Mañana no estás. Lee ChildЧитать онлайн книгу.
hace mucho tiempo, con alguna otra persona, cuando todavía estaba en el Ejército.
—En esa época no estaba casado.
—Pero había reglas. Quizás se estaba tirando a una subordinada. Eso alcanza repercusión ahora, en la política.
—¿Eso pasaba?
—Todo el tiempo —dije.
—¿A ti?
—Tanto como se podía. En ambas direcciones. A veces el subordinado era yo.
—¿Te metiste en problemas?
—No entonces. Pero ahora habría preguntas, si estuviese presentándome a algún cargo.
—¿Entonces crees que se dicen cosas de Sansom, y que le pidieron a Susan que las confirmara?
—Ella no podía confirmar el comportamiento. Ese tipo de cosas están en un conjunto de expedientes distinto. Pero quizás podía confirmar que la persona A y la persona B estuvieron de servicio en el mismo lugar en el mismo momento. Eso es exactamente para lo que es bueno el Comando de Recursos Humanos.
—Por lo que quizás Lila Hoth estuvo en el Ejército con él. Quizás alguien está tratando de relacionar los dos nombres, para un gran escándalo.
—No lo sé —dije—. Suena todo muy bien. Pero tengo a un tipo duro local tan asustado como para no hablar con la policía, y tengo todo tipo de amenazas graves, y tengo un relato acerca de cierto equipo bárbaro esperando a ser soltado. La política es un negocio sucio, ¿pero es para tanto?
Jake no respondió.
—Y no sabemos dónde está Peter —dije yo.
—No te preocupes por Peter. Es un adulto. Hace placajes defensivos. Va directo a la NFL. Es ciento cuarenta kilos de músculo. Se puede cuidar solo. Recuerda el nombre. Peter Molina. Un día vas a leer sobre él en los periódicos.
—Pero no pronto, espero.
—Cálmate.
—Bueno, ¿qué quieres hacer ahora? —dije.
Jake se encogió de hombros y caminó dando pisotones, a un lado y otro de la acera, un hombre inarticulado más limitado aún por la complejidad de sus emociones. Se detuvo, y se apoyó en una pared, justo del otro lado de la calle enfrente de la puerta de la comisaría del distrito 14. Miró todos los coches aparcados, de izquierda a derecha, los Impala y los Crown Vic, identificados y sin identificar, y los extraños cochecitos de regulación del tráfico.
—Está muerta —dijo—. Nada la va a resucitar.
Yo no hablé.
—Así que voy a llamar al gerente de servicios funerarios —dijo.
—¿Y después?
—Nada. Se suicidó. Saber por qué no va a ayudar. La mayoría de las veces nunca se sabe el verdadero motivo, además. Incluso cuando crees que sí.
—Yo quiero saber el motivo —dije.
—¿Por qué? Era mi hermana, no la tuya.
—Tú no estuviste ahí en persona.
No dijo nada. Solo se quedó mirando a los coches aparcados enfrente. Vi el vehículo que había usado Theresa Lee. Era el cuarto desde la izquierda. Uno de los Crown Vic no identificados más adelante en la fila era más nuevo que los otros. Más brillante. Parpadeaba al sol. Era negro, con dos antenas cortas y delgadas en la tapa del baúl, como agujas. Federal, pensé. Alguna agencia con mucho presupuesto y lo mejor a su disposición en lo concerniente a opciones de transporte. Y dispositivos de comunicaciones.
Jake dijo:
—Voy a decírselo a su familia, y vamos a enterrarla, y vamos a seguir adelante. La vida es una mierda y después te mueres. Quizás haya un motivo para que no nos importe cómo o dónde o por qué. Mejor no saberlo. No puede salir nada bueno de ahí. Solo más dolor. Solo algo malo a punto de estallar.
—Como veas —dije.
Asintió y no dijo nada más. Solo me dio la mano y se fue. Le vi entrar a un garaje en un bloque al oeste de la Novena, y cuatro minutos más tarde vi salir un pequeño todoterreno Toyota verde. Fue hacia el oeste con el tráfico. Imaginé que iba en dirección al Túnel Lincoln, y a casa. Me pregunté cuándo lo volvería a ver. Entre tres días y una semana, pensé.
Estaba equivocado.
DIECINUEVE
Todavía estaba justo del otro lado de la calle enfrente de la puerta de la comisaría del distrito 14 cuando Theresa Lee salió con dos tipos de traje azul y camisas blancas con botones en el cuello. Ella parecía cansada. Había recibido la llamada a las dos de la mañana, de lo cual se deducía que su guardia era nocturna, por lo que se debía de haber ido alrededor de las siete y estado en casa acostada sobre las ocho. Ya llevaba seis horas extra. Bueno para su cuenta bancaria, no tan bueno para cualquier otra cosa. Se paró al sol y pestañeó y se estiró y entonces me vio en la otra acera e hizo un doble movimiento clásico. Le dio un golpe en el codo al tipo que tenía al lado y dijo algo y me señaló. Estaba demasiado lejos como para oír sus palabras, pero su lenguaje corporal gritó Ey, es ese que está ahí, con un gran signo de exclamación en la vehemencia de su gesto físico.
Los tipos de traje automáticamente miraron a la izquierda para ver si venía algún coche, lo cual me hizo saber que tenían su base en la ciudad. Las calles impares van de este a oeste, los números pares suben de oeste a este. Lo sabían, lo tenían grabado. Por lo tanto eran de la ciudad. Pero estaban más acostumbrados a conducir que a andar, porque no miraron si venían en sentido contrario mensajeros en bicicleta. Simplemente se lanzaron a cruzar la calle, esquivando coches, mezclándose, separándose y viniendo hacia mí por la izquierda y por la derecha simultáneamente, lo cual me hizo saber que tenían entrenamiento de campo hasta cierto grado, y que tenían prisa. Supuse que el Crown Vic con las antenas tipo aguja era de ellos. Me quedé a la sombra y los esperé. Tenían zapatos negros y corbatas azules y sus camisetas se transparentaban a la altura del cuello, blanco debajo de blanco. El lado izquierdo de sus americanas estaba más abultado que el derecho. Agentes diestros con fundas sobaqueras. Tenían alrededor de cuarenta años, poco más poco menos. En su mejor momento. Ni principiantes, ni cerca del retiro.
Vieron que no me iba a ningún lado, así que redujeron un poco la marcha y se me acercaron a paso rápido. FBI, pensé, más parecidos a policías que a paramilitares. No me mostraron identificación. Simplemente asumieron que yo sabía lo que eran.
—Necesitamos hablar con usted —dijo el de la izquierda.
—Ya lo sé —dije.
—¿Cómo?
—Porque acaban de cruzar corriendo entre los coches para llegar hasta aquí.
—¿Sabe por qué?
—Ni idea. A no ser que sea para darme consejos por la experiencia traumática que acabo de vivir.
La boca del tipo se quedó fija en un gesto impaciente, como si estuviera a punto de increparme por mi sarcasmo. Después su expresión cambió un poco a una sonrisa irónica, y dijo:
—Vale, este es mi consejo. Responda algunas preguntas y después olvídese de que estuvo en ese tren.
—¿Qué tren?
El tipo empezó a responder, y luego se detuvo, pillando con retraso que le estaba tomando el pelo, y avergonzado por parecer lento.
—¿Qué preguntas? —dije.
—¿Cuál es su número de teléfono? —preguntó.
—No tengo número de teléfono —dije.
—¿Ni siquiera móvil?
—No ni siquiera, sino especialmente —dije.
—¿En serio?
—Soy