Mañana no estás. Lee ChildЧитать онлайн книгу.
qué sería canadiense?
—La detective nos dijo que usted hablaba francés.
—Hay mucha gente que habla francés. En Europa hay un país entero.
—¿Es francés?
—Mi madre era francesa.
—¿Cuándo fue la última vez que estuvo en Canadá?
—No lo recuerdo. Hace años, probablemente.
—¿Está seguro?
—Muy seguro.
—¿Tiene amigos canadienses o socios?
—No.
El tipo se quedó en silencio. Theresa Lee estaba todavía en la acera fuera de la comisaría del distrito 14. Estaba de pie al sol y nos miraba desde el otro lado de la calle. El otro tipo dijo:
—Fue solo un suicidio en el metro. Lamentable, pero nada importante. Cosas que pasan. ¿Está claro?
—¿Terminamos? —dije.
—¿Ella le dio algo?
—No.
—¿Está seguro?
—Totalmente. ¿Terminamos?
—¿Tiene planes? —preguntó el tipo.
—Me voy de la ciudad.
—¿A dónde?
—A algún otro lugar.
El tipo asintió:
—Vale, terminamos. Ahora váyase.
Me quedé donde estaba. Los dejé alejarse, de vuelta a su coche. Se subieron y esperaron a que se hiciera un hueco en el tráfico y salieron y se fueron. Imaginé que irían por la autopista del West Side hacia el centro, de vuelta a sus escritorios.
Theresa Lee estaba todavía en la acera.
Crucé la calle y pasé entre dos coches patrulla azul y blanco aparcados y me subí al bordillo y me quedé de pie cerca de ella, lo suficientemente apartado como para ser respetuoso, lo suficientemente cerca como para que me oyera, de cara al edificio para no tener el sol en los ojos. Pregunté:
—¿Qué fue todo eso?
—Encontraron el coche de Susan Mark —dijo—. Estaba aparcado en el medio del SoHo. Lo remolcaron esta mañana.
—¿Y?
—Lo revisaron, obviamente.
—¿Por qué obviamente? Están haciendo un escándalo por algo que aseguran que no es nada importante.
—No explican su manera de pensar. No a nosotros, en todo caso.
—¿Qué encontraron?
—Un pedazo de papel, con lo que creen que es un número de teléfono. Como una nota escrita garabateada. Toda hecha una bolita, como basura.
—¿Cuál era el número?
—El código de área era 600, que ellos dicen que es un servicio de móvil canadiense. Una red especial. Después un número, después la letra D, como una inicial.
—No me dice nada —dije.
—A mí tampoco. Salvo que no creo que sea un número de teléfono. No tiene prefijo de intercambio y tiene un dígito de más.
—Si es una red especial quizás no necesita tener prefijo de intercambio.
—Algo no cuadra.
—¿Entonces qué era ese número?
Me respondió llevando la mano a sus espaldas y sacando una libretita del bolsillo de atrás. No un artículo oficial de la policía. Tenía tapa dura negra y un elástico que la mantenía cerrada. La forma de la libreta estaba un poco curvada, como si pasara mucho tiempo en el bolsillo. Corrió el elástico y la abrió y me mostró una hoja ahuesada en la que aparecía 600-82219-D escrito con una letra pulcra. La letra de ella, supuse. Solo información, no un facsímil. No una reproducción exacta de una nota garabateada.
600-82219-D.
—¿Ve algo? —preguntó.
Dije:
—Quizás los teléfonos móviles canadienses tienen más números. —Sabía que a las compañías telefónicas de todo el mundo les preocupa que se les agoten. Agregar un dígito extra aumentaría la capacidad de un código de área por un factor de diez. Treinta millones, no tres. Aunque Canadá no tenía mucha población. Una gran masa de tierra, pero en su mayor parte estaba vacía. Alrededor de treinta y tres millones de personas, pensé. Menos que California. Y California se las arreglaba con números de teléfono normales.
—No es un número de teléfono —dijo Lee—. Es otra cosa. Como un código o un número de serie. O un número de expediente. Esos tipos están perdiendo el tiempo.
—Quizás no está conectado. Basura en un coche, podría ser cualquier cosa.
—No es mi asunto.
—¿Había algo de equipaje en el coche? —pregunté.
—No. Nada salvo el tipo de porquerías normales que se acumulan en un coche.
—Por lo que se suponía que fuera un viaje rápido. Ir y venir.
Lee no respondió. Bostezó y no dijo nada. Estaba cansada.
—¿Hablaron esos tipos con el hermano de Susan? —pregunté.
—No sé.
—Él parece querer barrer todo debajo de la alfombra.
—Es entendible —dijo Lee—. Siempre hay una razón, y nunca es muy atractiva. Esa ha sido mi experiencia, en todo caso.
—¿Van a cerrar el expediente?
—Ya está cerrado.
—¿Está contenta con eso?
—¿Por qué no debería estarlo?
—Estadísticas —dije—. El ochenta por ciento de los suicidios son hombres. El suicidio es mucho menos común en el este que en el oeste. Y el lugar en el que lo hizo fue raro.
—Pero lo hizo. Usted la vio. No hay ninguna duda al respecto. No está en discusión. No fue un homicidio ingeniosamente disfrazado.
—Quizás la llevaron a hacerlo. Quizás fue un homicidio indirecto.
—Entonces todos los suicidios lo son.
Miró a uno y otro lado de la calle, con ganas de irse, demasiado amable como para decirlo. Dije:
—Bueno, fue un placer conocerla.
—¿Se va de la ciudad?
Asentí:
—Me voy a Washington DC.
VEINTE
Tomé el tren en Penn Station. Más transporte público. Llegar hasta allí fue tenso. Solo un paseo de tres bloques entre la gente, pero yo buscaba personas que estuvieran examinando caras en la pantalla del móvil, y parecía como si el mundo entero tuviese algún tipo de dispositivo electrónico disponible y abierto. Pero llegué intacto y compré un billete en efectivo.
El tren como tal estaba lleno y era muy diferente de los del metro. Todos los pasajeros en filas hacia delante, y todos ellos escondidos detrás de respaldos altos. Las únicas personas a las que podía ver eran las que estaban a mis costados. Una mujer en el asiento de al lado, y dos hombres del otro lado del pasillo. Pensé que los tres eran abogados. No de las grandes ligas. Jugadores de segunda o segunda B, probablemente, socios importantes con vidas atareadas. No terroristas suicidas, en cualquier caso. Los dos hombres estaban recién afeitados y los tres eran irritables, pero aparte de eso nada