El último de la fiesta. Dioni ArroyoЧитать онлайн книгу.
nos internarán en zoológicos para que nos estudien las máquinas, estoy convencido.
—Claro, por eso han construido humanoides con nuestro mismo aspecto, por eso van a clase con nosotros, para aprender y vigilarnos —aseveró otro del grupo con el rostro rubicundo y tan tímido como Marco—. Pero lo que no sé es por qué dicen que todas las máquinas tienen el cuerpo de una chica.
—La profe de biología dijo un día que así se reduce el efecto del valle inquietante —sentenció otro con aspecto de mojigato, que ocultaba su mirada a través de sus gafas de culo de vaso.
—¿Qué coño es eso? —rezongó Tomé al escuchar algo que desconocía—. No lo he oído en mi vida.
—Que si sabemos que algo es artificial, nos provoca rechazo y nos repugna. Es algo instintivo. Por eso, si su aspecto es el de una tía buena, lo aceptamos sin reservas y con ganas. —Sonrió con seguridad sabiendo que había captado la atención del grupo, y decidió terminar la frase—: Esa es la razón de que a los robots los construyan como si fueran chicas, y encima, chicas buenorras.
—Vaya, te creerás muy listo con esa chorrada del valle inquietante —le espetó con desdén Tomé—. Y ya que lo sabes todo, ¿por qué los mezclan entre nosotros? ¿Para vigilarnos y luego darnos una patada en el culo?
—Bueno… —dudó el chico de las gafas adoptando una postura más humilde—. Tal vez las IA necesiten aprender igual que nosotros y cuando lo hayan hecho les dan un embalaje de adulto para que trabajen a nuestro servicio.
—Sí, el libro de tecnología dice que son como nosotros. Si comparten tantas horas entre nosotros es porque necesitan aprender para servirnos en el futuro —interrumpió Marco—. Pero no creo que les interese sustituirnos. Quizás si aprenden... es porque piensan.
La carcajada fue monumental. El hecho de que pudieran pensar era inimaginable para todos, se suponía que pensar era una capacidad exclusiva de los humanos, que las máquinas actuaban respondiendo a unas órdenes prefijadas inscritas en sus algoritmos y con posibilidad de aprender, pero de ahí a pensar, había un recorrido imposible. Marco se quedó dubitativo, y en su cabeza apareció el rostro resplandeciente de ella. Estaba convencido de que ella sí poseía la capacidad de pensar. Y de sentir.
—Las máquinas son solo cacharros, ¡a ver si lo tenemos claro! Son tostadoras que están fabricadas para currar a lo bestia, tanto, que despedirán a todos los humanos porque lo hacen mejor que nosotros, pero nada más —soltó con desparpajo Tomé, provocando el silencio y la atención del grupo—. Son cacharros para el servicio doméstico de los ricos. Vosotros nunca tendréis uno de esos en vuestra vida, metéoslo en la mollera, ¡sois unos muertos de hambre y unos pringaos! —Terminó la frase inhalando una larga calada que consumió lo que le restaba de cigarrillo.
—Pues yo no sé si podría distinguirlas porque son muy parecidas…
—Vamos, Luis, ¿no ves que siguen siendo como la antigua Sophie, a la que dieron la nacionalidad en Arabia hace años? Con cara de niña mona pero con una sesera transparente repleta de cables de colores. Se nota que son trastos, ¡muñecos, cabezas parlanchinas! Habría que destruirlos antes de que nos condenen al paro —reivindicó Tomé para dejar clara su opinión y contagiarla al resto del grupo.
Marco, pesaroso, tragó una calada tan profunda, que tosió sin parar y de manera convulsa, por lo que todos volvieron a reírse, actitud que agradeció porque no le estaban gustando los derroteros de la discusión.
4
La bruma envolvía la contaminada ciudad. Marco decidió que su cuarto ya estaba suficientemente ventilado y cerró la ventana. La humedad le calaba los huesos y rezumaba por las paredes. Desayunó sus galletas con ColaCao mientras por la radio hablaban del fuerte incremento de suicidios de los últimos meses, y de cómo se había convertido en la primera causa de muerte en todas las franjas de edad. Un periodista exigía moderación a la hora de divulgar los datos, aludiendo a un supuesto «efecto llamada». Miró el reloj y dio un brinco al comprobar lo tarde que era, por lo que recogió su mochila y salió disparado al Centro Educativo.
Caminó con pereza, mientras por las calles avanzaban algunos coches conducidos por robots de asombrosa apariencia humana. En la parte de atrás, viajaban otros chicos como él, aunque más afortunados y de una clase social a la que era muy recomendable «no mirarles a los ojos». Marco caminaba cabizbajo, lamentando haber nacido en una familia humilde, y pensó que, al final, con el paso de los años, todo el mundo acabaría viviendo con su propio robot doméstico, salvo las personas como ellos, con pocos recursos; su madre siempre les recordaba los esfuerzos que llevaban a cabo para poder llegar a fin de mes, y asumió que lo más probable era que nunca pudiera poseer un aparato de aquellos en su casa, fiel a sus órdenes, y no le servía de consuelo lo que se decía, que al menos, podrían tener animales de compañía. Los ricos con robots y ellos con gatos o perros. Era frustrante.
Una vez más volvió a pensar en ella, y en que, cuando ya lo supiera todo de los chicos de su edad, cambiarían su embalaje por otro de mujer adulta, y la enviarían a una familia de ricos sin escrúpulos, para que trabajase noche y día. Deseó con todas sus fuerzas que fuera consciente de su esclavitud y que un día llegara a sublevarse y escapara con él, como en las novelas de ciencia ficción que tanto le apasionaban. Suspiró y detuvo sus pensamientos ante la entrada al Centro Educativo.
Franqueó las puertas y buscó en el pabellón de las chicas, entre tantos rostros anónimos, el de ella, el que le obnubilaba con su mirada perdida y sus ojos luminosos. No le importaba que llegase escoltada por un adulto, lo que confirmaría que era una IA. Era su secreto, algo que solo Luis podía intuir, la única persona en quien había confiado y que para su desgracia, de sobra sabía que no lo comprendería nunca. Por lo menos, saber que guardaría su secreto, le permitía dormir tranquilo.
La primera clase fue la de biología, clase que se interrumpió con violencia. Sonó la característica alarma a la que nunca se acostumbrarían, la alarma que dejaba boquiabiertos a los mayores y que tanto pavor causaba; la alarma que se escuchaba hasta en los lugares más recónditos del colegio. La profesora, acalorada, reaccionó a toda velocidad, conduciéndoles al laboratorio en una disciplinada fila india, donde les hicieron beber un vaso de gelatina con dos gotas de yoduro sódico de sabor repugnante, por culpa de la contaminación de aquella mañana. Habían escuchado algo sobre los niveles altos de roentgens en el dosímetro del Centro Educativo, por lo que después, como de costumbre, fueron desfilando al baño para lavarse la cara y la cabeza con agua fría y una pastilla de jabón. Esa era la mejor forma de expulsar la radioactividad, y ejecutaban aquel ceremonial a conciencia y sin titubeos: estaban cansados de escuchar que aquello iba muy en serio y que sus vidas corrían un grave riesgo. Todos tiritaron por lo fría que estaba el agua, y encima no había toallas suficientes para secarse la cabeza, por lo que se veían forzados a compartirlas. Cuando le tocó el turno a Marco, la suya estaba empapada. A continuación abrieron de nuevo los grifos y mojaron con abundante agua tibia las suelas de los zapatos, durante dos rigurosos minutos.
Después, en silencio, y ante la aquiescencia de la profesora, regresaron cada uno a su aula.
Por fin, como si no hubiese sucedido nada, pudo empezar la clase de biología, tan aburrida como el resto, pero la profesora planteó un tema que, en contra de lo que pensaba, capturó todo su interés. Unos días atrás, más de un centenar de orcas habían varado en las costas argentinas, y cuando la marea subió, ya era demasiado tarde. La masiva muerte de estos cetáceos había causado mucho estupor, reabriendo una encendida polémica: ¿se suicidan los animales? La profesora mostró unas diapositivas que mostraban ballenas que llegaban desorientadas a las playas y cómo morían ante la impotencia de los bañistas. Marco sintió una punzada en el corazón, pues había olvidado por completo el episodio del caballo, como si se tratase de un mal sueño, como si nunca hubiera ocurrido. ¿Se trataba de un suicidio? ¿Se habría arrebatado la vida de forma consciente y deliberada? Aún tenía grabado a fuego en su cabeza la mirada de lástima del animal, sus expresivos ojos y cómo parecía sollozar. Su sentido común le corrigió insistiendo en que se trataba de sudor, pero en lo más profundo de su ser, sintió que lloraba, que se