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El truhan y la doncella. Blythe GiffordЧитать онлайн книгу.

El truhan y la doncella - Blythe Gifford


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que nadie debe saber que llevo las plumas.

      Ella hizo un gesto con los dedos como si se cerrara los labios con una llave. Fue un gesto tan inocente e infantil que hizo sonreír a Garren.

      —¿Le importará a santa Larina si os digo lo que quiero pedirle?

      Garren no quería oírla. No quería saber más de ella y sentir que se estaba riendo de su fe.

      —Me lo digas o no, para Dios no supondrá ninguna diferencia.

      Ella se lamió los labios y se mordió el inferior, como si no estuviera segura.

      —No se lo he dicho a nadie fuera del priorato —esbozó una tímida sonrisa—. Claro que tampoco había conocido a nadie fuera del priorato.

      Separó ligeramente los labios y sus ojos se abrieron con embelesamiento y devoción. Su rostro era sencillo y redondeado, pero sus ojos eran como una ventana a su alma.

      Y a la suya.

      De repente quiso conocer sus más íntimos pensamientos en las solitarias horas oscuras entre maitines y laudes, cuando el convento estaba en silencio y solo se tenía a Dios como única compañía.

      —Dímelo —le pidió. Agarró sus manos y por primera vez no temió perderse en su mirada—. Dime lo que quieres.

      Ella se acercó lo bastante para envolverlo con su esencia de mujer y Garren se alegró de estar sentado, porque aquella fragancia le debilitaba las rodillas. Los pechos de Dominica se elevaban y descendían bajo la capa gris, y Garren empezaba a experimentar la más humana de las reacciones corporales.

      —Quiero ingresar en la orden.

      Su declaración, aunque previsible, le revolvió el estómago a Garren. Dominica quería malgastar su vida rezándole a un dios que nunca respondía a las oraciones, cuando la única respuesta a sus oraciones estaba ante ella, aunque no lo supiera. La respuesta a sus plegarias era él, Garren. Él podía liberarla de esa fe ciega y cegadora.

      —¿Estás segura?

      Ella tiró de las manos y él la soltó al darse cuenta de lo fuertemente que la estaba agarrando.

      —Sí —afirmó—. Es lo que Dios espera de mí.

      Garren se levantó y apartó la mirada de sus ojos.

      —¿Cómo sabes lo que Dios espera de ti?

      —Habláis como la priora. Simplemente lo sé. Lo siento. Mi lugar está en el priorato. Es el único sitio al que… —la voz se le quebró— al que pertenezco.

      —¿Y cómo sabes que es tu lugar? Nunca has vivido en otro sitio. A lo mejor deberías casarte…

      Ella se echó hacia atrás como si hubiera recibido una bofetada.

      —Nunca he pensado en casarme.

      —Casi todo el mundo se casa.

      —Vos no.

      —Yo no tengo nada que ofrecerle a una mujer —las palabras le supieron a vino avinagrado.

      —¿Y vuestra casa?

      Su casa… Aquella palabra era aún peor.

      —Mi casa está en manos de la iglesia.

      —¿Le entregasteis vuestra casa a la iglesia cuando ingresasteis en el monasterio? —Dominica se levantó, se santiguó y dobló ligeramente la rodilla.

      Garren soltó un bufido de desdén. Le había entregado a la iglesia su casa, sus esperanzas y su vida. Y a cambio no había recibido más que traición.

      Ella seguía mirándolo con una ceja arqueada, esperando oír su historia.

      —Levántate —le ordenó él con un suspiro—. No me tomes por algo que no soy.

      —No sois lo que pensé en un principio.

      Cierto. Su fe la cegaba y solo le permitía ver a un santo, no al verdadero pecador que era. ¿Cuál sería su reacción si descubría la verdad?

      Se sacó ese pensamiento de la cabeza y guardó las plumas en el relicario. Aquello lo hacía por William y nadie más.

      —Dejad que os ayude —se ofreció ella mientras Garren intentaba atar el cordel—. Haced el primer nudo mientras yo pongo el dedo encima —así lo hizo y Garren advirtió el bulto ennegrecido en el dedo corazón. Lo reconoció de inmediato. Los monjes que se pasaban el día copiando tenían unos callos similares.

      —¿Qué es esto?

      Ella retiró la mano y presionó el nudo con la mano izquierda.

      —Nada.

      Agachó la cabeza para que el pelo le cayera sobre la rodilla y le cubriese las manos. Garren lo agarró suavemente y lo levantó por encima del hombro.

      —Parece la mano de una copista.

      Ella no respondió, pero Garren sintió un escalofrío. Para una copista no había más lugar en el mundo que el scriptorium de un priorato.

      —Debo irme —murmuró, con cuidado de mirarlo a los ojos—. ¿Puedo recibir antes vuestra bendición?

      Garren abrió la boca para negarse, pero ella ya se había arrodillado ante él y tenía las manos en sus rodillas. Se moría por volver a tocarla, de modo que le puso las manos en la cabeza y se inclinó para besarla en el pelo.

      Ella lo miró, sobresaltada, y salió corriendo como una cierva asustada.

      Y él se sentó y permaneció un largo rato girando el relicario con las plumas de oca.

      Siete

      Mientras volvía al campamento Dominica se frotó el cuero cabelludo, buscando el punto que habían tocado los labios del Salvador. La piel le abrasaba tanto que debía de haberle dejado una marca.

      No era un hombre cualquiera, pensó con alivio. Era un mensajero de Dios, elegido para portar las plumas de Larina.

      Sacudió la cabeza con desconcierto. No le correspondía a ella cuestionar los designios de Dios, pero le resultaba muy extraño que hubiese elegido a un hombre que anteponía las personas a Él.

      Viajaba junto a las plumas de Larina, y sentía un escozor entre los hombros como si le fueran a brotar sus propias alas. Debía de ser una señal con la que Dios bendecía su viaje. Se moría de impaciencia por contárselo a la hermana Marian.

      Pero él le había dicho que guardase el secreto de Dios. Aminoró el paso y se frotó con el pulgar el bulto con la mancha permanente de tinta que la escritura le había dejado en el dedo corazón. No estaba acostumbrada a ocultarle secretos a la hermana Marian, salvo los extraños sentimientos que albergaba por El Salvador.

      Pero ya no habría más secretos que guardar. No volvería a pensar en él como hombre.

      Nadie se percató de su regreso al claro, donde los peregrinos se preparaban para ponerse en marcha. La hermana Marian sostenía una galleta sobre el hocico de Inocencio y el perro saltaba sobre sus cortas patas en un desesperado intento por alcanzarla.

      —Deberías comértela tú —dijo Dominica.

      La hermana Marian era delgada como un palillo, pero aquella mañana casi habían desaparecido las arrugas de los ojos. Era como si se fuese quitando años de encima a medida que se alejaba del priorato.

      —Es solo un bocado —repuso ella, agitando la galleta. Inocencio dio otro salto y se la arrebató de la mano, y la hermana Marian le rascó la oreja mientras él le lamía migas invisibles de la otra mano—. ¿Has rezado tus oraciones, Nica?

      Dominica se había alejado del campamento para buscar un lugar tranquilo donde escuchar la voz de Dios, pero en vez de eso se había encontrado con su mensajero. Y pedirle ayuda a un heraldo de Dios constituía una muestra de devoción.

      Asintió


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