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Memorias de un anarquista en prisión. Berkman AlexanderЧитать онлайн книгу.

Memorias de un anarquista en prisión - Berkman Alexander


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del solo pensamiento de salvar su pellejo de traidor. Un verdadero Judas, dispuesto a abjurar de su gente y de su causa, deseoso de mentir y negar su participación. ¡Qué orgulloso me sentiría yo en su lugar! ¡Haber bregado en las barricadas, como él hizo! Y luego morir por ello... ¡Ah!, ¿es que existe destino más glorioso para un hombre, para un hombre de verdad que servir incluso como la más humilde de las piedras en la construcción de una sociedad libre, o como la pilastra del puente por el que cruzará por fin el pueblo triunfante hacia la tierra prometida?

      ¡Qué poco sabía de América entonces! Un país libre, desde luego, que ahorca a sus hombres más nobles. Y la miseria, la explotación... es terrible. Tengo que comentar todo esto ante el tribunal, en mi defensa. No, defensa no... una palabra más adecuada. ¡Explicación! Sí, mi explicación. No necesito defenderme: no me considero culpable. ¿Qué quiso decir el alcaide? Estúpido para un cliente, comentó, cuando le dije que renunciaba a toda asistencia legal. Cree que soy un estúpido. Bueno, él es un burgués, no puede comprenderlo. Le diré que me deje en paz. Está con el enemigo. Los abogados, también. Todos están en el bando capitalista. No necesito abogados. No sabrían explicar mi caso. Tampoco hablaré con los reporteros. Un atajo de mentirosos, eso es lo que son estos perros de presa del capitalismo. Siempre nos calumnian. Y además son perros viejos. Redactaron columnas y más columnas de entrevistas con Most cuando éste fue a la prisión. Todo mentiras. Yo mismo le acompañé; no les dijo ni una palabra. Son nuestros peores enemigos. El alcaide me dijo que vendrán a verme mañana. No tengo nada que decirles. Seguro que tergiversan mis palabras, y así menoscaban el efecto de mi acto. Quedaría incompleto sin mi explicación. Tengo que prepararla con sumo cuidado. Seguro que el jurado no me comprenderá. Ellos también pertenecen a la clase capitalista. Pero tengo que aprovechar el juicio para hablar con el pueblo. No hay duda de que un Attentat contra Frick es de por sí una propaganda espléndida. Combina el valor del ejemplo con el efecto terrorista. Pero todo depende en gran medida de mi explicación. Me brinda una ocasión preciosa para una propagación más amplia de nuestras ideas. Los camaradas libres también se servirán de mi acto como propaganda. El pueblo nos malinterpreta. La prensa capitalista lo ha predispuesto contra nosotros. Tenemos que iluminarlos; ésa es nuestra gloriosa tarea. Trabajo muy difícil y lento, es cierto, pero aprenderán. Se les agotará la paciencia y entonces... el buen pueblo siempre ha sido demasiado amable con sus enemigos. Y valiente, incluso en el sufrimiento. Sí, muy valiente. No como aquel tipo, el trabajador del acero. Ese traidor es una vergüenza para Home­stead...

      Deambulo inquieto por la celda. El Judas huelguista no merece vivir. Quizá lo mejor sería que lo colgasen. Su muerte contribuiría a abrir los ojos del pueblo ante el verdadero carácter de la justicia legal. Justicia legal... ¡qué farsa! ¡Si son términos que se excluyen mutuamente! Sí, seguro, lo mejor será que lo cuelguen. El Pinkerton testificará contra él. Vio cómo Jack lanzaba dinamita. Mejor que mejor. Tal vez haya otros que juren haberlo visto. El juez creerá a los Pinkertons. Sí, lo ahorcarán.

      Pensarlo me serena un poco. Al menos, la causa del pueblo saldrá beneficiada en cierta medida. No hay que tener en cuenta al hombre en sí. Ha dejado de existir. Sus intereses son exclusivamente personales; ya no puede resultar beneficioso para el pueblo. Sólo su muerte puede contribuir a la causa. Será mejor para él que termine su carrera al servicio de la humanidad. Espero que en el patíbulo se comporte como un hombre. No debe permitir que el enemigo disfrute de su pavor y de su terror cobarde. En él verán el espíritu del pueblo. Desde luego que no lo merece. Pero tiene que morir como un trabajador rebelde, con una actitud valiente y desa­fiante. Tengo que comentárselo.

      El bajo profundo del gong disipa mis ensoñaciones.

      VII

      Durante la soledad de la noche tengo una nítida sensación de libertad. La atmósfera diurna está sobrecargada de un fétido desasosiego, las horas están preñadas de terrores inminentes. Pero la noche resulta balsámica. Estoy solo por vez primera, lejos de cualquier mirada. «Han soltado al perro nocharniego.» ¡Qué brutalidad más refinada hay en esta atención constante a que el verdugo no se quede sin su presa! Sólo una precaución contra el suicidio, me dijo el alcaide. La ingenua estupidez de la insinuación me pareció una puñalada. ¡Un abismo insondable separaba nuestras actitudes mentales! Su cabeza no puede atisbar la imposibilidad de un suicidio antes de que explique al pueblo el motivo y el objetivo de mi acto. ¿Suicidio? ¡Como si mi objetivo fuese simplemente la muerte de Frick! Ese simple pensamiento resulta imposible, insultante. Me ultraja que hasta un burgués sea tan mezquino como para malinterpretar de este modo las aspiraciones de un revolucionario activo. Este reptil insignificante, Frick... ¡como si un simple hombre mereciera el esfuerzo de un terrorista! Apunté a la hidra de múltiples cabezas cuyo representante visible era Frick. El desarrollo de los acontecimientos en Homestead le había concedido una importancia provisional, había puesto de relieve a esta descarada hidra particular, por así decir. Eso bastaba para convertirlo en merecedor de la atención del revolucionario. Ante todo, como perfecta demostración; metería el miedo en el cuerpo de su clase. Son unos pusilánimes, les pesa la culpa en la conciencia... y la vida les es muy cara. Su puño asfixiante sobre los obreros se puede aflojar. Sólo por un momento, sin duda. Pero eso es precisamente

      lo que se ganaría con el acto del Attentäter. El pueblo no podría menos que sentir la hondura de un amor que entregase su propia vida por su causa. Dar una vida joven, llena de salud y vitalidad, darlo todo, sin un pensamiento para uno mismo; entregarlo todo, por voluntad propia, colmado de alegría, mejor dicho, entusiasmado... ¿es que alguien podría dejar de comprender semejante amor?

      Pero ésta es la primera acción terrorista en América. El pueblo quizá no consiga comprenderla cabalmente. Aun así, sabrán que un anarquista es el responsable de la acción. Les hablaré desde la sala del tribunal. Y mis camaradas libres no dejarán pasar la oportunidad de aclarar las cuestiones relacionadas. Un acto como éste no puede sino concitar la atención del mundo. El primer acto de sacrificio anarquista voluntario hará que los trabajadores reflexionen en profundidad. Quizá más todavía que con el martirio de Chicago. Éste último fue sobre todo un ejemplo de justicia capitalista. La tragedia de 1887, culminación de una conspiración plutocrática, carecía del elemento de auto-sacrificio voluntario anarquista en el interés del pueblo. En lo que respecta a esta cualidad distintiva, mi acto resulta fundacional. Acaso se revele como la primera vía de agua. El caldo de cultivo de la opresión está hirviendo. Nuestra responsabilidad, nuestra responsabilidad como anarquistas, consiste en educar a los obreros para su gran misión. Dejad que el mundo conozca el sufrimiento de Homestead. El trueno inesperado anuncia que tras el horizonte en calma se prepara la tormenta. El relámpago de la protesta social...

      «¡Rápido, Ahlick! ¡Escóndelo!» Algo blanco pasa al vuelo entre los barrotes. Leo a toda prisa el recorte de prensa. ¡Glorioso! ¿Quién iba a decirlo? Un soldado de uno de los regimientos apostados en Homestead animó a sus compañeros a dar «tres vivas por el hombre que disparó a Frick.» Hermosas esperanzas embargan mi alma. ¡Qué ánimo más maravilloso en la milicia! Quizá los soldados confraternizarán con los huelguistas. No es en modo alguno un imposible; cosas parecidas han pasado antes. Después de todo, pertenecen al pueblo, son en su mayoría trabajadores. Sus intereses son idénticos a los de los huelguistas, y con toda seguridad odian a Frick, condenado universalmente por su brutalidad y su arrogancia. El soldado —¿cómo se llama? Iams, W.L. Iams— encarna el mejor sentir del regimiento. Los otros carecen tal vez de su coraje. No se atrevieron a responder a sus vítores, habida cuenta de la presencia del


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