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Las cartas sobre la mesa - Suyo por un fin de semana - Un auténtico texano. Andrea LaurenceЧитать онлайн книгу.

Las cartas sobre la mesa - Suyo por un fin de semana - Un auténtico texano - Andrea Laurence


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se levantó para acercarse a saludarlo, pero la mirada de Gabe la detuvo en seco. Aunque siempre había tenido una sonrisa y buenas palabras para ella, sus ojos se le clavaron como cuchillos acusadores. Tenía la mandíbula y el cuello tensos. Gabe parecía guardarle más rencor que el mismo Nate.

      Sin decir palabra, el jefe de seguridad dejó caer el equipaje de ella junto a la mesa del comedor.

      –Llámame si me necesitas, señor –le dijo a su jefe, sin dejar de mirar a Annie con dureza. Acto seguido, salió de la suite.

      Annie nunca se había dado cuenta de lo protector que era Gabe con Nate. Aunque tenía razones para estar enfadado con ella, caviló, mordiéndose el labio.

      Como amigo y jefe de seguridad, estaba claro que Gabe no aprobaba el plan de Nate de usarla para su operación encubierta. Sobre todo, desaprobaría el que vivieran juntos. Si era sincera, Annie tampoco estaba muy satisfecha con esa parte del plan.

      Cuando giró la cabeza, se encontró con Nate sonriendo. Era la primera sonrisa sincera que esbozaba desde que lo había visto. Y se debía, por supuesto, a la incomodidad de ella.

      –No es uno de tus fans.

      –Me he dado cuenta. Esperaba que no le hubieras hablado a nadie de nosotros. ¿Quién más lo sabe? ¿Debo tener cuidado por si las criadas me tiran flechas envenenadas?

      Nate rio, meneando la cabeza.

      –No, solo lo sabe Gabe. No iba a decírselo, pero encontró tu alianza.

      La alianza. Annie lo había olvidado. La había dejado en la mesilla de noche antes de irse, pues no le había parecido bien llevársela.

      Perpleja, vio que Nate se sacaba el anillo del dedo meñique y se lo tendía.

      –Lo vas a necesitar. Para hacer tu papel.

      Annie lo tomó de su mano y observó la joya. Era un anillo sencillo de platino, sin nada especial. Lo cierto era que los habían elegido con mucha prisa. En ese tiempo, lo único que ella quería había sido convertirse en la señora de Nathan Reed. ¿En qué diablos había estado pensando?

      –¿Por qué lo llevabas puesto?

      –Como recordatorio.

      Annie comprendió que no se refería a nada sentimental. Más bien, debía de ser un recordatorio de lo mucho que la haría sufrir si ella volvía a caer en sus manos.

      –¿Dónde está tu anillo?

      –Guardado. No podía llevarlo y mantener, al mismo tiempo, mi reputación como el soltero más codiciado de Las Vegas –repuso él con gesto de disgusto. Entonces, se acercó a un cajón y sacó una cajita de terciopelo.

      –Ya. Estar casado podría interferir con tu vida social.

      Nate levantó la vista, observándola un momento antes de ponerse su anillo en el dedo.

      –No tengo vida social –admitió él, frunciendo el ceño–. Pensé que esa era una de las razones por las que me habías dejado.

      –No, yo… –balbució ella. No quería hablar de por qué se había ido. Eso no cambiaría nada. Era agua pasada y, pronto, podrían seguir con sus vidas y dejar el pasado atrás. Bajando la vista, cerró la mano sobre la alianza que sujetaba en la palma.

      –Ponte el anillo –ordenó él.

      Con el pecho encogido, Annie pensó que prefería ponerse una soga alrededor del cuello. Al menos, eso mismo había sentido cuando se había despertado a la mañana siguiente de su boda. Entonces, había creído que habían sido los nervios típicos de una recién casada, pero se había equivocado. Enseguida, había comprendido que había cometido un gran error.

      Annie intentó encontrar alguna excusa para no obedecer.

      –Prefiero esperar a que lo limpien. Haz que lo pulan un poco.

      Era una excusa tonta y ella lo sabía. ¿Qué más le daba ponerse un estúpido anillo? Sin embargo, cada vez se sentía con menos aire en los pulmones, más asfixiada.

      Nate frunció el ceño y se acercó ella. Sin decir palabra, la agarró de la mano y, uno por uno, le fue separando los dedos que se cerraban sobre el anillo. Con firmeza, tomó la alianza y se dispuso a colocársela.

      –¿Me permite, señora Reed?

      Annie se quedó paralizada al escuchar su nombre de casada y ver cómo él le deslizaba el anillo en el dedo. El contacto cálido de su mano contrastaba con la frialdad de la joya. Aunque era de su tamaño, le apretaba demasiado. De pronto, sintió que la ropa también le apretaba. La habitación parecía estar quedándose sin aire…

      Comenzó a darle vueltas la cabeza, mientras la visión se le nublaba. Quiso decirle a Nate que necesitaba sentarse, pero fue demasiado tarde.

      Nate disfrutó al ver cómo Annie sufría hasta que se le quedaron los ojos en blanco. Al instante, él la recogió en sus brazos, impidiendo que cayera al suelo. La llevó al dormitorio y la dejó en la cama, con la cabeza en la almohada. Y se sentó a su lado.

      No había podido quitarse a Annie de la cabeza desde el día en que lo había dejado. Si conseguía doblegarla antes de darle el divorcio, tal vez, podría sacarla de sus pensamientos para siempre. Si también lo ayudaba a capturar a los tramposos y catapultar el buen nombre del hotel, mejor que mejor. Además, resultaba tan fácil hacerla sufrir… Él sabía bien cuáles eran sus puntos débiles y había disfrutado presionándolos.

      Al menos, hasta que se había desmayado.

      Nate se inclinó para comprobar que respiraba con normalidad. Tenía los labios entreabiertos y su expresión de ansiedad se había relajado.

      Sin poder evitarlo, le recorrió la mejilla con la punta del dedo. Su piel era tan suave como la recordaba, igual que la seda. Ella suspiró mientras la acariciaba.

      Annie siempre daba una imagen fría ante el público. Ante los demás, parecía inmutable, muy distinta de la mujer apasionada que había compartido su cama, y de la que acababa de desmayarse solo por tener que ponerse el anillo.

      Por otra parte, ella era capaz de despertar todo tipo de sentimientos en Nate. Rabia, celos, excitación, resentimiento, ansiedad… Estar con ella era como subirse a una montaña rusa emocional. Ninguna mujer le había afectado nunca tanto. Solo esperaba poder ocultar sus sentimientos delante de ella.

      Cuando Annie lo dejó, su primera reacción fue sentirse confuso y furioso. Sus peores miedos se habían hecho realidad. Fue como si su madre hubiera vuelto a abandonarlo. Él había sido testigo de cómo su padre se había hundido por el dolor. Para no dejar que Annie hiciera lo mismo con él, había canalizado su rabia en construir el mejor casino de Las Vegas y en diseñar un plan maestro para vengarse.

      Sí, tal vez, se habían casado de forma apresurada. Sí, quizá solo habían tenido una química fabulosa en común. Pero su matrimonio terminaría cuando él lo decidiera y no antes. Ella había violado sus votos cuando lo había abandonado. Y, ya que la tenía bajo su poder, le haría pagar por ello.

      Sin embargo, cuando Nate posó los ojos en aquella mujer hermosa y excitante… su mujer, empezó a preguntarse si su plan había sido un error. Su deseo de venganza había cedido, dejando paso a otro deseo mayor, el de poseerla.

      Con un gemido, Annie abrió los ojos poco a poco. Miró a su alrededor con gesto confuso, antes de cruzar su mirada con la de él.

      –¿Qué ha pasado?

      –Te has desmayado. Parece que solo pensar en que la gente sepa que estás casada conmigo te resulta insoportable –comentó él.

      –¿Qué estoy…? –balbució ella, mirando de nuevo a su alrededor con el ceño fruncido–. ¿Por qué estoy tumbada en tu dormitorio?

      Nate sonrió.

      –Nuestro dormitorio, cariño. Como un caballero, te he traído aquí cuando te has desmayado.

      Annie


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