El truhan y la doncella. Blythe GiffordЧитать онлайн книгу.
—le apartó un mechón de la frente. Dominica se estremeció por el tacto de sus dedos, pero al mismo tiempo sintió un extraño consuelo—. Aún no nos hemos alejado de los dominios de William.
Al menos no había fruncido el ceño.
Pero no iba a arriesgarse a hablarle. Intentó ignorarlo y siguió tatareando con los labios cerrados, esperando a que se marchara.
Él permaneció donde estaba, con la espalda recta como un soldado, tan cerca de ella que Dominica sintió el movimiento de su pecho al respirar. Se preguntó si estaría cubierto por el mismo vello marrón oscuro que sus manos, y se reprendió a sí misma por pensarlo. Tal vez no fuese un santo, pero no podía pensar en él como un hombre. Las monjas jamás pensaban en los hombres de esa manera.
Dio un respingo cuando él volvió a hablar.
—Tengo que pedirte perdón. Antes me comporté como un burdo campesino en vez de un caballero.
Dominica mantuvo la mirada en el fuego y confío en que no pudiera ver su tímida sonrisa de satisfacción.
—No sé nada sobre los caballeros.
Sus manos, grandes y cálidas, la agarraron suavemente por los hombros y la hicieron girarse hacia él. La luz de las llamas suavizaba sus duras facciones y las arrugas de alrededor de los ojos.
—Lo siento. No hay excusa para mis malos modales.
Dominica eligió las palabras con sumo cuidado, intentando no sucumbir a la expresión suplicante de sus ojos.
—No me corresponde a mí juzgar a un enviado de Dios.
Él respiró profundamente, pero en vez de enfadarse se limitó a suspirar.
—Al menos ya no soy «El Salvador» —sacudió la cabeza—. La vida es tan dura que no merece la pena estar enfrentados.
Parecía sinceramente arrepentido, y Dominica se avergonzó por ponérselo tan difícil. Aquel hombre no solo predicaba la bondad, como el Señor, sino que también la practicaba. Le había pedido perdón y ella podía concedérselo.
—Os perdono.
Su expresión se alivió visiblemente.
—Gracias.
Dominica no consiguió desviar otra vez la mirada. El pecho le oscilaba al mismo ritmo que el de sir Garren y tuvo la extraña y embriagadora sensación de que sus dos respiraciones se fundían en una sola.
Detrás de ella el cántico se disolvió en las risas del grupo. Se apartó rápidamente de él y volvió a mirar la hoguera.
—¿Por qué no hablas? —le preguntó él.
Ella no quería hablarle. No quería estar a su lado. No quería sentirse tan insegura. Se llenó el pecho de aire y comprobó con alivio que la respiración volvía a ser suya.
—No tengo mucha experiencia a la hora de hablar… En el priorato necesitamos permiso para hacerlo —no añadió que ella no siempre esperaba a recibir ese permiso.
—Te lo concedo —dijo él, aunque más que una concesión parecía una orden.
¿Qué quería de ella? Dominica se volvió hacia él y dejó que las palabras brotaran libremente de sus labios.
—¿Qué puedo decir? No puedo hablar de vuestros ojos, de vuestra casa, de vuestra familia, de la guerra ni de Dios. Y tampoco puedo hablar de mis viajes, ya que nunca he hecho ninguno.
Fue él quien mantuvo la vista fija en el fuego, sin mirarla a ella.
—Háblame de tu vida en el priorato.
Dominica sonrió, contenta de poder hablar de su hogar.
—Me ocupo del jardín, de hacer la colada, de limpiar… —en esa ocasión no hubo un ceño fruncido, sino una sonrisa. Pensó en hablarle de sus escritos, pero en ese momento sintió un hocico frío y mojado en el tobillo. Levantó a Inocencio en brazos y hundió la nariz en el pelaje para aspirar el olor a tierra desconocida—. Y le doy de comer al perro —Inocencio le lamió la cara—. ¿Has encontrado nabos por ahí, pequeño?
Sir Garren le rascó la oreja y el perro se puso a lamerle la mano con más entusiasmo del que había volcado en la cara de Dominica. Ella se rio y se volvió hacia El Salvador… o quienquiera que fuese.
—¿Teníais un perro de niño?
—No lo recuerdo.
Al principio pensó que no quería hablar de su infancia. Pero el tono atribulado de su voz le hizo comprender que realmente no se acordaba. Aquel hombre hacía mucho, mucho tiempo que había dejado atrás la infancia.
Observó maravillada como dejaba que Inocencio le lamiera los dedos.
—¿Cómo conocisteis a lord William?
—Me tomó como escudero cuando tenía diecisiete años.
—¿Diecisiete? El entrenamiento de un caballero empieza de niño.
—Tenía mucho que aprender. Mi entrenamiento se vio… interrumpido.
—¿Por qué?
—Acababa de salir del monasterio.
Un escalofrío recorrió la espalda de Dominica. ¿Sería un monje marginado por haber quebrantado sus votos?
—¿Os expulsaron?
—Fue antes de completar mi año de novicio. Aun no había tomado los votos —sus ojos se oscurecieron—. Lo único que podía ofrecer era un brazo para empuñar un arma. Ni siquiera tenía espada.
«Él me dio una nueva vida», había dicho del conde de Readington con el tipo de lealtad que los hombres reservaban para Dios. El conde había sido ciertamente muy generoso al tomar como escudero a un muchacho sin dinero y apenas formación.
—¿Por qué abandonasteis el monasterio?
Él guardó silencio mientras las llamas crepitantes lanzaban una lluvia de chispas al cielo del crepúsculo, donde empezaban a brillar las primeras estrellas.
—Fue después de la gran peste —dijo finalmente.
Dominica se santiguó. No le había respondido, pero lo entendía de todos modos. Muchos sucesos extraños habían acaecido diez años antes en aquella tierra azotada por la Muerte Negra. Dios estuvo a punto de acabar con la humanidad, y Dominica seguía sin comprender cómo un dios bondadoso que hablaba con ella podía lanzar una plaga mortal sobre su pueblo.
—Dios nos castigó merecidamente para que nos esforcemos por cumplir su voluntad y evitar un nuevo castigo el día de mañana.
Él sacudió la cabeza.
—Lo que tenemos que hacer es disfrutar del presente, porque Dios puede arrebatarnos todo antes de que llegue ese mañana.
—Pero si lo hace será por una razón. Dios siempre tiene una razón para todo.
—¿Y tú sabes cuál es?
Dominica lo miró a los ojos y se preguntó si Dios lo habría enviado para poner a prueba su fe. Tenía que haber alguna forma de hacerle entender la justicia divina.
—Sola fide.
—¿Qué?
No entendía su latín. Debía de haber pronunciado mal las palabras.
—«Solo por la fe».
El destello de las llamas parpadeaba en su rostro, y las sombras de sus espesas cejas le ocultaban los ojos.
—De verdad lo crees, ¿no?
—¿Vos no?
Los hermanos Miller llenaron el silencio con sus voces armoniosas. La fe podía ser peligrosa, había dicho aquel hombre que salvaba a las personas, pero que se alejaba de Dios.
—Lo