Corazón de nieve - Una noche en el desierto. Cathy WilliamsЧитать онлайн книгу.
porque bajo su silencio podía percibir su incredulidad.
–Comprendo que debes de considerarme patética –alzó el mentón, pero contener las lágrimas de bochorno fue todo un acto de voluntad.
–Patética… no –apoyó los codos en la mesa–. ¿Nunca sentiste la tentación? –preguntó con curiosidad.
–No quiero hablar de esto –susurró–. De verdad, no sé cómo… Nunca he hablado de este tema con nadie –pero había algo en ese hombre. Una parte de ella respondía ante él, y esas reacciones parecían hallarse fuera de su control. Era como si hubiera llegado a su interior y tirado de algo poderoso y hasta entonces desconocido, un lado secreto aún sin explotar–. Fue un desliz –se defendió.
–Tu secreto se encuentra a salvo conmigo.
–Supongo que no tienes ni idea de por qué… bueno, por qué…
–Me cuesta asimilarlo –se había preguntado cómo sería la sensación de ese cuerpo. Y en esos momentos los pensamientos pasajeros adquirieron una intensidad que lo sorprendió. Se recordó la razón por la que se había sentido tentado a invitarla a tomar café y entonces pareció incluso más relevante.
–Bueno, ahora que hemos desnudado nuestras respectivas almas…
–Yo no diría que tú has desnudado la tuya.
–Todavía no me has dicho quién era ese hombre encerrado en tu despacho mientras tu pobre ayudante no sabía qué hacer.
–Anthea es muy capaz de llevar la tienda –respondió, temporalmente distraída–. Siempre se ocupa del negocio si yo no estoy. He sido muy afortunada en encontrarla…
–No puedo decir que sienta un gran interés en escuchar el currículum de tu ayudante –interrumpió él antes de que se lanzara por una de esas tangentes que parecía tan aficionada a seguir–. Lo que me interesa es ese hombre que había en la tienda. No estaba allí para ayudar con la entrega, ¿verdad?
–¿Quién, Martin? No.
¿Martin? Carecía de experiencia con el sexo opuesto, era nueva en la escena londinense y desconocía las costumbres del típico depredador… No le extrañó que su madre hubiera estado preocupada por ella y, más o menos, le hubiera pedido que la vigilara. Tampoco le extrañó que la hubiera visto como una candidata para el papel de esposa. La gentil inocencia de Cristina habría llegado al corazón tradicional de su madre.
Era una joven decididamente inocente. Y le gustara o no a él, necesitaba algo de protección, aunque sólo fuera de su propia ingenuidad.
Decidió que él asumiría la onerosa tarea de cerciorarse de que activara uno o dos mecanismos de defensa que la ayudarían a tratar con situaciones desafortunadas, como en la que se hallaba en ese momento.
–Martin –Rafael suspiró y se reclinó en la silla para poder estudiar su rostro acalorado–. Disculpa si sueno como un sabelotodo, pero tengo bastante más experiencia que tú.
–Me doy cuenta de eso –volvió a reconocer.
–Razón por la que voy a preguntarte desde hace cuánto que conoces a ese hombre.
–¿A quién? ¿A Martin?
–¿De qué otra persona podría estar hablando? –repuso irritado.
–Bueno… desde hace poco –se ruborizó–. De hecho, ayer contestó al anuncio que puse en el periódico.
–¿Pusiste un anuncio en un periódico? –se quedó horrorizado. Se preguntó cómo sus padres habían podido enviarla tan contentos a tierras extranjeras cuando era evidente que se encontraba indefensa–. ¿Tienes idea de lo condenadamente peligroso que puede ser eso? ¿Es que no aprendiste nada durante tu infancia? ¿Tanto te protegieron?
–¡No sé lo que quieres dar a entender, Rafael! –exclamó a la defensiva.
–Quiero dar a entender –comenzó despacio como si le hablara a una persona especialmente obtusa– que deberías haberte dado cuenta de que poner anuncios en los periódicos para buscar a la pareja perfecta es jugar con fuego. No sé cómo es ese tal Martin, pero tiene pinta de matón. Y encima lleva pendiente.
–Yo no he puesto un anuncio…
–Eres inexperta, Cristina. Asimismo, tienes una naturaleza confiada. Es una combinación letal.
–No soy una completa idiota, Rafael.
–No, no eres idiota, y no intento decirte lo que debes hacer. Sólo te estoy ofreciendo unos consejos amistosos.
–¡No necesito tus consejos amistosos!
Mirándola, Rafael pensó lo contrario. Incluso vestida de esa manera tan poco favorecedora, aún poseía curvas y una figura que un hombre podría desear. Y algo en su rostro era suavemente femenino con esos ojos grandes y oscuros, las pestañas largas y esa boca que prometía satisfacción. Aunque estaba tan obsesionada con las comparaciones con esas hermanas suyas, que ni ella misma lo sabía. No lograba llegar hasta ella, y ya había perdido la primera reunión del día.
Miró el reloj de pulsera, y antes de que pudiera decir algo, Cristina se puso de pie, repentinamente consciente del paso del tiempo y de que todavía había mucho que hacer con el reparto de flores antes de abrir el local.
–He de irme –manifestó.
Rafael, que había estado a punto de decir exactamente lo mismo, no estuvo seguro de que le gustara que lo descartaran de esa manera. Ni lo apaciguó la disculpa sincera de Cristina aduciendo que debía terminar unos pedidos.
–No hemos acabado nuestra conversación –soltó, siguiéndola hacia la puerta y luego por la acera mientras ella iba a paso ligero por el camino que habían recorrido antes.
Se volvió y le dedicó una de esas sonrisas suyas, en esa ocasión de pesar.
–Lo sé, pero, de todos modos, no me gustaba por dónde iba la conversación.
–¿Que no te gustaba por dónde iba la conversación? –hablar con esa mujer representaba todo un enigma, ya que no tenía ni idea de lo que diría a continuación. Y acostumbrado como estaba a que las mujeres respondieran a él como hombre, la crudeza de Cristina era una sacudida para su orgullo.
–Prácticamente me estabas acusando de ser una incompetente en mi trato con otras personas –explicó, consciente de su poderosa presencia–. Supongo que tu intención es buena, pero en realidad es un poco insultante.
–¿Insultante? ¿Insultante? ¡Explícamelo, porque no veo cómo te insulto tratando de ayudarte! ¡Pareces olvidar que fuiste tú quien me insultó al insinuar que no trato bien a las mujeres! –empezaba a sentirse un poco acalorado.
–No soy tonta, y si me hubieras escuchado, te darías cuenta de que lo has malinterpretado a tu antojo.
–¿Malinterpretado qué? –se preguntó si con toda la experiencia que acumulaba intentaría convencerlo de que sabía más que él acerca de la naturaleza depredadora de algunos hombres.
–¡No he estado poniendo anuncios en el periódico en busca de una cita a ciegas! ¡Además, en la actualidad ya nadie hace eso! ¡Hoy en día la gente que quiere encontrar a otras personas recurre a Internet!
–¿Cómo voy a saberlo?
–Puse un anuncio en el periódico porque quería averiguar si existía alguna oportunidad para que entrenara a un equipo femenino de fútbol. Martin respondió. Él entrena en uno de los colegios de la zona y pensó que las chicas podrían animarse más a practicar ese deporte si tuvieran una entrenadora mujer.
Rafael hizo una mueca.
–Deberías haberlo dicho desde el principio –la reprendió.
–¡No me diste la oportunidad!
Habían llegado a la tienda y ella lo miró suspirando.
–Supongo