Las cartas sobre la mesa - Suyo por un fin de semana - Un auténtico texano. Andrea LaurenceЧитать онлайн книгу.
eso no era todo. Había algo familiar y muy agradable en realizar juntos esas pequeñas actividades cotidianas. Era más significativo de lo que Nate había esperado.
Sí, hacer el amor con ella era genial, sin embargo, la experiencia de compartir la hora de cocina también era importante, de una manera diferente. Hasta ese momento, nunca habían tenido una vida doméstica en pareja. Hacía tres años, su matrimonio había sido una especie de interminable noche de bodas confinada a las paredes del hotel. Hacer la comida, ver la tele, incluso ir de compras, eran cosas que nunca habían hecho juntos, y eso era algo que lo entristecía. Quizá, su relación hubiera funcionado si lo hubieran intentado en el pasado.
Se suponía que, durante esa semana, tenía que hacer sufrir a Annie y sacársela de la cabeza para siempre, pero las cosas no estaban yendo como Nate había planeado.
–Tienes salsa en la mejilla –dijo ella, sacándolo de sus pensamientos.
–¿Qué?
Annie alargó la mano y le limpió la cara. Luego, se chupó el dedo y sonrió.
–Hace una salsa de tomate riquísima.
–Sí. Me dan ganas de pasar más tiempo en casa para que cocine para mí.
–¿Y por qué no lo haces?
Nate se encogió de hombros mientras tomaba unas rodajas de tomate y las colocaba en la pizza. La respuesta era que no tenía nada que lo esperara en casa. El trabajo siempre lo necesitaba. Su casa vacía, no tanto. Si hubiera tenido una familia, las cosas habrían sido diferentes.
–No hay ninguna razón, supongo.
–¿Entonces para qué tienes una casa?
–La compré cuando era una buena inversión. Así tengo un sitio adonde ir cuando no estoy en el trabajo. Y… –respondió él, y titubeó un momento–. Esperaba casarme algún día y tener hijos –reconoció, mirándola con una amarga sonrisa–. Pero las cosas no han salido como pensaba.
Annie esbozó una sonrisa forzada, antes de darle la espalda para seguir cortando el último tomate y la albahaca.
–Si nunca vienes aquí, ¿por qué me has traído hoy?
Nate se quedó paralizado. Había estado retrasando el momento para hablarle de ello, temiendo que lo estropearía todo. Pero la hora había llegado.
–Quería traerte aquí para preguntarte algo.
–¿Qué? –dijo ella, frunciendo el ceño.
–Quería alejarte del casino, del campeonato y del micrófono que registra todas tus palabras, con la esperanza de poder obtener una respuesta sincera por tu parte –confesó él, y colocó la última rodaja de tomate sobre la pizza–. Me preocupa la conversación que tuviste con el Capitán acerca de Eddie. Si Eddie está trabajando con una mujer, la lista de sospechosas es muy pequeña –señaló e hizo una pausa, observando cómo ella apartaba la mirada–. Pásame la albahaca.
Annie colocó las hojitas cortadas sobre la pizza con expresión neutral y se limpió las manos.
–¿Crees que Tessa es algo más que su amante?
–Tenemos que considerar esa posibilidad. Está apuntada al campeonato.
–Y te preocupa que yo no colabore para encarcelar a mi propia hermana.
–Espero que no lleguemos a ese punto, pero sí –afirmó él–. Gabe piensa que no vas a darnos información que pueda afectarla. O que igual uses nuestra relación como una treta para proteger a Tessa.
–¿Y tú? ¿También sospechas de mí?
Nate la miró a los ojos.
–Sí. Sería un tonto si no pensara que es una posibilidad –admitió él.
El rostro de Annie se contrajo una milésima de segundo, pero volvió a ocultar sus emociones enseguida, demasiado pronto como para que Nate detectara si lo que ella sentía era culpa, dolor o irritación.
–Deja que te tranquilice. Primero, fuiste tú quien me propuso este trato, así que no creo que puedas acusarme de usar nuestra relación para proteger a Tessa –señaló ella–. En segundo lugar, mi hermana y yo no estamos muy unidas. Ella no confía en mí, así que si crees que sé lo que está haciendo, te equivocas. Si tuviera alguna prueba de que ella u otra persona hacen trampas, lo diría para poder concentrarme en mi juego y dejar de llevar el maldito micrófono. Y, por último, me acuesto contigo porque quiero –aseguró, mirándolo a los ojos–. Eres el hombre más sexy que he conocido y no puedo evitar desearte.
A Nate se le hinchó el pecho de deseo. No sabía si era por la brutal honestidad de ella o por la forma en que lo miraba.
Antes de que él pudiera decir o hacer nada, Annie metió la pizza en el horno.
–¿Cuánto tiempo necesita para hornearse?
Nate examinó la nota de Ella.
–Dice que unos quince o veinte minutos, pero que debemos vigilarla y sacarla cuando la base esté dorada.
–De acuerdo –dijo Annie, y programó el horno–. Voy a darme una ducha rápida.
Acto seguido, se dio media vuelta y salió de la cocina, dejando que el pareo resbalara por sus caderas y se le cayera al suelo.
A Annie no le habían sorprendido las preguntas de Nate. Las palabras del Capitán la habían tomado desprevenida el día anterior, por eso se había atragantado. No había continuado la conversación después porque había tenido miedo de que fuera verdad. No quería dejar en evidencia a su hermana. Por otra parte, en ese momento, el único hecho que conocía con seguridad era que Tessa siempre había tenido muy mal ojo para elegir a los hombres. Y eso le había dicho a Nate.
Por el momento, su respuesta parecía haberlo satisfecho.
Cuando salió de la ducha, Nate había sacado la pizza y una jarra de té helado a la mesa del jardín. Después de comer, se tumbaron junto a la piscina y, cuando Annie estaba a punto de quedarse dormida, notó que él la estaba mirando. Al abrir un ojo, lo sorprendió contemplándola.
–Deberías estar desnuda bajo el sol más a menudo –dijo él con una sonrisa–. Te sentarían mejor las playas del Caribe que un casino lleno de humo.
Annie se imaginó en la playa con él. Sería toda una experiencia, pensó. Por el momento, había sido una experiencia pasar juntos unas horas en su casa, lejos del casino. Le había permitido intuir cómo podía ser la vida con él.
Annie había esperado que esa semana fuera una tortura. Nate le había dejado claro que quería hacerla sufrir. Sin embargo, en ese momento, se imaginaba a sí misma tumbada en una hamaca en la playa. Con él. Y, al imaginárselo, no se sentía agobiada, ni atada, ni le daban ganas de huir. Solo se sentía… genial. Y eso no era bueno.
–No se puede hacer dinero en la playa –comentó ella, sonriéndole–. Yo voy donde hay campeonatos. Si no hay un casino en la playa, no tengo nada que hacer allí.
Nate frunció el ceño.
–¿Nunca te tomas vacaciones?
–No –confesó ella, encogiéndose de hombros–. No me cuadra la idea de viajar para gastar dinero en vez de para ganarlo.
–¿Y de niña? ¿No fuiste con tu familia de viaja a Florida o al Gran Cañón?
–De niña viajé a todos los rincones del país, pero no de vacaciones. Nos mudábamos todo el rato. Mi madre estaba buscando algo que todavía no ha encontrado. Hasta la fecha, desconozco qué es.
–¿Y tu padre?
Annie intentó fingir indiferencia sin conseguirlo.
–Ella lo dejó. Y, al parecer, yo no le importaba a él lo bastante como para que viniera tras de mí. De todas maneras, mi madre no se lo hubiera permitido, pues estaba cambiando de lugar