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Julio Camba: Obras 1916-1923. Julio CambaЧитать онлайн книгу.

Julio Camba: Obras 1916-1923 - Julio Camba


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Los hombres solos hablan con frecuencia de mujeres. Las bachelor girls no hablan más que de ciencia, de política o de literatura.

      Este tipo de bachelor girl no existe ni puede existir más que en Londres.

      Una miss en estofado.

      En vez del par de huevos de todos los días, la criada me ha subido esta mañana al cuarto dos tomates con jamón. Yo no estoy acostumbrado a estas fantasías culinarias, y le pregunto a la muchacha si es día de fiesta. No es día de fiesta, sino día de huelga. Me desayuno, me visto y bajo al salón cantando.

      Tomate, niño, tomate:

      cómprame unos tomatitos…

      —Está usted muy contento —me dicen—. ¿Es que no ha visto usted los periódicos? La huelga se extiende…

      —¡Bendita sea! —exclamo—. Los huelguistas modificarán un poco la vida de Londres. Por de pronto, la cocina de casa comienza a reformarse. Es posible que mañana no haya rosbif. ¡Viva la huelga!

      —¿Y el día en que no tengamos nada que comer?

      —Ese día nos comeremos los unos a los otros —digo por salir del paso.

      Sin embargo, esta perspectiva no me entusiasma. Las inglesas son flacas, poco apetitosas. Habrá que echarles una barbaridad de mostaza. Prefiero los ingleses: estos ingleses encarnados que parece que ya están cocidos. Yo creo que están cocidos en realidad. El ejercicio puede colorear las mejillas, pero no la frente ni la calva. Estos colores son los colores de la cocción. Los ingleses se cuecen a fuego lento en el baño de todos los días.

      —¿Y si le toca a usted la bola negra —me pregunta una señorita—, nosotros nos le comemos a usted?

      —En ese caso, les deseo a ustedes un buen apetito. La cocina española no está tan mal que digamos. Modestia a un lado, yo me considero bastante apetecible. Soy tierno todavía, y tengo bocados muy recomendables.

      —¡Quién le diría a usted que iba a ser devorado por las inglesas!

      —La verdad, yo no me lo esperaba. Las inglesas saben comer con una gran delicadeza, lo cual me agrada; pero parece que nunca tienen apetito, y esto me humilla. Algunas inglesas poseen una garganta admirable, y a mí me gustaría mucho pasar por allí; pero me mortifica mucho el pensar que esas gargantas son insensibles. Las inglesas carecen de paladar y no saben hacer los honores de un plato delicado. Están acostumbradas a las comidas frías y no tienen la menor idea de la cocina española. Comen por necesidad y no por placer.

      Hay una vieja muy peripuesta que me dirige una mirada gourmande:

      —¿Cuál es —me pregunta— el mejor plato de la cocina española?

      —Señora: la recomiendo a usted los callos. La conversación sigue por este camino.

      —¿Y si me toca a mí dejarme guisar? —dice desde un rincón otra miss. Es el mejor bocado de la casa.

      —¿Qué? ¿Protestaría usted?

      —Yo, no, si no se había hecho trampa; pero gritaría mucho.

      —Eso no sería extraño.

      —¿Y cómo me preferirían ustedes?

      —Yo, a la mode —dice un inglés que es un poco snob.

      —Yo, al natural —dice otro inglés.

      —¿Y usted? —me pregunta ella a mí.

      —¿Yo? Yo soy un gourmet sentimental. Yo le pondría a usted mucha cebolla. La cebolla enternece las comidas hasta el punto de que los comensales muy sensibles no pueden contener las lágrimas. Los italianos, que son gentes blandas de corazón, usan la cebolla en todos sus guisos. Usted estaría muy bien con cebolla, señorita.

      —¿Y de beber? ¿Me comería usted con cerveza?

      —¡Oh, no! Con un vino romántico.

      El auditorio sonríe. Sin embargo, llegado el caso de no tener alimentos, yo estoy perfectamente convencido de que en esta casa inglesa nos comeríamos los unos a los otros.

      Un terrible peligro.

      Me he quedado desolado al recibir hoy la prensa con noticias del accidente que han sufrido en Santander la señora Guerrero, Fernando Díaz de Mendoza y Emilio Thuillier. ¡Casi todo el teatro español! A los cronistas de Madrid, y en especial a los críticos teatrales, dejo el análisis de la tragedia y la descripción del decorado. Alguno habrá capaz de ponerle reparos a los ayes de Thuillier, diciendo que han carecido de emoción, o de afirmar que Fernando no ha caído bien. Quizá no falte tampoco un adulador que le envíe un aplauso a la Guerrero.

      Yo miro el suceso desde un punto de vista más elevado. En España tenemos muy pocos grandes hombres: dos o tres en la política, dos o tres en la literatura, dos o tres en el teatro, dos o tres en la medicina… Que uno de ellos se meta en un automóvil, pase; pero que se metan los dos o tres, eso no. Un descuido del chauffeur, y el teatro, la medicina, la política o la literatura se pueden quedar sin cabeza en menos de un minuto.

      Creo que fue en una asamblea de intelectuales, convocada por Pío Baroja en un café de la calle de Toledo. La sala era pequeña, y, sin embargo, allí estaba toda la masa encefálica de España, como aquel que dice. Yo observé que Palomero, hombre de un natural alegre, se encontraba un poco pensativo:

      —¿Qué le pasa a usted?

      —Estoy aterrado ante la idea de que se hunda el techo ante nosotros —me dijo—.

      ¡Qué desgracia tan grande para España!

      Debiera hacerse una ley que prohibiera la reunión de grandes hombres, sobre todo para empresas tan temerarias como esa de hacer una excursión en automóvil por carreteras españolas. El señor Mendoza, por ejemplo, podría viajar en automóvil con la señora Guerrero, como señora suya que es; pero no como gran trágica. En concepto de gran trágica, la señora Guerrero tomaría otro automóvil. Lo de que el señor Mendoza se hiciese acompañar del señor Thuillier estadía absolutamente prohibido. El señor Thuillier, que no es completamente insigne, viajaría, en todo caso, con otro actor de su misma categoría, a fin de que, en caso de catástrofe, España no perdiese entre los dos actores más que un actor ilustre. Según esta ley, el señor Mendoza viajaría casi siempre con el señor Cayuela…

      Ustedes, si quieren, pueden tomar la cosa a broma. Yo no lo digo sin cierta seriedad. Imagínense ustedes que Maura y Romanones se van juntos a hacer una excursión en automóvil, que ocurre una catástrofe y que los dos mueren. ¿Quién se encargaría del Gobierno? Ya pueden ustedes echarse a buscar, que no encontrarán un hombre. Sería la anarquía.

      En otros países todavía se pueden permitir reuniones de tres, cuatro, hasta media docena de grandes hombres. En España, no. Que ellos quieren juntarse, bueno; pero el Estado se lo debe prohibir. Los grandes hombres se pertenecen a su patria.

      Yo les doy a ustedes el grito de alarma. El accidente de Santander, por fortuna, no ha tenido graves consecuencias; pero no por eso se deriva de él una lección menos digna de ser recogida. ¿Vamos a esperar a una catástrofe irremediable?

      Yo me lo temo. Yo estoy viendo que un día llega a mi casa el cartero con los periódicos españoles y me entero de que, de la noche a la mañana, España se ha quedado en absoluto sin política, sin teatro, sin ciencia, sin pintura o sin literatura.

      Me voy a poner serio.

      Muchas veces, desde que ando


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