Entre el deseo y el temor. Jennie LucasЧитать онлайн книгу.
para mí –dijo ella, con lágrimas en los ojos–. Temía hacerme ilusiones para nada –añadió, metiendo la mano en el bolso para sacar un documento–. Por favor, firme esto y envíelo a la clínica de San Francisco para que no me pongan ningún problema. Y gracias, de verdad. Es usted una buena persona.
Después de decir eso salió del salón y Alex se quedó mirándola, atónito. Luego miró el papel que tenía en la mano. Era un documento legal por el que, según las leyes de California, renunciaba a sus derechos parentales sobre el bebé.
¿Por qué no le había pedido dinero? Alex miró el fajo de billetes que tenía en la mano. De hecho, ella le había dado dinero. Nada de aquello tenía sentido.
A menos que su historia fuese cierta.
Pero no podía ser. Porque, aunque Chiara hubiese urdido aquel plan diabólico, ¿como lo había hecho? Era imposible que él fuese el padre de ese niño. La clínica de San Francisco no podía tener una muestra de su ADN.
A menos que…
Alex recordó entonces su visita a una clínica en Suiza, poco después de casarse, cuando aún esperaba tener un hijo con Chiara y se preguntaba por qué no quedaba embarazada.
Se había hecho unas pruebas y había aceptado que se quedasen con las muestras de su ADN para el futuro, por si acaso.
¿Podría ser…?
Sí, pensó entonces, con el corazón acelerado. Su difunta esposa, tan astuta y taimada, debía haber imaginado que pediría una prueba de paternidad y esa prueba demostraría que el bebé era hijo suyo.
Así era como pensaba chantajearlo. Había conseguido las muestras de la clínica suiza y las había enviado a San Francisco.
Esa idea lo dejó helado. ¿Habría encontrado Chiara la forma de vengarse desde la tumba?
¿Sería posible que Rosalie Brown, una mujer a la que no había visto en su vida, estuviese esperando un hijo suyo?
Capítulo 2
SIGUEN aquí? ¿Por qué no se marchan? –protestaba la tía abuela de Rosalie en la puerta de la cocina, mirando a los turistas que cantaban al otro lado del restaurante.
–Están pasándolo bien –respondió Rosalie, esbozando una sonrisa.
Su tía se volvió hacia ella con las manos en las caderas.
–Ya veo que te hace mucha gracia.
–Lo siento, no puedo evitarlo.
Pero no eran solo las canciones de los turistas lo que hacía sonreír a Rosalie. La verdad era que desde que llegó a Monte Saint-Michel dos días antes no había dejado de hacerlo.
Iba a quedarse con su hijo.
Había pensado que era un sueño imposible, pero ese sueño se había hecho realidad. Podía quedarse con su hijo para siempre, pensó, haciendo un alegre bailecito.
«Somos una familia, cariño. Tú y yo».
–¡No bailes en medio de mi restaurante! –exclamó su tía Odette, escandalizada–. ¿Estás borracha?
–Borracha de felicidad, tatie –respondió ella, dándole un beso en la mejilla.
–Mi hermana no debería haberse marchado a América –protestó su tía, intentando disimular una sonrisa–. ¡No te han enseñado a comportarte!
Rosalie soltó una carcajada. Se alegraba tanto de haber ido a visitarla. Odette Lancel era la propietaria del restaurante de tortillas más popular de Monte Saint-Michel, el pueblo-isla bajo la abadía medieval, una enorme fortaleza construida sobre una roca.
Al principio, Odette no se había mostrado precisamente contenta al ver a su sobrina soltera y embarazada. Había dejado bien claro que, en su opinión, era una tonta por haber quedado embarazada para otra pareja y una ingenua por pensar que podría criar sola a su hijo.
«Un niño necesita un padre y una madre, ma petite», le había dicho. «Tú lo sabes mejor que nadie porque tuviste una infancia feliz. Tus padres se adoraban y te querían con locura».
Recordar a sus padres hizo que Rosalie perdiese brevemente la sonrisa. No quería recordar a sus queridos padres o la felicidad de su hogar perdida para siempre.
Por su culpa.
Chiara Falconeri, la elegante mujer italiana a la que había conocido en San Francisco, también había fallecido. Qué tragedia morir de ese modo, pensó. Y, al parecer, su matrimonio no era un matrimonio feliz en absoluto. Al contrario, era un fracaso.
Chiara había muerto con su amante, engañando a su marido, después de haber engendrado un hijo sin el consentimiento de Alex Falconeri… ¿para obligarlo a divorciarse?
Todo aquello era un desastre y Rosalie se alegraba de poder criar a su hijo lejos de los Falconeri, sin dramas, en un hogar lleno de amor.
–Un niño necesita un padre –le dijo su tía por enésima vez.
–Ya, pero es imposible. El padre de mi hijo es…
«Guapísimo, sexy, poderoso».
Rosalie sacudió la cabeza, intentando apartar esas imágenes de su mente.
–Alex Falconeri está de luto por la muerte de su esposa y no tiene el menor interés en criar a un hijo del que no sabía nada.
–De todas formas, también es responsabilidad suya. Al menos, tendrá que ayudarte económicamente.
–No quiero su dinero –dijo Rosalie, irritada.
–¿Por qué no? –le preguntó su tía, con el ceño fruncido–. Tu sueldo de recepcionista no es una fortuna precisamente.
–No, es verdad, pero tengo el dinero del seguro de mis padres y si vendo la granja…
–¿Vender la granja? –exclamó Odette, escandalizada–. Yo nunca aprobé el matrimonio de mi sobrina con un granjero americano, pero él hablaba de sus tierras con mucho orgullo. La familia de tu padre trabajó esa granja durante generaciones y era tan importante para él como lo es este restaurante para mí. Lo heredé de mi abuelo –dijo su tía, mirando alrededor con gesto orgulloso–. Uno no debe deshacerse de un legado familiar a menos que sea absolutamente necesario.
–Pero la granja ya no existe, tatie. Mis padres han muerto y yo no puedo volver allí. Debo aceptar eso.
–Rosalie…
–Dentro de unos días volveré a San Francisco. ¿Por qué no dejas que te ayude en el restaurante mientras tanto?
No podía haber elegido mejor forma de distraer a Odette, cuyo rostro se iluminó de inmediato. Era temporada alta, de modo que pasó esos días atendiendo a los clientes y disfrutando de la isla, pero al día siguiente debía volver a Venecia y tomar un avión con destino a San Francisco.
Entonces tendría que empezar a tomar decisiones importantes. Porque, evidentemente, no podía criar a su hijo en un apartamento compartido con otras tres chicas. ¿Y podría seguir trabajando como recepcionista cuando las guarderías costaban casi más de lo que ella ganaba?
Aunque quisiera gastarlo, y no era así, el dinero del seguro de vida de sus padres no duraría para siempre, de modo que tendría que vender la granja. ¿Pero de verdad podía venderla?
Suspirando, miró a un grupo de ruidosos turistas americanos que brindaban y cantaban al fondo del restaurante. Todos eran de mediana edad, pero su alegría era contagiosa y Rosalie no podía dejar de sonreír, por mucho que su tía se lo pidiese.
–Diles que se callen, ma petite –le pidió Odette, irritada.
–¿Por qué? –preguntó ella–. No están molestando.
–A mí sí me molestan –insistió su tía–. Son más de las diez y deberían