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El hombre imperfecto. Jessica HartЧитать онлайн книгу.

El hombre imperfecto - Jessica Hart


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al respecto, le decía que había sido un error y cambiaba de conversación rápidamente. De niña, Allegra se imaginaba que su padre era una estrella de cine o un príncipe de algún reino europeo y que, cualquier día, se presentaría a buscarla.

      Pero, obviamente, su padre no se presentó.

      –Bueno, creo que ya habéis bebido bastante –dijo Max, que llamó al camarero para que les llevara la cuenta–. Es hora de volver a casa.

      –No me quiero ir a casa. Quiero tomar otra copa –dijo Allegra.

      Max no le hizo caso. La tomó del brazo y la levantó con una fuerza que a Allegra le pareció sorprendente.

      –¿Quieres que te pida un taxi, Darcy?

      –Te lo agradezco mucho, pero me quedaré un rato. –Darcy saludó a alguien que estaba detrás de ellos–. Quiero hablar con Chris.

      –Oh, Dios mío… ¿Conoces a Chris O’Donnell? –chilló Allegra.

      Afortunadamente, Max se la llevó del brazo y la sacó del local antes de que pudiera hacer el ridículo.

      –¿Qué estás haciendo? –protestó–. ¡Era mi oportunidad de conocer a Chris O’Donnell!

      –Estás borracha, Piernas. Aunque Darcy te lo hubiera presentado, mañana no te acordarías de nada.

      –Por supuesto que…

      Allegra resbaló en ese momento. De no haber sido por los reflejos de Max, que la agarró del brazo, se habría dado un buen golpe.

      Él suspiró y dijo:

      –Será mejor que vayamos en taxi.

      Allegra parpadeó, intentando enfocar la mirada.

      –¿Un taxi? Aquí no conseguiremos un taxi.

      –¿Estás segura?

      Max la dejó apoyada en la pared, se llevó dos dedos a la boca y soltó un intenso silbido. Segundos más tarde, se detuvo un taxi.

      Tuvo tantas dificultades para subir al vehículo que, al final, Max decidió intervenir y meterla dentro. Allegra se quedó despatarrada, en una posición muy poco digna. Y, cuando por fin se puso recta, fracasó en el intento de encontrar el enganche del cinturón de seguridad.

      De nuevo, Max acudió en su ayuda. Se inclinó sobre ella y le puso el cinturón.

      Al ver su cabello, Allegra sintió un deseo tan arrebatador de acariciárselo que se despabiló al instante. Luego, respiró hondo y se apretó contra la portezuela del lado contrario, para distanciarse de él.

      –La experiencia ha sido un éxito, ¿no crees?

      Allegra pretendía sonar fría y profesional, para demostrarle a Max que no estaba borracha y que era capaz de mantener una conversación. Por desgracia, su voz sonó tan débil como si no tuviera oxígeno en los pulmones; así que carraspeó y lo volvió a intentar.

      –Darcy es encantadora, ¿verdad?

      Max asintió.

      Darcy era una fantasía hecha realidad. Sexy, amigable, inteligente y con sentido del humor. Probablemente, era la mujer más extraordinaria que había conocido. Pero no le llamaba la atención.

      Max frunció el ceño y se puso el cinturón de seguridad. A su lado, Allegra empezó a decir cosas apenas comprensibles sobre el éxito de la velada y sobre lo mucho que se había divertido. Era obvio que no había estado sometida a las constantes caricias de Darcy, como él.

      Había sido una situación absurda. Él, Max Warriner, convertido en el objeto de los deseos de una supermodelo que no dejaba de tocarle la pierna. Pero, lejos de haberlo disfrutado, se había sentido terriblemente incómodo. Era demasiado consciente de la presencia de Allegra, de sus miradas, de su forma de tomar notas.

      Ni él mismo lo entendía. Físicamente, las dos mujeres estaban a años luz. Darcy era exuberante, lujuriosa, el sexo personificado; Allegra, solo una chica demasiado delgada. Pero, en ese caso, ¿por qué se acordaba una y otra vez del abrazo que le había dado en el sofá? ¿Por qué recordaba una y otra vez su calor?

      –Y tú has estado magnífico.

      Max la miró y se tuvo que resistir al impulso de quitarle el cinturón de seguridad y tumbarla sobre sus piernas. Justo entonces, el taxi pegó un bandazo y Allegra se inclinó hacia él lo justo para que notara el aroma de su cabello.

      –Me siento un poco rara, ¿sabes?

      –No te preocupes. Te sentirás mejor cuando comas algo.

      –Oh, no… Ahora no podría comer nada.

      –Puedes y debes –dijo él–. Pediremos una pizza cuando lleguemos a casa.

      Allegra lo miró con horror.

      –¿Una pizza? ¿Te has vuelto loco? ¿Sabes cuántas calorías tienen?

      –Demasiadas, pero esta noche has tomado tantos cócteles que una pizza no marcará la diferencia –observó Max–. Además, estás muy delgada. En mi opinión, te vendrían bien unos cuantos kilos.

      Allegra frunció el ceño.

      –Nunca has trabajado en el sector de la moda femenina, ¿verdad?

      Él sacudió la cabeza.

      –No, ni tengo intención de trabajar.

      –Yo no estaría tan segura de eso. Ahora que llevas camisas con estampados de flores, ¿quién sabe lo que puede pasar?

      –Eso es cierto –replicó él con desánimo.

      Los dos se quedaron en silencio. Allegra se giró hacia la ventanilla y se dedicó a admirar las fachadas de los edificios de Piccadilly. Era muy tarde, pero las calles estaban llenas de coches.

      Max intentó apartar la vista del tentador cuello de Allegra y de los muslos parcialmente ocultos bajo la falda de su vestido. Era de color verde menta, de una tela parecida a la gasa que estaba pidiendo a gritos que la tocaran. La propia Darcy la había tocado unos minutos antes y había expresado su admiración por la prenda. Max casi estuvo a punto de apartar la mano de la modelo y acariciarla él.

      Todo era de lo más extraño. Hasta esa noche, la forma de vestir de Allegra le había pasado desapercibida. Como mucho, le hacía bromas sobre los zapatos de tacones imposibles que se ponía de vez en cuando.

      ¿Por qué era tan consciente ahora?

      Max admiró el perfil de Allegra, que seguía mirando la calle. Después, sacudió la cabeza y se dijo que se sentía así por culpa de su estúpido experimento, que los había condenado a estar juntos.

      Cuando terminara, las cosas volverían a la normalidad.

      O eso quería creer.

      Max hizo caso omiso de las quejas de Allegra y pidió una pizza en cuanto llegaron a casa. Ella se derrumbó en el sofá, se quitó los zapatos y se dedicó a darse un masaje en los pies mientras protestaba nuevamente por las calorías, pero se le hizo la boca agua cuando por fin llegó.

      –Bueno, supongo que podría tomar un poco –dijo.

      Se sentaron en el suelo, con la espalda apoyada en el sofá, y empezaron a comer. Allegra sabía que se arrepentiría por la mañana, pero no podía negar que estaba hambrienta. Y Max tenía razón. Necesitaba comer algo.

      Se llevó una porción a la boca y soltó un gemido de placer. Estaba tan buena que cerró los ojos para saborearla mejor y, cuando los volvió a abrir, vio que Max la miraba de una forma extraña.

      –¿Qué pasa?

      –Nada –Max apartó la vista–. Solo pensaba que, si la pizza te gusta tanto, deberías comerla más a menudo.

      –¿Te has vuelto loco? ¡Me pondría gorda!

      Allegra lo miró a los ojos y se arrepintió al


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