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Entre el deseo y el temor. Jennie LucasЧитать онлайн книгу.

Entre el deseo y el temor - Jennie Lucas


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que felicitase a la cocinera por las estupendas tortillas.

      –¿Cómo las hace tan esponjosas? –le preguntó una de las mujeres.

      –Es un secreto familiar, pero tal vez pueda contárselo: es amor –respondió Rosalie. Los turistas soltaron una carcajada–. No, en serio. Así es como se crea todo lo que es realmente especial en el mundo, con amor.

      Tenía que creer eso. A veces, la vida parecía un drama detrás de otro, pero el amor le daba significado y magia a todo.

      ¿Cómo si no explicar que hubiese quedado embarazada en el momento más terrible de su vida, cuando estaba más desesperada? Ella, que nunca se había acostado con un hombre.

      ¿Qué otra explicación había para el milagro de poder quedarse con su hijo?

      Rosalie sabía que era muy afortunada y pensaba atesorar cada gota de alegría.

      Claro que aquello era más que una gota, pensó, poniendo una mano sobre su vientre. Era un océano.

      No entendía por qué Alex Falconeri estaba dispuesto a renunciar a su hijo, pero fueran cual fueran sus razones se sentiría agradecida durante el resto de su vida…

      –Señorita Brown.

      Rosalie se quedó boquiabierta al ver al hombre que acababa de entrar en el restaurante.

      Alex Falconeri.

      Los turistas americanos estaban despidiéndose, pero ella solo podía mirar al carismático italiano al que creía haber dejado atrás para siempre.

      –Señorita Brown –repitió él, con voz ronca.

      –¿Cómo… cómo me ha encontrado? ¿Y qué quiere? –le espetó Rosalie, temblando.

      –No ha sido muy difícil. Llamé por teléfono hace unas horas y hablé con su tía.

      –Con mi…

      Rosalie se dio la vuelta para mirar a Odette con gesto acusador, pero su tía se encogió de hombros.

      –Es el padre del niño. Como te he dicho muchas veces, también es responsabilidad suya.

      –No es verdad –replicó Rosalie, volviéndose para fulminarlo con la mirada–. Usted renunció a sus derechos parentales en Venecia.

      Él enarcó las cejas.

      –¿Eso es lo que cree?

      Sí, eso era precisamente lo que Rosalie había pensado, pero estaba tan asustada que tuvo que apoyarse en la mesa. Solo había una razón para que Alex Falconeri estuviese allí: quería quitarle a su hijo. Y podría hacerlo. Con su dinero y su poder, ¿cómo iba a impedirlo?

      –Por favor, déjeme en paz –susurró.

      Alex Falconeri iba a decir algo, pero vaciló al ver a su tía.

      –Venga conmigo –le pidió, tomándola del brazo para salir del restaurante.

      Las calles empedradas de Monte Saint-Michel estaban vacías a esa hora, salvo por el grupo de turistas americanos que se dirigía hacia el hotel.

      Alex torció el gesto. No quería que unos extraños oyesen lo que tenía que decirle. Y tampoco su tía, que los observaba desde la puerta del restaurante con ojo de águila.

      –Por aquí –le dijo, señalando los escalones que llevaban a la muralla de piedra.

      Monte Saint-Michel, que una vez había sido un monasterio-fortaleza y una prisión, parecía embrujado bajo la luz de la luna. No se oía nada salvo el ulular del viento y la agitada respiración de Rosalie, que lo miraba con gesto de angustia. Bajo el delantal blanco, el sencillo vestido negro destacaba sus amplios pechos y el abultado abdomen en el que crecía su hijo.

      Su hijo.

      Aún no podía creerlo.

      Cuando Rosalie Brown se marchó de Venecia dos días antes, Alex había llamado a un investigador privado y a la clínica de fertilidad de San Francisco. Y ahora lo sabía todo sobre ella, desde las notas que había sacado en el colegio hasta la reciente y trágica muerte de sus padres en un incendio.

      No podía creer que Chiara hubiera sido tan malvada, tan traicionera. Estaba totalmente decidida a forzar su mano y de no haber muerto en el accidente habría conseguido lo que quería. Porque había encontrado la única cosa más importante para él que su honor. Más importante que su fortuna.

      –¿Por qué ha venido? –le espetó Rosalie–. En Venecia me llamó mentirosa y dijo que no podía estar esperando un hijo suyo.

      –Estaba equivocado.

      Ella dejó escapar una risa amarga.

      –Vaya, al menos lo reconoce. ¿Qué le ha dicho a mi tía, que quería compartir la custodia del niño?

      –No exactamente –respondió Alex.

      En el parapeto de piedra, con el viento moviendo su pelo, parecía una princesa de un cuento de hadas medieval.

      Todo aquello empezaba a afectarlo, pensó entonces. Porque la magia no existía. Los cuentos de hadas no eran reales y aquella chica, por guapa que fuese, no necesitaba un caballero que la rescatase. Era una buscavidas que había aceptado engendrar un hijo a cambio de dinero.

      ¿Pero por qué? Por lo que le había contado el investigador, el dinero era lo último que interesaba a Rosalie Brown. Había recibido múltiples ofertas por la valiosa granja de sus padres en el condado de Sonoma, en California, famoso por sus viñedos. Podría haberla vendido. O podría haberle pedido a él una fortuna dos días antes.

      Pero no había hecho nada de eso.

      Alex lo sabía todo sobre Rosalie Brown, pero no entendía nada.

      –¿Qué es lo que quiere entonces? –le preguntó ella.

      –He hecho que te investigasen –respondió Alex, tuteándola por primera vez–. Lo sé todo sobre ti, pero hay cosas que no entiendo.

      –¿Has hecho que me investigasen? No tenías ningún derecho…

      –¿Por qué aceptaste tener un hijo de una extraña? ¿De verdad lo hiciste por dinero?

      Rosalie negó con la cabeza.

      –Pensé que podía hacer algo bueno por los demás, algo que compensase por… en fin, cometí un error cuando firmé el contrato. Cambié de opinión casi inmediatamente, pero para entonces era demasiado tarde.

      –¿Cómo pudiste creer la ridícula historia de Chiara? ¿Te pareció normal que un hombre estuviese tan ocupado como para no conocer a la madre de su futuro hijo?

      –Verás… ella no me dijo eso exactamente –respondió Rosalie.

      –¿Qué te dijo entonces?

      –Me dijo que eras impotente.

      Alex la miró boquiabierto durante un segundo, y después soltó una carcajada. Rio hasta que la desafiante mirada de Rosalie se convirtió en una mirada de asombro y preocupación.

      Como si pensara que se había vuelto loco. Y tal vez era verdad.

      Alex pensó en los años que había soportado la infidelidad de su mujer, diciéndose a sí mismo que tarde o temprano entraría en razón y podrían retomar su matrimonio.

      Impotente.

      Casi le hacía gracia lo juvenil y vengativa que había sido, frustrada por no poder salirse con la suya.

      –No disfrutaba del sexo con ella, pero no soy impotente.

      Rosalie se puso colorada.

      –¿No?

      –No teníamos una buena relación… en fin, el nuestro fue un matrimonio de conveniencia, pero pensé que sería una compañera práctica y sensata para llevar el negocio y formar una familia. Cuando no quedó embarazada después de unos meses


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