Playboy. Katy EvansЧитать онлайн книгу.
Lo localizo y, por alguna extraña razón, ya no tengo ganas de llorar, sino de estar deslumbrante.
No sé por qué, tal vez sea para que le salga competencia.
Es que está como un queso.
Le digo a Rachel en voz baja:
—Si aparte de jugar al póquer es bombero, préndeme fuego, ¿vale?
Se echa a reír y procede a observarlo con ojo experto. Está casada con el hombre más atractivo de todo Chicago, así que… sabe de qué hablo.
—Sí. Está buenísimo. —Le da un sorbo a su vino. Le brillan los ojos mientras lo miramos—. Pero no te acerques a él.
Quiero lamerme los labios y una imagen de mí lamiéndole los labios a Cullen me asalta.
¿En qué estoy pensando?
A decir verdad, no sé si quiero venderle mi alma a Cullen Carmichael, pero me entra un calor de mil demonios cuando lo miro. Hasta la camisa que lleva debajo de la chaqueta del esmoquin es negra, y ese color le sienta de maravilla.
No le quito ojo durante el banquete, que de pronto se traslada al interior porque empieza a llover.
Vigilarlo no es mi intención. Pero una parte de mi subconsciente siente la curiosidad justa como para percatarse de que solo bebe agua, se ha fumado medio puro porque los padres de Livvy le han obligado a apagarlo y se ha reído una vez; una risa que iba dirigida a su hermano por adular a su mujer, así que ni siquiera estoy segura de que eso cuente como risa.
Después de echarle miradas furtivas durante un rato, reparo en que le estoy prestando demasiada atención, por lo que me esfuerzo por ignorarlo… hasta que llega mi ex.
Emmett.
Mi exnovio, que es escoria, bueno, no es escoria, solo es el tío que me rompió el corazón en un montón de pedazos tan diminutos que no consigo que vuelva a tener su forma original porque algunos de los trozos no se ven ni con lupa.
Localizo su cabeza rubia al fondo. Está saludando a Callan y Livvy.
Emmett tiene un aspecto impecable mientras abraza a Livvy y un tornado despierta en mi estómago. Con la intención de alejarme lo máximo posible, llego a las mesas. Entonces veo el nombre de Emmett en la tarjeta de comensal que hay justo al lado de la mía. Parpadeo y vuelvo a mirarlas.
¡No, no, no, Emmett a mi lado no!
Ya nos hemos dicho todo lo que nos teníamos que decir. Ya hemos hablado de todo lo que teníamos que hablar.
HEMOS TERMINADO.
Echo un vistazo a mi alrededor, presa del pánico, y veo que mis amigas están ocupadas charlando con sus maridos o mezclándose con los demás. Vuelvo la vista hacia la tarjeta, sorprendida de que esté ahí, y sé que no es culpa de los novios. Han estado realmente ocupados con los preparativos; a la organizadora no le llegaría la nota que decía que habíamos roto hacía tres semanas.
Así que hago lo que haría cualquier chica. Busco el nombre de Cullen en la mesa de enfrente y cambio su tarjeta por la de Emmett.
Así no solo me libraré de estar sentada al lado —justo al lado— del hombre al que amé durante cuatro años y que me rompió el corazón, sino que tendré la oportunidad de sentarme junto a un tío que parece estar soltero (lo cual es un suponer, claro, pero bajo mi punto de vista es demasiado callado y taciturno como para imaginarme a una mujer que quiera estar con él toda la vida). Y, lo que es más importante, me resulta indiferente y no siento la necesidad de impresionarlo.
Así pues, intercambio las tarjetas y observo a Cullen pasearse por la sala luciendo palmito con una bebida en la mano.
No estoy muy segura de si me gusta. No es que sea difícil de mirar, es que no sé si me gusta Cullen. Me pone demasiado nerviosa como para «gustarme», pero me intriga lo bastante como para no habérmelo sacado de la cabeza desde anoche.
Se acerca a mí tranquilamente, lo que provoca que se me acelere el corazón.
Saca la silla con los pies y se sienta. Parece de mal humor. Como si estuviese molesto conmigo, y no sé por qué, si soy yo la que está molesta con él.
Ni siquiera me explico cómo un hombre que desprende tanto calor no derrite el suelo a su paso.
El aire que lo rodea parece inflamable.
—Wynn.
—Cullen.
Se limita a sonreírme.
—¿Qué te hace tanta gracia?
—Que mi nombre no estaba aquí.
—¿Y tú qué sabes? —pregunto.
—Lo he visto antes.
—Uy. —Lo miro sorprendida, su semblante estoico no me dice nada—. ¿Y te parece mal?
Un momento. ¿Que lo había visto? Qué cabrón.
—Fatal —dice con un tono que deja entrever que no habla en serio.
Pongo los ojos en blanco.
—No sé por qué me molesto en hablar contigo.
—Porque tu ex nos está mirando.
Se me para el corazón. No estoy segura de si es porque Cullen se ha acercado un poco más o porque tiene razón. Emmett nos observa.
—¿Y? —pregunto.
—Que todavía lo quieres —declara con una sonrisa mientras sus bellos y pronunciados rasgos se burlan de mí y sus ojos relucientes se mofan—. ¿Qué te hizo? ¿No te compró una obra en esa exposición superimportante?
Ni siquiera conozco a este tío y ya tengo ganas de pegarle dos bofetones. En cambio, le sigo el juego y pregunto:
—¿Te estás cachondeando de mi amor por el arte?
Frustrada, no aguanto más y me voy a por una copa de vino. Sigue mi trayecto con la mirada.
Se me forma un fuerte nudo en el estómago cuando le arrebato una copa a un camarero y vuelvo a sentarme a su lado.
—Lo que yo hago tiene mucho más valor que a lo que te dedicas tú —añado mientras lo miro con el ceño fruncido.
—Se me ocurre algo para demostrar que te equivocas, pero tendrías que venir conmigo a Las Vegas. Así verías cómo consigo un sitio en una mesa de nueve para el campeonato Texas Hold’em.
—No he ido nunca a Las Vegas.
—Aunque no estoy seguro de si te quiero cerca en la final. En realidad, no estoy seguro de si te quiero cerca. —Me observa con esos ojos plateados, desconcertantes e impenetrables, y se inclina hacia delante con una mueca pícara en los labios—. Pero has conseguido que vuelva a estar en racha.
—Y tú has sido justo lo que necesitaba para salir de la rutina. Gracias a ti no quiero volver a tener pareja en la vida.
—Me alegro de haberte inspirado, Pelirroja. Tú también me inspiras.
—¿A ti?
—Haces que juegue mejor.
—Ah, sí, cartas. Es verdad, que tu trabajo es mucho más importante que el mío.
—No has jugado lo suficiente para saberlo con certeza.
—Tú tampoco sabes nada de arte. El arte es muy superior.
—Me encantaría estar de acuerdo contigo, pero en ese caso los dos estaríamos equivocados. A mí me gusta más jugar. —Me observa—. Te pasas por mi trabajo, yo te ayudo con el tuyo y luego decidimos cuál es el mejor. Quien gane, se lo lleva todo.
—¿A qué te refieres con todo?
—¿Cien mil dólares? —sugiere.
—¡Sí,