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Memorias de un anarquista en prisión. Berkman AlexanderЧитать онлайн книгу.

Memorias de un anarquista en prisión - Berkman Alexander


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cubierta de limo verde. El primer sorbo me da náuseas y resuelvo «almorzarme» los restos de mi desayuno: un pedazo de pan.

      Camino de un lado para otro, inquieto por las conversaciones con los demás presos. ¿Por qué no pueden comprender los motivos que me llevaron a actuar? Su actitud condescendiente y de lástima me resulta exasperante. Mi tentativa de explicación les parece un esfuerzo inútil. Al no ser yo huelguista, la lucha no podía ni debía interesarme —ambos, negro y blanco, parecían coincidir en lo definitivo de su opinión—. Ambos rechazaron ver ningún significado en el propósito de mi acto —nada más allá del simple acto físico—. Habría estado bien que Frick muriese porque «era malo». Pero pensaban que había estado de «suerte» porque Frick no había muerto y de ahí que «ellos» no pudieran colgarme. Mi comentario acerca de que las consecuencias probables para mi bienestar no podían pesarse en la misma balanza que el bienestar del pueblo, lo recibieron con una sonrisa burlona, que delataba dudas sobre mi cordura. Desde luego, resulta un consuelo pensar que ninguno de los dos podría decirse que representa propiamente al pueblo. El negro es un tipo muy inferior de jornalero; y el otro es un burgués, está metido «en los negocios». No merece la pena. Además, me confesó que éste es su tercer delito. Es un delincuente común, y no un productor honrado. Pero aquel hombre alto —el obrero del acero de Homestead que el negro me señaló—, él seguro que me entiende: él forma parte del verdadero pueblo. Mi corazón palpita de admiración y entusiasmo cuando lo imagino en la lucha memorable de Homestead. Peleó contra los Pinkertons, los mirmidones del Capital. Acaso ayudó a dinamitar las lanchas y expulsar a los mercenarios de la ciudad. Es alto y de espaldas anchas. Tiene una expresión fuerte y resuelta. Su cuerpo es viril y poderoso. Pertenece al verdadero espíritu; es la encarnación del pueblo noble y grande: el gigante del Trabajo que ha crecido en toda su estatura y es consciente de su fuerza. Audaz, fuerte y orgulloso, superará todos los obstáculos, romperá sus cadenas y liberará a la humanidad.

      V

      A la mañana siguiente, durante la hora destinada al ejercicio, aguardo con el corazón en un puño la ocasión de conversar con el obrero del acero de Homestead. Le explicaré los motivos y el objetivo de mi intentona contra Frick. Él me comprenderá, él mismo iluminará a sus compañeros huelguistas. Sería muy importante que ellos comprendieran nítidamente mi acto y él es el hombre indicado para hacer este gran servicio a la humanidad. Él es el trabajador-rebelde, su heroísmo durante la lucha lo atestigua. Espero que el pueblo no permita que el enemigo lo cuelgue. Defendió los derechos de los trabajadores de Homestead, la causa de toda la clase obrera. No, el pueblo jamás permitirá semejante sacrificio. ¡Qué bien se desenvuelve! Erguido, con la cabeza bien alta, el semblante de la dignidad consciente y la fuerza...

      —¡Celda nú-mero cin-coo!

      El preso de gafas oscuras abandona la fila y se adelanta respondiendo a la llamada del guardia. Avanzo rápidamente por la galería y me detengo en el lugar vacante, al lado del obrero del acero.

      —Una feliz oportunidad —me dirijo a él—. Sería para mí un gran placer comentarle algo importante. Usted es uno de los huelguistas de Homestead, ¿no es así?

      —Jack Tinford —se presenta—. ¿Cómo se llama usted?

      Mi respuesta le sobresalta visiblemente. —¿El hombre que disparó a Frick? —me pregunta.

      Una gesto de profunda preocupación surca su cara. Su mirada se dirige a la puerta. A través de la alambrada veo acercarse a algunos visitantes desde la oficina del alcaide.

      —Es mejor que no nos vean juntos —me dice, perdiendo la paciencia—. Póngase detrás de mí. Sólo entonces hablaremos.

      Dolido por su actitud, aunque sin comprender cabalmente su sentido, me dejo rebasar lentamente. Su alta y ancha figura oculta mi cuerpo del todo. Me habla en monosílabos, de mala gana. Cuando le menciono Homestead, se vuelve más comunicativo, aunque me habla en voz baja, como si estuviera charlando con su vecino, el siciliano, que no entiende una palabra de inglés. Aguzo el oído para captar sus palabras. Los trabajadores del acero no hicieron más que defenderse de un invasor armado, le oigo decir. No están de huelga; Frick ha ordenado el cierre patronal porque quiere eliminar los sindicatos de las fábricas. Por eso rompió la baraja con la asociación y contrató a los malditos Pinkertons dos meses antes, cuando había paz. Tirotearon a muchos trabajadores desde las lanchas, antes de que los obreros de las fundiciones «fuesen a por ellos». Merecían arder vivos por sus asesinatos no provocados. Bien, los hombres «les dieron su merecido». Matamos a unos cuantos, otros se suicidaron en las lanchas en llamas, y los que quedaban se vieron obligados a rendirse como perros apaleados. Una gran victoria, seguro, si el cobarde del Sheriff no hubiese pedido al Gobernador que enviase la milicia a Homestead. Pero fue una victoria, desde luego, que los chicos aplastasen a trescientos Pinkertons armados. Sin embargo, él no tuvo nada que ver con la batalla. Estaba enfermo ese día. Pretenden que los Pinkertons declaren contra él para condenarle a muerte. Uno de los sabuesos ya ha hecho una declaración jurada de que le vio a él, Jack Tinford, arrojando dinamita a las lanchas, antes de que los Pinkertons atracasen. Pero no hay cuidado, no tiene miedo. Ningún jurado de Pittsburgh creerá a esos asesinos mentirosos. Aquel día estaba guardando cama en casa de su novia. La muchacha y su madre le servirán de coartada. Y el comité consultivo de la asociación también. Saben que no estaba en la orilla. Lo jurarán ante el tribunal, de todos modos...

      Se interrumpe de golpe. Hay miedo en su rostro. Por un instante se queda ensimismado. Al cabo echa una mirada inquisitiva a su alrededor y me sonríe. Cuando doblamos la esquina del corredor, me susurra: —¡Qué pena que no lo matases! Algún malentendido en vuestros negocios, ¿eh? —añade, en voz alta.

      Me pregunto si estaba hablando en serio. ¿O sólo estaba fingiendo? Mira de frente y no puedo ver la expresión de su rostro. Empiezo a desgranar la cuidadosa explicación que me había preparado:

      —Jack, lo hice por ti, por tu gente...

      Pierde la paciencia y me interrumpe enojado. Mejor será que no hable de ese modo ante el tribunal, me advierte. Si Frick muere finalmente, toda esa «cháchara» me costará el pescuezo. Y con ello sólo conseguiría perjudicar a los trabajadores del acero. No creen en el asesinato, respetan las leyes. Desde luego que tenían el derecho de defender sus hogares y sus familias frente a los invasores ilegales. Pero dieron la bienvenida a la milicia en Homestead. Mostraron respeto por las autoridades. Sin duda que Frick merece morir. Es un asesino. Pero los trabajadores del acero no quieren tener nada que ver con los anarquistas. ¿Por qué quise matarlo, de todos modos? No formaba parte de los hombres de Homestead. No tenían nada que ver conmigo. Sería mejor que no comentase nada sobre todo eso ante el tribunal o...

      Suena el gong.

      —¡Todos adentro!

      VI

      Paso la noche en vela. Los hechos del día me han conmovido en lo más profundo. Mi corazón está lleno de resentimiento y enojo hacia el huelguista de Homestead. Mi héroe de ayer, el héroe de la gloriosa lucha del pueblo... ¡qué deleznable ha resultado ser!, ¡qué ínfimo cobarde! No tiene ni la más mínima idea de la gran misión de su clase, ni se sabe ni se siente orgulloso del papel que ha jugado en la noble lucha. En el fondo, no es más que un niño grande y cobarde, aterrorizado ante el castigo que le deparará el mañana por sus diabluras. Un mezquino al que sólo le preocupa su propia seguridad, deseoso de recurrir a la mentira para escapar a su responsabilidad.

      Sólo pensarlo resulta atroz. Es sacrílego, es un insulto a la santa causa, al pueblo. También a mí. La mentira es condenable, salvo cuando es en el interés de la causa. En la guerra de la humanidad contra sus enemigos valen todos los medios. En efecto, cuanto más repugnantes sean los medios, tanto más difícil será el reto para la nobleza y la devoción de uno. Todos los grandes revolucionarios lo han demostrado. No existe ejemplo más sobrecogedor en los anales del movimiento ruso que el de aquel nihilista sin parangón... ¿cómo se llamaba? Vaya, qué significativo que se me olvide ahora el nombre. Lo conocía perfectamente. Puso una bomba bajo el Palacio de Invierno, justo debajo del comedor del Zar. ¡Qué envilecimiento, qué terribles vejaciones tuvo que padecer en el papel del carpintero campesino, corto de entendederas y servil! ¡Cómo


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