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Horizontes del cangrejo. Armando Valdés-ZamoraЧитать онлайн книгу.

Horizontes del cangrejo - Armando Valdés-Zamora


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si esto fuera un complemento inevitable de su presentación.

      En realidad el profesor francés también tenía contactos con libreros de París. Por eso tasó y regateó durante estas citas con Simón el valor del libro de Plinio hasta lograr, como había hecho centenas de veces antes con otros clientes insulares desesperados, un bajo precio. Así había logrado comprar en Francia varios apartamentos que alquilaba y que le permitían aceptar el modesto salario que le pagaban en la isla.

      A Simón no le quedada más remedio que coger el dinero que le daban, e ingenuamente hasta le consolaba que el libro retornara al mismo lugar donde fuera editado y firmado tanto tiempo atrás.

      La víspera de su viaje, cuando todo parecía listo, Simón tomó una decisión que después le evitaría contratiempos: insertó las llaves de su apartamento en una delgada cadena de plata que no sin dificultad ató alrededor del tobillo de su pierna derecha.

      II

      Simón estaba seguro que era un delfín. Y al ver el gesto del delfín, mirándolo, sin mover apenas sus aletas, frente a frente, podía pensarse en una sorpresa recíproca: el delfín tampoco podía creer que era un hombre lo que estaba frente a él.

      Como Simón hacía tiempo que había asumido su nueva situación anfibia, no se inmutó. Es decir, actúo como si fuera un pez: se quedó quieto, dio unos pasos (más bien pequeñas brazadas laterales) y esperó la reacción del delfín. Ésta no se hizo esperar. El delfín comenzó a girar alrededor de Simón y pronunció algo que se pudo oír aunque estuvieran bajo el agua. Simón aseguraría después que el delfín lo llamó por su nombre: Simón.

      Lo cierto es que él seguía los silbidos y el batir de la mandíbula, ruidos con los que Delfín lo incitaba a venir a sus vagabundeos nocturnos cercanos a la costa.

      Aunque a Simón no le agradara mucho la idea de ver de nuevo los arrecifes, algún que otro pescador somnoliento y hasta luces de una ciudad y una vida a las cuales él había renunciado, seguía al delfín como podía hasta en sus saltos por encima del agua.

      Al principio, como era de esperar, las cosas no habían sido nada fáciles para Simón en su nueva vida bajo el agua. Se podrían mencionar infinidad de desafíos a los que tuvo que adaptarse, pero al menos dos fueron realmente complicados: ver con nitidez a los peces y aprender a dormir como estos.

      A la miopía Simón debió añadir la falta de transparencia de su careta Mares modelo Eras que como parte del pago por la Naturalis Historia de Plinio el Viejo, el francés Pierre le había traído a la vuelta de uno de sus viajes a Francia.

      Con el tiempo Simón eligió los mejores momentos del día –por la mañana muy temprano– y un lugar de la plataforma insular frente a La Habana para ver mejor los peces. Se trataba de una especie de banco de arena. Por su escasa profundidad lo evitaban los barcos y a la vez estaba lejos del flujo de desechos malolientes que flotaban en ciertos lugares cercanos a los arrecifes y a la desembocadura de los ríos y arroyos.

      Simón se extasiaba, acostado en el fondo, en la contemplación de pargos, rabirrubias, picudas, y hasta de sardinas que al verlas constantemente pasar en grupo y apiñadas unas contra otras todo el día, le permitieron concluir que no era nada original eso de meterlas de la misma manera en latas para comercializarlas ganando espacio.

      Lo más difícil para Simón, claro, fue aprender a dormir bajo el agua. En los primeros días intentó extenderse sobre el fondo y protegerse con algas que sustituyeran a las sábanas. Como esto no funcionaba –entre otras cosas porque siempre había uno o varios peces extraviados que le picaban, por ejemplo, las nalgas– trató de encerrarse desde la caída del sol, con la linterna apagada, en una gruta que descubriera en sus vagabundeos. Aquí aunque no llegara a dormir, al menos se protegía del ir y venir de peces, moluscos y crustáceos que, es necesario aclararlo, podía llegar a ser fatigoso.

      Las cosas se resolvieron de manera natural, como debía ser para alguien que había abandonado el mundo de los hombres: con el tiempo Simón se dormía en el lugar, flotando incluso, y a veces hasta con los ojos abiertos, como los peces. Si en un primer momento el creía que “pescaba” –así le llamaban cuando él era niño al gesto del embeleso que provoca la somnolencia y que hace que uno cabecee con insistencia– ahora esa gimnasia era su manera de dormir.

      La mejor prueba entonces para Simón de que se estaba convirtiendo en un verdadero pez fue que ya podía dormir bajo el agua como sus nuevos conciudadanos. Fue en este eslabón superior de su vida anfibia cuando tuvo la ocasión de encontrar a su nuevo amigo, al cual nombraría, simplemente, Delfín.

      III

      Antes de aburrirse en la oscuridad de una cueva o ante el desfile de sardinas que huían de algún pez mayor, Simón prefería ir dando saltos en la noche detrás de ese único amigo de su vida submarina que atenuaba la velocidad hasta pararse a esperarlo cuando, asfixiado, se quedaba detrás.

      Simón sabría después que era una noche de julio aquella en que lo acontecido junto al delfín detendría de manera radical su temporada bajo el agua.

      Lo que más lamentaba no era tanto la imprecisión de la fecha sino el hecho de sólo recordar por fragmentos las imágenes de aquella madrugada maldita.

      Estaba seguro de haber sentido aproximarse una presencia, que terminó siendo un barco, a las aguas en las cuales él nadaba. En su sigilo por evitar los barcos –el colmo hubiera sido que fuera un día pescado o atrapado en una red– Simón había aprendido a detectar las embarcaciones por las vibraciones y las ondas que los motores provocaban bajo el agua.

      Él aseguraría que llegó a escuchar las conversaciones de muchas personas que deambulaban sobre la cubierta. Y, ¿cómo olvidarlo?, que la marcha a todas luces fatigosa de aquel barco inundado de voces, se vio alterada por la cercanía ruidosa de otros barcos desde los cuales, a la vez que se vociferaba algo que parecían órdenes, salían primero –él llegó a verlos al sacar la cabeza a la superficie– chorros de agua lanzados por mangueras y un poco más tarde disparos que al estallar en la noche ahogaban también las voces a pesar que éstas, ahora, gritaban y gemían.

      Cuando los disparos se propagaron y chocó el barco que al parecer perseguía al de las voces en cubierta –contaría él más tarde– perdí la noción de dónde me encontraba y de lo que estaba ocurriendo. Algunas balas terminaban sus silbidos al atravesar las olas espumosas y pasaban a mi lado o ante mi careta empañada por el susto irregular de mis soplidos, inofensivas ya, y sin fuerzas, como las burbujas de los chorros de agua de las mangueras.

      Decidí zambullirme y mantenerme bajo el agua nadando a toda velocidad lo más profundo que pudiera. Vi sólo una vez más a Delfín. Pero no estoy seguro que esto que recuerdo es cierto o una invención debido a la confusión de tiros, gritos, espirales de agua, ruidos de motores y de cuerpos que caían al agua: una silueta más pequeña que la de Delfín se aferraba a su lomo y se perdía con él ante mis ojos hacia la parte más oscura e inmensa de la noche.

      Mucho después deduciría que no supe orientarme con precisión y nadé en sentido contrario al deseado; nadé hacia la costa. Sólo eso explica, me digo, que me haya despertado por la brisa del amanecer sobre la arena de una playa.

      Hui a rastras de la orilla hasta adentrarme en unos manglares y llegar a una carretera. Sí, me paró el chofer de un camión a quien, con la lengua tropelosa y gagueando al articular cada sílaba, le di mi antigua dirección en la tierra, es decir, en La Habana.

      —No está tan lejos su casa, respondió, aunque usted parece haber nadado mucho tiempo para buscarla. Cualquiera diría que es usted un pez…sino fuera porque habla….

      Ante esta observación que iba acompañada de un rápido y malicioso examen de todo mi cuerpo, me di cuenta que estaba cubierto de una mezcla de residuos de algas, salitre, alguna que otra hoja o gajo de uvas caletas y de granos de arenas incrustados en la piel.

      En la carrera, ahora recuerdo, me había despojado de mi careta y de mis patas de rana inútiles, si quería avanzar más rápido.

      El hombre comenzó a reírse como si mi asombro le impidiera contener


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