La promesa de la curación en la medicina tradicional y alternativa. Omar Alberto Garzón ChirivíЧитать онлайн книгу.
grupos y restringirles “el acceso a los recursos de sus territorios” (p. 352). Justamente, el grupo indígena sikuani (llamados guahibos) con el que tuve la oportunidad de compartir durante varios años en Puerto Gaitán (departamento del Meta, Colombia) era un reducto de una migración que había sido obligada a desplazarse a esta región.
Para el caso de los grupos indígenas inga y kamsá de la región del valle de Sibundoy, localizados en el departamento de Putumayo (Colombia), se ha documentado la acción de la misión capuchina, la cual “bajo el peso de […] prejuicios raciales y racistas, pero también bajo el pretexto del ‘salvajismo de los indios […] emprendió, desarrolló, y consolidó su poder sobre los grupos inga y kamsá del valle de Sibundoy con el propósito de usurpar sus tierras, de controlar y de usufructuar su mano de obra” (Gómez, 2005, p. 58).
De tal suerte que la descripción densa (Geertz, 2000) de los eventos que presenciaba y sobre los cuales comenzaba a elaborar mis primeros textos etnográficos me interrogaba acerca de mi responsabilidad de denunciar los vejámenes a los que se sometía a las comunidades. Como lo expresará en su momento James Clifford: “Los contactos culturales modernos no necesitan romantizarse borrando la violencia del imperio y las formas perpetuantes de la dominación neocolonial” (2001, p. 30). En consecuencia, estos factores históricos y sociológicos fueron importantes para estudiar las transformaciones y desplazamientos de estas prácticas curativas.
Por razones de mi trabajo en la Fundación Gaia Amazonas, institución dedicada al apoyo de la preservación del territorio y la cultura de comunidades indígenas de la Amazonía colombiana, conviví durante diez años con las comunidades indígenas del río Apaporis (departamento del Vaupés, Colombia). Allí apoyé a los profesores comunitarios indígenas en temas de política educativa indígena y gestión curricular (Garzón, 2006). Gracias a este trabajo entré en contacto con los “chamanes de la selva pluvial” (Reichel-Dolmatoff, 1997).
El espacio geográfico por donde me desplazaba hace parte del resguardo denominado Yaigojé Apaporis. Allí viven comunidades indígenas tucano oriental, especialmente grupos macuna y tanimuca. El término yaigojé (yai: tigre; gojé: hueco), o ‘hueco de tigre’, es una alusión al espacio habitado por este felino, pero también se emplea para referirse al poder de los chamanes de esta región, quienes son reconocidos por su capacidad para ‘ver’ la enfermedad y curarla. A este respecto, un curandero de una comunidad indígena en el departamento del Amazonas me explicó que entre los médicos tradicionales hay dos especialidades: aquellos que tienen el poder del tigre para ‘ver’ la enfermedad y sacarla; y aquellos que sin ‘ver’ la enfermedad la pueden curar con el pensamiento. Según este curandero, cuando un chamán o curandero se enferma, solo los que son capaces de ‘ver’ la enfermedad pueden curarlos. De tal forma, mi contacto con los chamanes de esa región y con sus virtudes para la curación me llevó al ámbito de lo mítico, de lo que en la literatura antropológica se conoce como el chamanismo.
Para las comunidades del río Apaporis, el lugar que ocupan sus chamanes sigue siendo de vital importancia para el sostenimiento social, cultural y político del ecosistema. Allí las formas de curar están asociadas a toda una cosmogonía basada en mitos y leyendas que hace parte de los recitativos de curación. En este sentido, toda curación debe realizar un recorrido completo por los mitos de origen del grupo y por los ‘lugares sagrados’, ubicados a lo largo y ancho del territorio. La enfermedad y la curación son interpretadas a la luz del territorio y de las afectaciones que este pueda tener en el cuerpo social e individual de quien enferma. Los rituales tienen la función de corregir las ‘infracciones culturales’ a que haya lugar y que explican el origen de la enfermedad. Esta manera de comprender los fenómenos de la enfermedad y la curación puede inscribirse en la corriente de pensamiento “ecosófico” (Guattari, 1998); es decir, de la relación entre el individuo, la comunidad y el medio ambiente.
En consecuencia y durante mi permanencia en esa región, constaté el papel preponderante que cumple la labor de los chamanes para realizar lo que ellos llaman “la curación del mundo”, la cual consiste en una negociación permanente con los dueños de la naturaleza y de los animales para lograr la preservación del grupo. La curación es un ethos cultural inherente a la inmensa mayoría de las prácticas cotidianas de estas comunidades de la selva. Se cura para un buen alumbramiento, para un buen viaje, para la cacería, para la siembra, para aprender “brujería propia y de los otros” y para que la comida no haga daño, entre muchas otras actividades que representan beneficio o riesgo para la salud individual y colectiva.
Es tal el efecto simbólico de la curación que cuando alguien se debe enfrentar a una travesía o a un trabajo que requiera algún tipo de destreza particular o que implique poner en peligro la vida, se dice en el habla cotidiana que esa persona “está curada pa’ eso”, lo que retira todo motivo de preocupación respecto a esa persona y a su empresa.
De tal forma, mis estadías en la selva amazónica colombiana me permitieron experimentar una manera de ser del chamanismo y de la curación, en contextos totalmente distintos a los vividos en Puerto Gaitán y el valle de Sibundoy. Nuevamente fui testigo de la forma como estas tradiciones se transforman, se adaptan y se reinventan para responder a los retos que les proponen los tiempos actuales. El interés cada vez más creciente por integrar estas comunidades a la sociedad colombiana, mediante la inversión en proyectos de equipamiento básico en salud y educación, y el impulso a la formación de líderes comunitarios que representen a las comunidades indígenas de la región ante el Estado han incidido en la configuración de nuevas realidades culturales. En ese sentido, los chamanes locales orientan su oficio para curar en el contexto de estas nuevas realidades.
Don Alejandro, el taita Martín, los chamanes de la selva pluvial y las condiciones sociales y culturales que tuve la oportunidad de vivir me permitieron secularizar (Fabián, 1983) mi mirada en relación con los curanderos de las comunidades indígenas que había tenido la suerte de conocer. En este punto había entendido, como lo señala Clifford (2001), que “los productos puros enloquecen” (p. 15); que toda identidad es coyuntural y transitoria; y que, por lo tanto, la tradición también puede ser inventada (Hobsbawm, 2002); y, finalmente, que el terror y el infortunio en la vida cotidiana son la regla y no la excepción, como muchas veces quisiéramos pensar (Taussig, 1995). Estas experiencias me permitieron explicar las ideas previas que poseía sobre estos personajes y sus prácticas de curación, deconstruirlas y avanzar en la elaboración de una narrativa que permitiera registrar la aparición de nuevos “órdenes tradicionales” (Clifford, 2001).
Las historias contadas sobre la selva y sus curanderos se van tornando añejas. Las imágenes coloridas y exóticas de lugares desconocidos ceden al paso del tiempo, se hacen borrosas y los recuerdos adquieren el color sepia de las fotografías antiguas. La necesidad de otras composiciones, de nuevas imágenes, se convirtió, para mi caso, en una tarea apremiante.
La importancia de la elaboración de narrativas que registren nuevos “órdenes tradicionales” está sugerida por James Clifford (2001), quien afirma: “Es más fácil registrar la pérdida de los órdenes tradicionales de diferencia que percibir la aparición de otros nuevos” (p. 31). Esta crítica resultaba sugerente para observar lo que venía ocurriendo con los curanderos indígenas, quienes se estaban desplazando hacia ciudades como Bogotá, Medellín y Cali, para ofrecer sus servicios.
Fue así que, gracias a mi relación con los taitas tomadores de yajé, decidí empezar a seguir sus rastros en las ciudades de Bogotá y Medellín. La presencia de algunos curanderos indígenas, en particular de las comunidades inga y kamsá, se puede rastrear en algunas ciudades colombianas, como Bogotá, Cali y Medellín, y en ciudades de países como Panamá y Venezuela desde la década de 1950 (Ramírez de Jara y Urrea, 1990; Moreno, 2012). Sin embargo, sus desplazamientos se hicieron más notorios desde mediados de la década de 1990, gracias al auge de los rituales de yajé que semanalmente se siguen ofreciendo en varias ciudades colombianas, así como en otras ciudades en Estados Unidos y Europa (Caicedo, 2015).
Si bien los ingas y los kamsás han sido los curanderos más populares en el paisaje bogotano y con quienes he tenido una mayor relación a nivel personal, no son los únicos que visitan la ciudad para ofrecer sus servicios como curanderos.