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Corazón de nieve - Una noche en el desierto. Cathy WilliamsЧитать онлайн книгу.

Corazón de nieve - Una noche en el desierto - Cathy Williams


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      –¿O sea que me estás contando que ahora tienes un segundo trabajo en alguna escuela? –se preguntó si sabría lo peligrosos que podían ser algunos colegios, y de inmediato se recordó que ella no era su responsabilidad.

      –No, un trabajo no –empujó la puerta y Rafael la siguió al interior. Todas las entregas estaban ordenadas y clasificadas. Cristina lo miró–. Me he ofrecido voluntaria para entrenar un par de clases después del colegio. La primera el martes. Martin no sabe cuál será el resultado, pero quiere que funcione.

      –¿Dónde está la escuela?

      Ella le dedicó una sonrisa que le iluminó toda la cara.

      –Bastante cerca de aquí, de modo que puedo dejar la floristería a cargo de Anthea y estar allí a las cinco. Tengo ganas de empezar. ¡Yo también necesito el ejercicio!

      –Es imposible saberlo bajo todas esas capas de ropa.

      Sintió que los ojos de él la quemaban y el alegre y seguro cambio de tema la dejó algo mareada.

      –Y tú probablemente necesites ir a trabajar –le recordó.

      –Cierto.

      Abandonó el aroma a flores, pero su mente se negó a permanecer controlada en el santuario ordenado de su cómoda oficina. Todas las reuniones salieron según lo planeado, pero estaba distraído y podía sentir a su secretaria nerviosa a su alrededor, consciente de que algo no encajaba.

      Nada lo hacía. Su especialidad era establecer categorías. Las mujeres pertenecían a una y el trabajo a otra, y nunca, jamás, se solapaban.

      Esa mujer era una responsabilidad.

      Llamó a su secretaria por el teléfono interno y en un impulso le preguntó qué tenía programado para el día siguiente.

      Como esperaba, conferencias y una inauguración en una de las galerías de arte. Estaba rodeado por obras de arte francamente caras y aún no había podido asistir a ninguna de las galerías de la ciudad.

      –Cancela todo lo que tenga después de las cuatro –instruyó–. Mantendré la cita de la galería. Asistirán algunas personas importantes.

      Se sentía mejor sabiendo que iba a abordar la espinosa situación de Cristina y su reunión con un perfecto desconocido en una escuela desconocida. En cuanto se cerciorara de que todo iba a salir bien, podría concentrarse en vez de verse constantemente distraído por ella.

      Una vez establecido un placentero y elevado terreno moral, al fin pudo dedicar su habitual ciento diez por ciento al trabajo, que continuó en casa hasta las doce de la noche.

      Y al día siguiente se encontraba en una excelente disposición de ánimo. No le cupo duda de que el altruismo era un elixir, y no sólo el altruismo impersonal de los donativos a obras de caridad o beneficencia. Entregaba grandes cantidades de dinero a diversas causas nobles, tanto a través de sus empresas como personalmente, pero nunca se había sentido tan revitalizado por el proceso como en ese momento, cuando sabía que hacía lo correcto al proteger a alguien desvalido, sin importar que esa persona lo quisiera reconocer.

      Cuando a las cuatro y media, justo antes de estar a punto de marcharse, Patricia le comentó que de buen humor asustaba tanto como cuando estaba hosco, le resultó divertido y rió.

      –Está riendo –indicó suspicaz–. Ríe y se va temprano del trabajo. Por favor, no me diga que hay otra Fiona.

      Fiona era una de sus ex que se había mostrado especialmente irritante al acabar la relación, y había desterrado cualquier posibilidad de una separación amigable al llevar el resentimiento a su lugar de trabajo, para diversión de Patricia. Ésta, cuyo contacto con sus amigas sólo existía a través de los diversos regalos que les compraba y las flores que les enviaba, nunca le había permitido olvidar el «Fionagate», tal como lo había bautizado. Se había librado de ello porque llevaba trabajando siglos para él y ya no la intimidaba. En eso era única.

      –¿Sería tan estúpido? –le preguntó mientras se ponía la gabardina y se aseguraba de llevar el móvil en el bolsillo.

      –¿Por qué no? –preguntó ella con ironía–. La mayoría de los hombres lo son.

      –Excepto, desde luego, Geoff. ¿Te he dicho alguna vez la pena que siento por ese sufridor marido que tienes?

      –Varias veces. Bueno, ¿quién es? ¿Le tendré que enviar unas rosas rojas dentro de un mes?

      En el espacio de unos pocos días le habían recordado varias veces sus relaciones con las mujeres. Tuvo una visión fugaz de sí mismo siendo mayor, persiguiendo todavía a mujeres hermosas para mantener aventuras breves. Un hombre viejo y triste. No resultó una visión agradable.

      –Es un proyecto –explicó.

      –Espero que meritorio.

      –Eso… –miró a su secretaria con expresión pensativa– es algo que nos dirá el tiempo.

      Hacía frío y soplaba un aire helado y ya comenzaba a oscurecer. Decidió caminar, algo que últimamente hacía poco, principalmente porque no disponía del tiempo, y el ejercicio le sentaría bien. Recordó cuando solía practicar deportes. Todos los deportes, en cuya mayoría había sobresalido. Esos tiempos parecían pertenecer a otra vida, antes de que el trabajo se hubiera convertido en el monstruo que todo lo consumía.

      Antes de dedicarse al inútil ejercicio de la reminiscencia, volvió a concentrarse en lo que lo ocupaba… llegar al colegio, cuyo nombre Patricia había encontrado sin dificultad, localizar a Cristina y evaluar a ese tal Martin en persona.

      No le sorprendió que el campo estuviera situado fuera de la escuela, a unos quince minutos a pie. Una amable señora de la dirección del colegio le indicó cómo llegar, y lo hizo veinte minutos después de que hubiera comenzado la sesión de entrenamiento.

      Pudo distinguirla bajo los resplandecientes focos del campo, rodeada por un escaso grupo de chicas que parecían moverse en estado letárgico, mientras a los lados un numeroso grupo de chicos manifestaba en voz alta lo que pensaba de que las chicas irrumpieran en su territorio. Las mofas eran inocentes pero vocingleras, y un par de las chicas se alejaron del campo para situarse junto a los chicos.

      Rafael experimentó una desconocida y ajena sensación de protección, pero no se dio prisa. Se dedicó a buscar con la vista al Hombre Pendiente, claramente ausente.

      Luego caminó despacio hacia el grupo cada vez más reducido. A ese ritmo, Cristina no tendría a quién entrenar. ¿Y dónde diablos estaba el hombre que se suponía que tenía que ayudarla el primer día?

      Sonrió satisfecho al sentirse reivindicado en su evaluación del sujeto. Puede que no fuera un matón, pero era un idiota.

      Al acercarse, lo que debería haber sido una sesión de entrenamiento al parecer se había convertido en una sesión de persuasión, pero incluso entonces vio cómo otras dos chicas desertaban para ir a reunirse con el grupo de chicos.

      Ella no lo vio. De hecho, cobró conciencia de su presencia porque las burlas desde los lados habían callado y todos los ojos apuntaban a un punto por encima de su hombro.

      Rafael, hábil en el análisis de un público, e incluso más diestro en un tipo de intimidación silencioso pero de brutal eficacia, recurrió a esos dos talentos.

      Le dedicó una sonrisa a Cristina, quien lo observaba boquiabierta por el asombro, y luego miró al grupo en ese momento silencioso y, sencillamente, tomó el control.

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