. Describía con precisión el entrenamiento básico, describía bien la Escuela de Candidatos a Oficiales, era entretenido hablando de su primer servicio de infantería. Era franco sobre lo de ser ambicioso. Obtuvo todas las calificaciones que estaban a su alcance y se fue a los Rangers y después a la entonces naciente Fuerza Delta. Como de costumbre, dramatizó el proceso de ingreso a la Fuerza Delta, las semanas infernales, el arrepentimiento, la resistencia, el agotamiento. Como de costumbre, no criticó los defectos de la misma. La Fuerza Delta está llena de sujetos que pueden permanecer despiertos por una semana y caminar ciento cincuenta kilómetros y hacerle volar de un disparo las pelotas a una mosca tse-tsé, pero está relativamente vacía de sujetos que puedan hacer todo eso y después decirte cuál es la diferencia entre un chiita y el itinerario al baño.

      Pero en total sentí que Sansom era bastante honesto. La verdad es que la mayor parte de las misiones Delta se abortan incluso antes de que empiecen, y la mayor parte de las que empiezan fracasan. Algunos sujetos nunca llegan a entrar en acción. Sansom no lo adornaba. Era sincero acerca del entusiasmo inestable, y franco acerca de los fracasos. Sobre todo no mencionó a ningún pastor de cabras, ni siquiera una vez. La mayoría de los partes operativos echan la culpa del fracaso de las misiones a arrieros itinerantes de cabras. Los tipos se infiltran en lo que ellos describen como regiones inhóspitas y prácticamente deshabitadas, e inmediatamente son descubiertos por campesinos locales con grandes rebaños de cabras. Estadísticamente improbable. Nutricionalmente improbable, dado el terreno árido. Algo tienen que comer las cabras. Quizás fue cierto en algún momento, pero desde entonces se ha vuelto un código. Mucho más paliativo decir Estábamos escondidos y nos delató un rebaño de cabras que decir La cagamos. Pero Sansom nunca mencionaba ni a los animales rumiantes ni a su personal asistente agrícola, lo cual era un gran punto a su favor.

      De hecho, no mencionaba mucho de nada. Ciertamente no había mucho en la columna de éxitos. Ahí estaba lo que debía haber sido más o menos algo de rutina en África Occidental, más Panamá, más alguna búsqueda de SCUD en Irak durante la primera Guerra del Golfo en 1991. Aparte de eso, nada. Solo mucho entrenamiento y despliegue, al que siempre le seguía un repliegue y después más entrenamiento. Las suyas eran quizás las primeras memorias de las Fuerzas Especiales que yo había visto que no exageraran. Más que eso, incluso. No solo no estaban exageradas. Se les restaba importancia. Estaban minimizadas, desenfatizadas. Desprovistas de adornos, en vez de adornadas.

      Lo cual era interesante.

      DIECIOCHO

      Tomé muchas precauciones volviendo a la cafetería de la Octava. Nuestro jefe trajo todo un equipo. Y para entonces ya todos ellos conocían más o menos mi aspecto. El chico de Radio Shack me había contado cómo las fotos y los vídeos se podían pasar por teléfono de una persona a otra. Por mi parte yo no tenía ni idea de qué aspecto tenían los oponentes, pero si su jefe se había visto forzado a contratar a individuos con trajes buenos como camuflaje local, entonces su propio equipo probablemente llevara algún otro tipo de estilo. Si no, no tenía sentido. Veía muchas personas con otros estilos. Quizás unos cientos de miles. Siempre las ves, en Nueva York. Pero ninguna mostraba ningún interés en mí. Ninguna se quedaba conmigo. No es que yo lo pusiera fácil. Cogí la línea 4 hasta Grand Central, caminé dos veces en medio de toda la gente, cogí el metro que va directo a Times Square, caminé dando una vuelta larga e ilógica de ahí hasta la Novena Avenida, y llegué al restaurante desde el oeste, poco más allá de la comisaría del distrito 14.

      Jacob Mark ya estaba en el interior.

      Estaba en una mesa de butacas, en la parte de atrás, limpio, peinado, con pantalones oscuros y una camisa blanca y un cortavientos azul marino. Podría haber tenido policía franco de servicio tatuado en la frente. No se le veía contento pero tampoco asustado. Me metí en la butaca enfrente de él y me senté de lado, para poder ver la calle por la ventana.

      —¿Hablaste con Peter? —le pregunté.

      Negó con la cabeza.

      —¿Pero?

      —Creo que está bien.

      —¿Crees o sabes?

      No respondió, porque se acercó la camarera. La misma mujer de por la mañana. Yo tenía demasiada hambre como para mostrarme sensible acerca de si Jake comería o no. Pedí un plato grande, ensalada de atún con huevos y otras cosas. Más café. Jake me siguió y pidió un sándwich de queso, y agua.

      Dije:

      —Cuéntame qué sucedió.

      —Los policías del campus me echaron una mano —dijo—. Lo hicieron con ganas. Peter es una estrella del fútbol americano. No estaba en su casa. Así que hicieron hablar a sus colegas y se enteraron de la historia. Resulta que Peter está por ahí con una mujer.

      —¿Dónde?

      —No sabemos.

      —¿Qué mujer?

      —Una chica de un bar. Peter y los chicos salieron hace cuatro noches. La chica estaba ahí. Peter se fue con ella.

      No dije nada.

      —¿Qué? —dijo Jacob.

      —¿Quién eligió a quién? —pregunté.

      Él asintió con la cabeza:

      —Eso es lo que me hace sentir bien. Él hizo todo el trabajo. Sus amigos dijeron que fue un proyecto de cuatro horas. Tuvo que dejar todo. Como un partido por el campeonato, dijeron los chicos. Así que no era una Mata Hari ni nada.

      —¿Descripción?

      —Un pibón. Y son deportistas universitarios los que lo dicen, así que hablan en serio. Un poco más mayor, pero no mucho. Quizás veinticinco o veintiséis. Estás en el último año de la universidad, ese es un desafío irresistible, justo ahí.

      —¿Nombre?

      Jake negó con la cabeza:

      —Los otros mantuvieron las distancias. Es una cuestión de etiqueta.

      —¿En el sitio al que suelen ir?

      —En su circuito.

      —¿Puta?


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